UNA PEQUEÑA ACLARACIÓN volver al menú
 


   

     El día 8 de marzo, a las 5 de la tarde, comenzaba en Madrid un ciclo, de estudios para sacerdotes, religiosos y religiosas, sobre la pastoral de las vocaciones en nuestro tiempo. En la lista de conferenciantes yo ocupaba el segundo lugar.
     Empezamos con relativa puntualidad. Los asistentes eran tan selectos y valientes como pocos. La nieve parece que asusta a los madrileños.
     Mientras el primer conferenciante hablaba con profunda voz de barítono, ultimaba yo los detalles de mi inmediata intervención.
     En esto llegó una muchacha. Llamaba la atención precisamente porque no llamaba la atención. Veintipocos años. Pensé: «¿No se habrá equivocado de sitio?» Y seguí ordenando disimuladamente mis fichas.

     Durante los diez minutos de descanso, entre conferencia y conferencia, se me acercó la muchacha aquella.
     —Me han dicho que usted entiende en vocación. Quisiera consultarle la mía.
     No la conocía de nada.
     —Parece que sirvo para todo. He estudiado dos carreras universitarias simultáneamente.Ahora, ya terminadas, no me llena ninguna de las dos.
     Hablaba bien, con suavidad, con cierta contenida vehemencia. No llevaba gafas.
     —Acabo de dejar a un chico con el que salía.
     El tono de voz era convincente: no era él el que la había dejado.
     —Pero yo nunca me meteré monja.
     Y lo decía con idéntica convicción.
     —En casa me llaman «la social» porque me preocupan los otros.
     Estaba metida en tantas cosas que no iba a poder quedarse durante toda mi conferencia.
     —Usted, ¿qué me dice?
     Probablemente hice mal, pero me eché a reír. No de ella, evidentemente, sino de la situación. Veía que Luis, el organizador del ciclo, me estaba haciendo señas para que subiese al estrado. Y aquella consulta a quemarropa, con seriedad y preocupación. Sin datos suficientes para poder sugerir un mínimo consejo.
     —...que es usted un típico caso de anormal normalidad.
     Lo dije espontáneamente, sin darme cuenta del juego de palabras.
     —...tiene que «domesticar» algo y dejarse «domesticar» por Alguien.
     Sin despedirnos, sin preguntarle siquiera el nombre, subí para empezar la conferencia.

     Mientras Luis decía cosas bonitas a manera de presentación, me daba cuenta de que el panorama se había puesto difícil. Porque el auditorio estaba dividido: por un lado, los selectos y valientes sabios que esperaban unas teorías; por otro, la muchacha tan anormalmente normal, preocupada por su vocación.
     A media conferencia, se levantó y salió.
     Cuando terminé, me aplaudieron. Pero hubiera cambiado todos aquellos aplausos por una mirada.

* * *

     Desde entonces he rezado bastante por la muchacha aquella. Porque me duele haberme reído. Porque el mismo estilo algo juguetón que empleé en la conferencia pudo herirla. No era mi intención.
     Tengo la esperanza —el mundo es muy pequeño—que algún día llegue a sus manos esta pequeña aclaración. Que sepa que guardo de aquella breve entrevista un recuerdo con sabor de pasaje evangélico (Mc 10, 20-21).
     Para que quede claro el sentido exacto que daba yo al verbo «domesticar», en su honor y en el de tantas otras anormalmente normales como existen en nuestro pueblo cristiano, he pensado transcribir a continuación aquel delicioso capítulo de «El principito» de A. de Saint-Exupéry, en el que se habla de un zorro y un principito responsable de una flor.
     Tener vocación ¿es otra cosa?

Jorge Sans Vila



     Entonces apareció el zorro:
     —Buenos días, dijo el zorro.
     —Buenos días, respondió cortésmente el principito, que se volvió pero no vio nada.
     —Estoy acá, dijo la voz, bajo el man zano...
     —¿Quién eres?, dijo el principito. Eres muy lindo...
     —Soy un zorro, dijo el zorro.
     —Ven a jugar conmigo, le propuso el principito. ¡Estoy tan triste...!
     —No puedo jugar contigo, dijo el zorro. No estoy domesticado.
     —¡Ah! Perdón, dijo el principito.
     Pero después de reflexionar, agregó:
     —¿Qué significa «domesticar?
     —No eres de aquí, dijo el zorro. ¿Qué buscas?
     —Busco a los hombres, dijo el principito. ¿Qué significa «domesticar?
     —Los hombres, dijo el zorro, tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Buscas gallinas?
     —No, dijo el principito. Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?
     —Es una cosa demasiado olvidada, dijo el zorro. Significa «crear lazos».
     —¿Crear lazos?
     —Sí, dijo el zorro. Para mí sólo eres un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. Para ti sólo soy un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, nos necesitaremos el uno al otro. Para mí, serás único en el mundo. Para ti, seré único en el mundo...
     —Empiezo a comprender, dijo el principito. Hay una flor... Creo que me ha domesticado...
     —Mi vida es monótona, dijo el zorro. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de los otros. Los otros me obligan a esconderme bajo la tierra. Tus pasos me llamarán fuera de la madriguera, como una música. Y, además, ¡mira! ¿Ves, ahí, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es muy triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado ¡será maravilloso! El trigo dorado me recordará a ti. Y disfrutaré con el ruido del viento en el trigo.
     El zorro calló y miró largo tiempo al principito:
     —¡Por favor... domestícame!, dijo.
     —Bien quisiera, respondió el principito, pero no dispongo de mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
     —Sólo se conocen las cosas que se domestican, dijo el zorro. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!
     —¿Qué tengo que hacer?, dijo el principito.
     —Tienes que ser muy paciente, respondió el zorro. Al principio, te sentarás un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...
     Al día siguiente, el principito volvió.
     —Hubiese sido mejor venir a la misma hora, dijo el zorro. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde la tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro, me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... los ritos son necesarios.
     Así, el principio domesticó al zorro.
     Cuando se acercó la hora de la partida el principito se fue a ver nuevamente a las rosas:      —No sois en absoluto parecidas a mi rosa, no sois nada aún, les dijo. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. Sólo era un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
     Y volvió hacia el zorro:
     —Adiós, dijo.
     —Adiós, dijo el zorro. He aquí mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial resulta invisible para los ojos. El tiempo que perdiste con tu rosa es lo que hace que tu rosa sea tan importante... Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa.
     —Soy responsable de mi rosa, repitió el principito para acordarse.

A. de Saint-Exupéry


086 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta ca­ridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directa­mente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quise hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio.- PABLO VI