CARTA A UN CANÓNIGO DE LOS BUENOS volver al menú
 

     Siempre enriquece leer a Mauriac, Premio Nóbel de Literatura.
     Paul Lieutier, canónigo de los buenos, le formuló esta doble pregunta: «¿Qué es el sacerdote para usted?, ¿Qué espera de él?». Y el escritor, que tanto había sondeado el corazón humano, contestó ahondando en su vida de creyente.
     Respuesta de luces y sombras, y de algún aspecto borroso —su poca esperanza en el ministerio de la palabra— que él mismo es el primero en lamentar.

J. S. V.


     Señor canónigo:
     Me resulta difícil contestar a su pregunta, porque mis primeros recuerdos están entremezclados con figuras sacerdotales. Mi madre, viuda, cumplía al pie de la letra las indicaciones de los sacerdotes. La abuela tenía un oratorio privado en su jardín, y al celebrarse la misa en pleno mediodía, entre la fragancia de heliotropos y geranios, sentía latir yo niño la pequeña hostia, mientras alrededor reinaba una zona ardiente de silencio.
     El sacerdote sigue siendo para mí lo que fue en el amanecer de mi vida, pero ante todo es el que ata y desata, el que en el momento en que levanta la mano para absolvernos no se distingue ya del Hijo del Hombre a quien ha sido dado en la tierra el poder de perdonar los pecados. Poder que quizá deslumbra todavía más cuando no tenemos que acusarnos de ningún pecado mortal, porque me atrevería a decir que es entonces cuando la gracia vinculada al sacramento de la penitencia obra en estado puro y se hace sentir en carne viva. Quienes alaban a la Iglesia por haber inventado antes que Freud la terapia de la confesión, no saben lo que se dicen. Lo que nos libera, no es el sacar a luz nuestras miserias, sino un gesto, una palabra, un poder.
     ¿Qué es el sacerdote para mí? El encuentro en un mismo ser del poder del Creador con la debilidad de la criatura.

     Quiero confiarle ahora una gran gracia que he recibido y que, si tengo en cuenta muchas confidencias, no es demasiado frecuente: habiendo conocido ya desde los comienzos de mi vida a tantos sacerdotes, no he encontrado ninguno que me haya escandalizado o que me haya causado daño; son numerosos los que me han edificado, y muchos los que en ciertos momentos de mi vida me han ayudado. Guardo recuerdos sólo compartidos con Dios, ya que el mismo sacerdote desconocerá la gracia que me llegó a través de sus manos hasta el día en que pobre obrero cansado y agobiado, de pie en el umbral de la eterna alegría, se sorprenda humildemente de las palabras que está oyendo y de la recompensa que recibe.
     El sacerdote, hombre que perdona los pecados, también consagra la hostia para mí. Dirá usted que esto lo es para todo el mundo, que de lo que se trata es de lo que es para mí en particular. Para mí en particular no es más que lo que acabo de decir: el que, después de haberme perdonado, pone la hostia en mi boca, el que antes de dármela la eleva un instante sobre el copón. Tanto es así que aun en el caso de un sacerdote mediocre soy incapaz de separarle del acto que realiza cada mañana, de la ofrenda de Dios a Dios y de Dios al hombre que comulga, hombre que he sido yo muchas veces.

     Voy a atreverme a confesar ahora lo que desgraciadamente no espero del sacerdote. Le pido sólo que me dé a Dios, no que me hable de Dios. No es que desestime el ministerio de la palabra, pero a fin de cuentas lo que usted desea conocer es mi exigencia particular.
     Para mí, la verdadera predicación del sacerdote ha sido siempre su propia vida. Un buen sacerdote no tiene nada que decirme: le miro y esto me basta. Como me basta la liturgia que es una predicación silenciosa. Los benedictinos son los que mejor hablan de Dios porque nunca suben al púlpito, pero hacen que vivamos el drama de la misa y nos hacen sensible lo sublime día a día. ¡Cómo entiendo lo que quería decir Kierkegaard al escribir que Dios es alguien a quien se habla, no alguien de quien se habla! ¡Cómo compadezco a los protestantes cuyo culto se reduce a la palabra! Santa liturgia, única predicación que me impresiona y me convence. No hay predicador con el que no esté en desacuerdo desde la tercera palabra. Con algunas excepciones, claro está. El orador sagrado me parece terrible, tanto si es elocuente como si no lo es.
     En una palabra, ¿qué es el sacerdote para mí? Es Cristo. ¿Qué espero del sacerdote y qué recibo de él? A Cristo. Me da a Cristo en su poder, pero me muestra a Cristo en su sufrimiento.
     En el atardecer de mi vida, puedo decir que sé cuánto sufre un sacerdote. No tanto como se piensa respecto de los primeros años de sacerdocio: la juventud en un elegido es la época del don de sí hasta la locura. Sí más adelante, a la hora de la fatiga, de las decepciones, de los fracasos. El sacerdote entonces con frecuencia experimenta en su carne, en su corazón de carne, la falta de la sencilla felicidad humana, la de los hijos, sobre todo. ¡Siempre los hijos de los demás y nunca los suyos! Que tantos hombres y mujeres, tantos miles de hombres y de mujeres hayan aceptado este sacrificio y sigan aceptándolo de generación en generación y que la mayoría lleve sin doblegarse esta cruz hasta el fin, es un milagro.

     Me acuerdo (murió más tarde en la brecha) de una religiosa de San Vicente de Paúl, joven, que viendo como jugaban mis hijos dijo de repente a mi mujer, con un tono imposible de olvidar: «¡Qué feliz es usted, señora!».Y tengo ante mis ojos las cartas que me escribió un coadjutor, R. Pasteau, muerto en el campo de batalla el día de Pentecostés de 1940: «Fatiga enorme de la mañana a la tarde, abrumadora tarea de una parroquia, catecismo, cosas y más cosas... Y los entierros casi diarios ahora: un horror tan fuerte que apenas puedo rezar, apenas mantener exteriormente cuando menos la actitud un poco compasiva que tanto necesitarían estas pobres gentes. Quiero creer que entonces, como muchas otras veces, he cargado sobre mí, sin darme mucha cuenta, lo más duro de la cruz de alguna persona amada. Quiero creer que todo esto no es inútil. Vivo sin aguardar nada, porque la esperanza es algo muy distinto de la espera...».
     Se dan casos como el del cura rural de Bernanos, evidentemente. Pero la santidad del coadjutor medio es de otra clase. Come otra clase de pan negro y ningún ángel viene a secarle el sudor de su frente. El drama de este sacerdote no ha sido escrito todavía. El pecador se confía a él como a Dios mismo, como si el sacerdote no fuese también un hombre tentado, herido. ¡Cuántas veces se ve obligado a comunicar una fuerza de la cual se siente desprovisto, a predicar un amor del que sólo su voluntad mantiene la llama vacilante! Sin la posibilidad de desentenderse siquiera un instante.
     En la revista «Masses ouvrières» se publican a veces confidencias como ésta que obligan a pensar: «La atmósfera de algunas parroquias plantea trágicamente el problema de la perseverancia de los jóvenes coadjutores en el ideal sacerdotal y pastoral que acariciaban al salir del seminario». ¿Cómo no sentirse afectado por el grito de soledad con Dios en boca de un hombre joven y consagrado?: «Me encuentro solo ante un trabajo nuevo para mí. Solo, con Cristo, es cierto. Pero a veces hay momentos en que se pierde pie, en que se siente la necesidad de una ayuda visible... ¡Si por lo menos uno pudiera contar con el párroco!».

     ¿Qué es el sacerdote para mí? En vida o en muerte, siempre le tengo presente cuando desconfío del hombre y cuando me agarrota la tentación del desprecio. En el fondo, sin que lo sepan, los sacerdotes son los únicos verdaderos poetas, los únicos que han escogido lo absoluto, los únicos que, aceptando el carácter sacerdotal para siempre, han quemado las naves tras sí. El hecho de que algunos flojeen no disminuye el valor del paso dado, de aquella postración, rostro a tierra, el día de su ordenación. Sé que existen sacerdotes mediocres, todos los que incomprensiblemente aúnan el poder formidable que han recibido con tal o cual empleo que un laico realizaría satisfactoriamente. No olvido a los funcionarios, a los que van a la suya, a los fanfarrones que para evangelizar los bares creen en el valor apologético del codo levantado v del tabaco. Y los más desgraciados de todos, los sacerdotes cuya fe en el poder que nos postra a sus pies está muerta, prisioneros de lo que sólo es un rito para ellos, ajustándose constantemente la careta, con manos incurablemente consagradas, alargadas hacia el objeto de su codicia.
     Pero, ¡qué idea más estrecha nos formamos del «mal sacerdote» en los ambientes católicos!, ¡qué poco hace falta para que pongamos esta etiqueta sobre los que luchan, caen, se levantan!, ¡qué feroz es nuestra exigencia a este respecto!, ¡qué temeridad la de adelantar el juicio de Dios! Un escritor católico, en el atardecer de su vida, sabe de sobra que depende de la misma misericordia y que no puede separar su causa de la de ellos.
     J. Maritain ha escrito que la responsabilidad del escritor, si es cristiano, es tan grande que le empuja a sufrir hasta la locura. Conozco un escritor que si no ha llegado literalmente a tal locura se debe a sacerdotes muertos y vivos en su trabajo y no ignora que cada mañana más de un pobre sacerdote en una iglesia desierta recuerda su nombre en el momento de la consagración, en el instante en que no es un sacerdote que vive sino Cristo que vive en el sacerdote. Sí, sé que en ese instante mi nombre es pronunciado con ternura, en voz baja.

     Me empujó usted, señor canónigo, a revelar lo que debería estar oculto en lo más profundo de mi alma, porque hay secretos que nunca tendrían que ser revelados. Por lo menos, gracias a sus preguntas, habré dado testimonio de tantos buenos y santos sacerdotes como he conocido, por lo que le estoy agradecido.

François Mauriac


081  La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por si sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI