A GUILLERMO, NUEVO LAVAPLATOS volver al menú
 

     Querido Guillermo:
     El 23 de mayo tu obispo te hará sacerdote. Desde ese día los cristianos dispondremos de un nuevo pinche de cocina («cocinero de los cristianos es el sacerdote») y de un nuevo lavaplatos (podrás escribir lo que tu tocayo G. de Larigaudie: «Sábado y domingo me los paso fregando de 4 de la tarde a 10 de la noche. Tengo las manos hechas polvo»).
     Si no estuviesen de por medio las clases y el Atlántico intentaría acercarme a tu estreno de humilde diaconía presbiteral.
     Mi regalo de cantamisa va a consistir en la trascripción de dos reflexiones de un par de amigos míos que hablan de lo que es ser sacerdote hoy y siempre. Dos reflexiones, y una carta. La última que te escribió tu padre. Él sabía lo que es una verdadera pedagogía de la vocación.
     Desde «preferencia» allá Arriba verá la unción de tus manos y se alegrará de saberse «padre de un lavaplatos». Título insigne para quienes pertenecemos a un Gremio cuyo Presidente presumía de ser especialista en lavar pies, en servir y no en ser servido.
     Beso tus manos, que ojalá bien pronto estén hechas polvo de tantas absoluciones.

J. S. V.


 

BORRAR CON LA MANO

     La entrada de la iglesia barcelonesa de Pompeya se ha encontrado durante muchos lustros un confesonario en torno al cual se agrupaba la gente más diversa. Curas y señoras, jóvenes y viejos, formaban día tras día el gremio cambiante y constante de los penitentes del padre Bernardo de Echalar, capuchino.
     El viejo fraile ha vivido en Barcelona la mitad de su vida, ha pasado por épocas diversas, ha confesado a gentes que eran entre sí políticamente adversarias y aun enemigas, y hasta los últimos días —acaba de morir al filo de los noventa años— se ha escapado a la iglesia para no dejar de trabajar. Su trabajo consistía en oír el interminable y monótono murmullo de las tristezas humanas —abstractamente condensadas en unos, concreta e interminablemente narradas en otros, o en otras— y borrarlas con la mano del perdón, con el signo de la bendita indulgencia cristiana.
     El penitente, al volver con cara alegre al banco para rezar las tres o las cinco —el padre Bernardo matizaba sabiamente— Avemarías que precedían al Credo, sentía una vez más renovada la sorpresa de que el padre Bernardo existiera y daba gracias a Dios. Y antes de rezar por los propios pecados rezaba por las virtudes del anciano de las barbas, que Dios guardara bajo su bendición y su consuelo. Con su sonrisa entre irónica y candorosa, el padre Bernardo se dirigía a los penitentes con maliciosa discreción. Yo puedo decir que, aunque me tuteaba, nunca supe si sabía siquiera mi nombre. La última vez que le vi, en las palabras amables que solíamos cambiar terminada la confesión, recuerdo que dijo: «Moriré yo, otro día morirás tú; es así». Y levantó los hombros riendo.
     Una sola vez —quizá haga veinte años— acudí a verle, fuera del confesonario. Su criterio sobre la actitud general que había que tomar en la vida no se me ha olvidado nunca. No necesité volver. «No quieras volar como las águilas. El que quiere volar alto muchas veces cae a pico —e hizo el ademán correspondiente—. Hagamos como las gallinitas, que apenas se apartan del suelo». Con este consejo, y el que reflexionara sobre el Evangelio, lo hubo dicho todo.
     Acompaña siempre la presencia de algún cristiano que hayamos encontrado alguna vez en el camino: los cambios de los tiempos y las tensiones y conflictos no tienen nada que ver con esa revelación sencilla y sustancial. Somos por eso muchos los que hoy no podemos pensar en el silencioso padre Bernardo sin sentir reconocimiento y confianza.

Lorenzo Gomis

CONFESABA

     Hojeando diarios atrasados, me he encontrado con una esquela mortuoria. Sencillamente, una esquela. Conmueve ver marcharse así, tan en silencio como vivió, a este ministro del Señor que había consumido su vida entregado a su misión sacerdotal sin otro afán que el de salvar almas. Fue durante cincuenta años largos mediador entre Dios y los hombres. Nada más. Nada menos. Cualesquiera otras pretensiones le hubieran parecido incongruentes, tal vez degradantes.
     Resistió la rutina cotidiana, el cansancio, las prisas ajenas, las abrumadoras sesiones de confesonario. Conocía sordideces morales y físicas de muchas pobres gentes. Tiró a última hora de infinidad de moribundos sin arredrarle incomprensiones y empecinamientos. Venció con su mansedumbre toda resistencia. En cambio, parece que no pudo resistir el homenaje con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, al que acudimos muchos por pura gratitud.
     Confesaba. Es difícil, al perdonar, no marcar las distancias. No debe de ser fácil, al absolver, infundir alientos, rejuvenecer a ese hombre que se postra cansado de sí mismo, de sus culpas de siempre, de su infidelidad, a ese hombre que siente las náuseas de su propia tibieza. Tiene gracia, por cierto, que llamemos infieles a quienes no conocen todavía a Cristo: cuando los infieles somos nosotros, los que después de conocerle, le hacemos traición.
     Este sacerdote escuchaba y comprendía, y sus palabras conectaban con las tuyas. Comprendía desde donde la comprensión es clara: desde la caridad y la humildad, que crecen juntas. «No puedo yo entender —escribe santa Teresa— cómo haya ni pueda haber humildad sin amor, ni amor sin humildad, ni es posible estar estas virtudes sin gran desasimiento de todo lo criado». Por humilde y desasido, no le deslumbraban esas pequeñas cosas —dinero, poder, sabiduría terrena— que suelen entontecer al soberbio.
     Tampoco se había propuesto ser comprensivo como si la comprensión fuera un deporte; vivía abnegadamente cerca de Dios y el corazón se le iba dilatando. Cuanto más cerca de Dios quien escucha, más fácil la transparencia del alma, más sencilla la confesión.
     Amaba humildemente a sus hermanos y los llamaba al amor de Dios. Nos hemos habituado a pasar por la confesión como por un mero trámite para la comunión, y olvidamos a veces que la penitencia es un auténtico acto de amor. Hay que ir al confesonario a acrecentar nuestra capacidad de unión con la Iglesia, en definitiva nuestra capacidad de amar. Nuestras confesiones tendrían entonces una fuerza de purificación y de unidad insospechadas.
     Sí, conmueve ver marcharse así, tan en silencio como vivió, a este sacerdote. Y uno va comprendiendo, al recordarle, muchas cosas que no están en los libros: lo que será como ofertorio supremo la muerte cuando fue un constante y trabajoso ofertorio la vida. Lo que será para un alma de apóstol el descanso eterno. Lo que será verse de pronto y para siempre bañado en paz y en claridad.

José Corts Grau

Y UNA CARTA

     Florencio Varela, 6 febrero 1969
     Querido Guillo:
     Desde el 20 de enero estoy instalado en Varela. Siempre muy bien y descansando de lo lindo. Estoy totalmente enterado de tus viajes, pues mami me reexpide tus cartas. Me alegro que todo te haya salido bien, aunque me hago cargo de los imprevistos que siempre se presentan y deben ser sorteados.
     He comenzado mis «ejercicios espirituales» (no ignacianos) meditando sobre el tema: «cómo debe o puede colaborar un padre de Acción Católica en el apostolado sacerdotal de su hijo». En el pasado, ofreciéndolo a Dios desde que fue concebido. Reiterando ese ofrecimiento el día del Bautismo, el día de su Confirmación y el de su Primera Comunión. Luego rezando... siempre rezando en silencio para no sugestionarlo. Rezando no «solo» sino acompañado por mami a fin de que se cumpla la palabra del Maestro: «cuando dos estén reunidos en mi Nombre, yo estaré en medio de ellos».
     Luego al conocer tu voluntad de ingresar al Seminario, aprobarla... alentarte... visitarte... siempre con alegría. Luego enfermarme... sentirme morir y ofrecer mi vida, ¿por quién?, por Guillo sacerdote... mejorarme... continuar rezando... ¡Cuántas imperfecciones, cuántas deficiencias! ¡Debiera haberme perfeccionando más y haber llevado una vida más ejemplar! Dios me perdone.
     Debo terminar para que salga hoy, otro día continuaré. Hasta la próxima.
     Un gran abrazo de

Tu padre

 


077 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio.- PABLO VI