EL GIGANTE TUR TUR volver al menú
 

     Me echaron —como a Daniel en medio de los leones— en medio de unos trescientos muchachos, que rondaban entre los catorce y los diecisiete años, para que les hablara de la vocación.
     Afortunadamente acababan de suprimirles la clase. Entre una clase y una no-clase, aunque la perspectiva fuera «con sermón de cura», aquellos «leones» preferían lo segundo. Los leones en todo el mundo son iguales.
     Hacía mucho calor. Pero yo tenía frío. Trescientos son muchos «leones».
     Para quitarme el frío y para amansarles un poco les conté la historia del gigante Tur Tur, que M. Ende cuenta en «Jim Botón y Lucas el maquinista».
     Fue Heidegger el que escribió: «Las tragedias de Sófocles entrañan más ética que la ‘Ética’ de Aristó­teles». Hasta hace poco yo no sabía que Heidegger hubiese dicho una cosa así. Pero sí sabía por experiencia propia —pasiva y activa— que cuando alguien pronuncia las maravillosas palabras «Érase que se era...» no hay hijo de vecino que se resista.
     Y no se resistieron.
     Sólo así pude al final comentarles despacio y en serio que:
     —La idea de vocación sacerdotal como algo fuera de lo normal es un enorme obstáculo. Si la vocación sacerdotal es algo «a-normal» no entra en el esquema común de la elección cara al porvenir.
     —La «a-normalidad», en gran parte, es fruto de los muchos y prolongados himnos a la grandeza y sublimidad del sacerdocio católico. Justamente por ensalzarlo indebidamente se le ha alejado del individuo medio.
     —Es frecuente entre los muchachos de hoy —por otra parte orgullosos de su fuerza y valía— creerse indignos del sacerdocio. La idea de excepcionalidad de la vocación sacerdotal impide que se la considere como posible.
     —Hay que eliminar esa mentalidad equívoca, des­cribiendo y presentando al sacerdote como cristiano en camino, cristiano dedicado a una función social.
     Claro está que no se lo dije al pie de la letra. Pero la sustancia sí se la dije. Y la aceptaron. Desde entonces estoy muy agradecido al gigante Tur Tur.

     Érase que se era... un maquinista llamado Lucas —un maquinista con pipa— y un niño moreno por nombre Jim. Jim Botón, para más señas.
     Iban a rescatar una princesa cautiva entre las garras de un dragón. Llevaban ya mucho andado. Estaban en pleno desierto, sedientos y fatigados, cuando Jim se quedó con la palabra en la boca.
     «¡Oh!», es lo único que pudo decir.
     Lucas se volvió. Lo que apareció ante sus ojos sobrepasó con mucho todo lo que había visto jamás.
     En el horizonte se veía un gigante más alto que la más alta montaña. Era un gigante muy viejo. Tenía una barba blanca larguísima que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba en la cabeza un viejo sombrero de paja. El gigantesco cuerpo estaba metido en una camisa vieja v larga, mayor que la vela del barco más grande que pueda haber.
     —¡Calma, siempre calma!, dijo Lucas echando anillos de humo. Luego contempló atentamente al gigante. Me parece, afirmó, que a pesar de su tamaño tiene un aspecto amable.
     —¿Qu...qu...qué?, balbuceó Jim estupefacto.
     —Sí, dijo Lucas con calma, a pesar de ser tan grande, puede que no sea un monstruo.
     —Sí, pero..., tartamudeó Jim, ¿y si lo fuera?
     En esto el gigante levantó las manos, las juntó en actitud suplicante y dijo:
     —Por favor, extranjeros, no huyáis. No os quiero nacer ningún daño.
     Por su tamaño, la voz hubiese tenido que sonar no un trueno. Pero no fue así. ¿A qué se debía?
     —Me está pareciendo, gruñó Lucas, que este es un gigante completamente inofensivo. Se me está haciendo simpático.
     Lucas se apresuró a ir al encuentro del gigante. Jim se había quedado ciego por el terror. Pero no podía permitir que Lucas se enfrentara solo con un peligro tan grande. Y le siguió corriendo a pesar de que le temblaban las piernas.
     —¡Espérame, Lucas!, Jim jadeaba. ¡Voy contigo!
     Pero lo que sucedió entonces fue tan sorprendente que Jim abrió desmesuradamente los ojos y Lucas se olvidó de que estaba fumando.
     El gigante se acercaba paso a paso y a cada paso que daba se volvía un poco más pequeño. Cuando estaba a unos cien metros de distancia va no era mucho más alto que la torre de una iglesia. Quince metros después tenía sólo la altura de una casa y cuando por fin estuvo a un metro tenía exactamente la altura de Lucas el maquinista, quizás era todavía media cabeza más bajo. Delante de los dos amigos se hallaba un viejo delgado, de cara simpática y amable.
     —¡Buenos días!, quitándose el sombrero. No sé cómo agradeceros que no hayáis huido de mí. Desde hace muchos años no hago más que ansiar que alguien tenga vuestro valor. Pero hasta hoy nadie ha permitido que me le acercara. ¡Es que, de lejos, parezco tan terriblemente grande! Ah, no me he presentado todavía: mi nombre es Tur Tur. Me llamo Tur de nombre y Tur de apellido.
     Tur Tur invitó a sus amigos a quedarse con él aquel día. Entonces les explicó:
     —Si uno de vosotros se levantara ahora y se alejara, se volvería cada vez más pequeño y al llegar al horizonte no sería más que un punto. Si regresara, se iría volviendo cada vez más grande y al llegar a nosotros tendría su verdadera estatura. Pero hay que reconocer que en realidad conservaría siempre la misma. Sólo parece que se vuelve cada vez más pequeño cuando se aleja y cada vez más grande cuando se acerca.
     —¡Exacto!, dijo Lucas.
     —Bien, aclaró el señor Tur Tur, conmigo sucede todo lo contrario. Eso es todo. Cuanto más lejos estoy, más grande parezco y cuanto más cercano, más se ve mi verdadera estatura.
     —Usted quiere decir, insinuó Lucas, que no se vuelve pequeño cuando se aleja. Y que no es usted un gigante cuando está lejos, sino que sólo lo parece.
     —Exacto, contestó el señor Tur Tur. Porque sólo soy un gigante aparente.

      Para terminar —llevábamos va más de una hora reunidos; yo va no tenía frío y me parecía que ellos sentían menos el calor— les dicté despacio, como si estuviésemos en clase y yo fuese un profesor serio y ellos unos alumnos formales, aquel hermoso comentario a Hebreos 5, 1:
     «Tomado de entre los hombres como son. Respetables y bandidos. Sin señalar previamente un tipo de familias. Tomado de entre los hombres, brotado de ese barbecho del que nacen la flor y los malos deseos. Tomado de entre los hombres, no fabricados con una pasta acaramelada, previamente bendecida. Tomado de entre los hombres, que son ingenieros, catedráticos, obreros, abogados... y gangsters» (J. M. Javierre).
     Y aquel otro que dice:
     «Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir ‘padre’, ‘madre’, ‘hermanos’. Al principio con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: ‘Padre’ (que estás en los cielos), ‘Madre’ (de Jesús y nuestra), ‘Hermanos’ (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!».
     Al salir del salón de conferencias yo me metí en la capilla, me arrodillé junto al sagrario y sin que nadie me oyese Le dije que le echase un remedio al gigante Tur Tur, el de la historia, y a los otros «gigantes aparentes» llamados sacerdotes.

Jorge Sans Vila


076 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI