RECIÉN CUMPLIDOS LOS NUEVE AÑOS volver al menú
 

     ¿Hablaban? No, no hablaban. Dogmatizaban. A gritos. Decían con palabras superesdrújulas que los niños no pueden desear ser sacerdotes, porque no saben lo que quieren, porque no piensan, porque... La lista de porqués era larga, definitiva. Sonreían los dogmatizantes entre ecos de «complejos», «frustraciones», «alienaciones» y muchas otras «malas palabras» de este tipo.
     Caía la tarde. Me dolía la cabeza y el alma. Pero aún tuve fuerzas suficientes para proponerles la lectura de un capitulo de un libro de un amigo mío, un libro de recuerdos de Juan Gomis.
     Caía la tarde. Leí los párrafos que figuran a continuación.
     Luego nos quedamos en silencio. El niño dormido que todos llevamos dentro les gritaba que aquello era verdad: «revelación de verdad recién cumplidos los nueve año».

J. S. V.

 

     ¿Ultimas jornadas de junio, primeros días de julio? El niño, evidente­mente, era por completo ignorante del mundo de los mayores. El niño estaba en su mundo de juegos, de curiosidad infantil, de raudas carreras en bicicleta adecuada a su altura, de expediciones apasionantes entre la maleza o hacia el río lejano que traía poca agua pero que era, para él, Amazonas caudaloso y salvaje. Un mundo feliz. El niño estaba de veraneo.
     ¿Ultimas jornadas de junio, primeros días de julio? Estaba el niño, en aquel atardecer, solo en el amplio patio de la casa de veraneo. Los pinos altos —entre cuyos espacios se situaban las porterías para jugar al fútbol con el padre y los hermanos— fundían sus copas con el cielo oscuro. En la casa, que por curiosa tarea del arquitecto parecía más grande desde fuera y era, por dentro, de reducido espacio habitable, empezaba el trajín familiar preparatorio de la cena. Un tranquilo atardecer de verano.
     El niño estaba solo en el patio o jardín; debía de haber vuelto más pronto a casa y después de guardar la bicicleta amarilla en el garaje se paseaba en la penumbra: ¿quién sabrá qué estaba pensando?

     De pronto, un ruido. La puerta metálica del exterior, siempre un poco rechi­nante, sonó con prudencia: alguien la entreabría de modo indeciso y expectante. Fue hacia allá el niño. A unos metros de ella vio disgregarse el grupo que estaba en el umbral, y en la penumbra dos niños se le acercaron despacio, inseguros: su madre les empujaba hacia él. Eran mendigos ambulantes, tal vez gitanos de los que solían acampar cien metros más abajo, en el bosquecillo de pinos donde a veces se daban sesiones nocturnas de cine —el olor a aceti­leno flotaba persistente entre los árboles—.
     La madre de los niños debió pensar que era más adecuado que a un niño le pidieran limosna los suyos, de la misma edad de aquel desconocido ocupante de la torre de veraneo. Eran un niño y una niña; se acercaban, los tres cami­nando por la estrecha franja de cemento que iba de la puerta exterior a la entrada de la casa.
     Nadie habló, pero el veraneante infantil comprendió al tenerlos cara a cara, y dio media vuelta veloz y corrió hacia la casa para pedir lo que sin palabras le pedían a él: ayuda. Debió gritar, porque su madre apareció en la terraza y le dio, sin dudarlo, unas monedas. Muchas le parecieron al niño, y las agradeció profundamente, pero para añadir su aportación personal metió, de vuelta rápida hacia los rapaces que le esperaban, la mano en el bolsillo y sacó su único tesoro dinerario: un poco de calderilla.
     No habló al darles las monedas a los niños, no hablaron ellos o tal vez murmuraron alguna palabra de gracias. Se fueron a reunirse con su madre. La puerta se cerró, rechinando, y la familia desapareció entre sombras, sendero abajo.
     El niño quedó solo otra vez en el patio de los pinos. Aquellos compañeros de su edad, desconocidos, de tez oscura y acaso sucia, de vestidos pobres, des­aparecieron para siempre de su vista, pero dentro le habían quedado sus imágenes.

     Anduvo el niño por el suelo de tierra, aquí y allá con restos de pinaza. Se sentó en el pozo cubierto, el pozo de baldosas azules y blancas. Se levantó después, y fue hacia el rectángulo de arena que amortiguaba las posibles caídas en los ejercicios y juegos con anillas y trapecio. Se sentó en la madera que cerraba el rectángulo y allí estuvo en la noche que se acercaba.
     El niño acababa de penetrar, bruscamente, en un mundo nuevo. En los ojos, contenidas, sin aparecer, tenía unas lágrimas. Había en el mundo dolor, injusticia, mal: unos niños como él eran pobres y pedían limosna. Eran como él: cara, brazos, manos, ilusiones, curiosidad, alegrías y temores. Como él, y sin embargo... Aquella escena, parecida a tópicas imágenes
librescas del niño rico y del niño pobre, había ocurrido allí, en aquel atardecer del verano
.
     Un niño puede sentir con hondura y descubrir la verdad confusa pero vivamente. El niño descubría el dolor y el mal del mundo, lo que más adelante llamaría desigualdad, raíz de conflictos y de guerras, injusticia debida a los humanos y remediable, y aun con más preciso y tal vez pedante lenguaje sobre causas, efectos y soluciones. Importaba poco que entonces pudiera formulárselo con escasa precisión de lenguaje; lo importante era la autenticidad del senti­miento y la profundidad de la impresión.

     Sentado en el rectángulo de madera, el niño aprendía en aquellos minutos más de lo que aprendió adelante en dilatados lapsos. Lo que aprendió fue esto: en el mundo había dolor e injusticia, sufrimiento ajeno, y dolor e injusticia estaban allí y le pedían algo a él, y él podía hacer algo.
     Ante él tenía el horizonte familiar del veraneo: el garaje delante, los troncos resinosos de los pinos, la maleza más allá, y más allá otras torres habitadas por amigos, y el torrente seco y la carretera invisible por la que pasaban los coches nocturnos con los faros encendidos. Descubría otro horizonte mientras la oscuridad crecía en el silencio circundante. Sentía asombro, y pena y protesta, y algo que el niño no sabía que en el lenguaje de los mayores se llamaba responsabilidad. Sin saberlo él, o sólo sabiéndolo confusamente, el niño tomaba decisiones para su propio mañana. Entre aquellos niños desconocidos, que se perdieron entre las sombras y que jamás volvería a ver, y él, habían quedado unos hilos.
     Un horizonte misterioso —con sufrimiento ajeno dentro— acababa de revelársele, y sentía que él tenía el deber de un papel propio. En el ánimo pueril, con la ingenuidad y confusión propia de los años —pero un niño puede sentir hondamente y acaso tener más decisión y fidelidad que un adulto—, se configuraba un futuro.
     Caía la noche y en la casa sonaron voces llamándole. El niño se levantó. ¿Cuánto rato había pasado? El niño se levantó. Era, en cierto modo, otro niño el que anduvo de regreso hacia la casa. Oía —y el hombre lo oye aún— el rechinar indeciso de la puerta, veía —y el hombre los ve aún— otros dos niños, dos semejantes acercándosele, compañeros, camaradas hermanos, por la franja de cemento.

     Han pasado treinta años, y el hombre no sabe si ha sido fiel al niño de aquel atardecer, ni puede desde luego pretender o presumir que lo haya sido de veras. Pero sabe que el niño está ahí, dentro, en alguna parte, y puede oír aún lo que en el silencio pensaba aquel anochecer. Y sabe que no se engañaba: revelación de verdad recién cumplidos los nueve años.

Juan Gomis


069 «Eso de la vocación de los críos pequeños es muy discutible y ya no se lleva». / ¿Por qué un niño no puede tener conciencia siete años después que Stravinski, de que Dios necesita de sus manos para seguir bendiciendo, de sus labios para seguir hablando, de su vida para seguir salvando a los hombres sus hermanos?- J.S.V.