SOMOS NECESARIOS TODAVÍA LOS SACERDOTES? volver al menú
 



     Le pregunté «Cómo ve usted al sacerdote. Qué espera de él», y me contestó. Seguí preguntándole por qué se había hecho sacerdote, y me contestó. Siempre con voz de profeta. Que lo era. Y seguí pidiéndole su colaboración para esta hoja vocacional. Nunca me dijo que no.
    
Han pasado muchos años y ahora cuando vuelvo a leer aquellos textos suyos sigue resonando en mí la voz profética de aquel valiente que terminaba las cartas diciendo: «Espero que le sirva, pero poco. Soy cobarde».

J.S.V.


¿SOMOS NECESARIOS TODAVÍA LOS SACERDOTES?

     Mirando hacia la derecha encontramos un nutrido coro de afirmaciones.
     Para unos, los curas siguen siendo necesarios por eso de las limosnas y de las recomendaciones. «Sabe usted, usted, se dejan engañar y además ¡tienen tantas amistades!».
     Para otros seguimos siendo necesarios, porque «¿quién sino ellos pueden bendecir nuestros hábitos y rosarios?, ¿quién sino ellos pueden bendecir y dar rango a la ceremonia en escuelas, dispensarios, naves y coches, edificios y carreteras, puentes y ferrocarriles?».
     Para unos terceros, en fin, los curas pintamos en la sociedad porque ofrecemos materia insustituible para bromas y chistes.

     Y mirando hacia la izquierda, ¡cómo no!, nos topamos con los consabidos de «¡maldita la falta que nos hacen!»
    A su vera surgen a continuación unos nuevos «anti», sutiles y fieles, que nos desactualizan por aquello de la desacralización. Según los tales, ni el sacerdote, ni el templo, ni el domingo van a decir va nada en lo sucesivo.
     Se trata de construir la ciudad perfectamente autónoma y secular, no opuesta, pero sí distinta de lo trascendente. El cura, el templo y el domingo son vestigios de una mentalidad superada, porque todos los hombres son hijos de Dios. Él habita en todas partes y no necesita que se le dedique algún día especial a su servicio.
     Esta operación desacralizadota, aseguran, incluye la retirada de los curas como tales curas.

     ¿Qué decir ahora los que, ante tantas defensas que nos brindan unos cuantos y tantos ataques que nos dedican otros, nos sentimos un tanto acomplejados?
     ¿Será verdad que por ello nos hemos quitado la sotana?
     ¿Será cierto que nuestra estampa de cuello y tirilla clerical va, viniendo a ser en la ciudad algo así como el coche de punto, nostalgias y nostalgias...?

     El Papa acaba de hablar. Precisamente ha arrancado de aquí y dice: «Cuanto más el mundo tiende a secularizarse y a perder el sentido de lo sagrado..., tanto mayor resulta la necesidad de una `presencia cualificada, especializada, consagrada en medio del mundo profano».

     Añadamos a sus palabras nuestro amen, pero algo más, nuestra personal reflexión. que apunta a comprender a todos y a buscarnos a nosotros un lugar, un puesto, una situación adecuada para los tiempos venideros. Lugar que, por supuesto, no deseamos sea aquél tan respetable del ayer.

     El sacerdote de mañana no deberá ser ya paternalista. ¿No dijo el Señor en su evangelio no llamásemos padre más que a aquel que está en los cielos?
     Ni tendrá por qué gozar sus influencias y sus importantes relaciones, no constituirá un estamento honorable y sabiondo con su peso decisivo en la macha de la sociedad.
     Más aún, y aquí ruego no se escandalicen los sensibles, el sacerdote del mañana no pondrá su acento en la representación de Dios. Somos todos los cristianos quienes misteriosamente llevamos, sobre la imagen común de todos los hombres hechos a su semejanza, la señal del bautismo misterioso. Y es tal esta dignidad que apenas se puede encima añadir nada.

    ¿Entonces cuál vendrá a ser socialmente nuestro distintivo y razón en la sociedad que apunta convulsivamente?
     La contestación está en los labios de los mejores de esta hora. Ya el Concilio nos lo recordó. El ministerio, es decir, el servicio.
     Los sacerdotes vocados por una gracia y dedicados libremente a Él vivirán por y para el servicio de sus hermanos, servicio, ante todo, sacramental y profético, servicio, por supuesto, extendido a todas las actitudes, que harán del ministro un verdadero pañuelo para una sociedad tan tecnificada, tan autónoma, que vivirá progresivamente sus angustias.
     Y esto sencilla y escuetamente por aquello de que el «Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir..., y los discípulos no pueden ser más que su Maestro».

     Por aquí apunta la nueva actualidad del sacerdocio, por aquí, por donde seguramente habíamos olvidado un tanto las anteriores palabras de Jesús.
    
El mundo veloz que se atraganta cada día va a necesitar humana v sacramentalmente mas y- más hombres totalmente entregados al servicio que llamaríamos doméstico, servicio de fe y de calidad.
     La figura del sacerdote del futuro la veo entonces de rodillas con la jofaina en las manos a los pies de esta humanidad convulsa.
     Si de esta forma presentamos al sacerdocio, de esta forma, bajo esta imagen, sospecho que las vocaciones a él no seguirán su marcha descendente. ¡Seremos todavía necesarios!, porque la sociedad de los hombres va a ser cada año más niña y más llorona, es decir, más necesitada de que algunos sepamos lavarla los pies.

PESCADORES DE HOMBRES

     ¿Quién se atreverá a pescar mañana? Será tal el respeto, tal la libertad, tal la dignidad de cualquier hombrecillo, muy masificado sí, pero al mismo tiempo tan defendida para que nadie le pesque... será tan difícil, tan absurdo pescar a la hora y cultura en que los hombres serán al fin dueños del fondo de los mares, tan difícil... ¿Pescar?, ¿echar la caña?, ¿echar las redes así de simple y esperando?, eso ¿acaso podemos imaginarlo compatible con el mundo humanista del mañana? Ya no más hombres pececillos. Ya no más paternalismo y explotación, ya no más tirar anzuelos y enganchar a nadie.

     Sin embargo, y por eso, el pobre sacerdote tendrá que vivir a contrapelo la estampa del Señor, y, sentado a la orilla, tendrá que intentar caso a caso (las redes estarán prohibidas), caso a caso decir a éste y al otro que el Maestro gustaba del arte de pescar, que paseaba a la orilla, que se sentaba a la popa, que regalaba colonias repletas de pescado a sus amigos.

     Uno a uno, caso a caso, palabra tras palabra. bendición tras bendición, llanto tras llanto... el pescador sentado a la orilla viendo pasar bien embarcadas muchedumbres de hombres, el progreso, la técnica, el avance, conquistas de espacios y de estrellas, victorias, más victorias... la historia cabalgando delante de ese pobre que, sentado en la orilla, arroja un anzuelo antiguo y sencillísimo...

     Pescadores de hombres, tranquilos pescadores que no viven al margen, pero saben parecerlo, porque su ritmo es otro y otra su esperanza, otra su labor, su técnica sencilla, de puro sencilla, semejando más a un juego que a un trabajo. Pescadores de hombres afanados, absortos, practicando fielmente la práctica absurda (? ) de la esperanza entera

     Otros calcularán, otros pondrán su empeño en interpretar números, estadísticas, relaciones, ciencias sociales, conocimientos que asombran. Y por supuesto, útiles, hermosos, aptos para el bien, pero... muy distintos, porque también más allá habrá otra esperanza, también el pescador dispondrá de otra técnica.

     Esperar a la gracia, esperar al milagro, esperar sin tristeza, esperar cuando todos, de tanto poseer, de tanto saber y ser exactos, dirán que el pescador es tonto de remate, a más de pretender, ¡nada menos!, que atraparle por incauto.

     Pescadores de hombres. Difícil menester. Todo se opondrá a esa labor de fe y de esperanza que consiste, sin más, entre silencios y rezos, en echar hacia el agua el cordel.

     ¿Pescadores posibles de unos hombres tan maduros, tan bien prefabricados, tan seguros de sí, tan aburridos, tan encajados en la máquina poderosa del progreso? Nada habrá más cómico. Sin embargo, a la pesca feroz que desde tierra los sabios, los poderosos más que nunca organizarán a base de industrias sutilísimas, ingeniosas, hipnotizantes, el pobre pescador opondrá su cañita...

José María de Llanos


062 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio.- PABLO VI