A TU ENCUENTRO, SEÑOR volver al menú
 



     En el estilo de las cosas de Dios, una de las categorías estéticas más frecuentes es la ley del contraste.
     La Luz brilla en las Tinieblas.
     Y en el humus de una sociedad amasada con cieno de pecado pueden tejer su raigambre cedros de santidad.

     Los cinco primeros capítulos del Libro de Isaías se clavan, como bisturí en carne podrida, en la conciencia pecadora de Judá, del «pueblo de Dios». Por aquella segunda mitad del siglo octavo antes de Cristo, era Judá llaga viva de inmoralidad pública, de injusticia social, de hipocresía religiosa. El profeta acusa, y sus frases son trallazos que marcan un surco lívido de vergüenza: «nación pecadora, pueblo cargado de crímenes, raza malvada, hijos desnaturalizados... Sus manos están llenas de sangre... han machacado el rostro de los pobres... han renegado del Santo de Israel... ¡Ay de los que el mal llaman bien y al bien mal; que de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz!...».


     El capítulo sexto cuenta la vocación de Isaías. En la Santa Biblia son de mano maestra todos aquellos relatos que se podrían titular «Historia de una vocación», como las de Abraham, Moisés, Samuel, David, Jeremías, Saulo y muchas más. Pero la de Isaías es cumbre entre las supremas páginas de autobiografía mística. «Vocación» es algo así como la visita solemne de la Voluntad de Dios al santuario íntimo de la voluntad de sus predilectos. La de Isaías —joven entonces de unos veinticinco años—, sin esperar que llegase, le salió al encuentro y se le unió en abrazo de generosidad.

     Oraba en el templo de Dios, con presencia corporal o sólo mística: no lo sabemos. Contempló la teofanía apocalíptica de su majestad y oyó un coro de serafines —ángeles en llama— que proclamaban el mensaje eterno de su trascendencia: «¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos: toda la tierra está llena de su Gloria!».

     En todos los pueblos dotados de cultura espiritual, la mente humana ha buscado con afán una palabra-cifra que pueda, por aproximación al menos, balbucear el misterio de los misterios que es el Ser íntimo de Dios. Inteligencias seráficas se la revelan a Isaías: Dios es el tres veces Santo. Dios es la Santidad. Desde entonces, el nombre divino predilecto para sus labios será: «el Santo de Israel».

     Testigo por contacto de la Santidad, el joven Isaías sintió, como escalofrío de caída al abismo, la responsabilidad de pertenecer a un pueblo pecador. Sobre el altar ardiente florecían ascuas santificadoras; un serafín tomó una de ellas y la pasó por los labios del profeta, que se sintió purificado.
     Y llegó el momento decisivo del éxtasis. Dios deliberaba consigo mismo «¿a quién enviaré?, ¿quién será Nuestro mensajero?...».

     [Perspectiva abrumadora. Ser mensajero de la Santidad ante el Pecado. Para quien ha tenido cierta percepción experimental de ambos opuestos infinitos, la angustia es sofocante. Ser ascua del altar de Dios y pasar, toda la vida —odiado, maldecido—, por manos y labios de impuros. Heroísmo. Martirio. Purgatorio anticipado en carne sensible.
     Dios, que puede mandar, esta vez no manda ni pide. Diríase preocupado. Diríase (perdón, que hablamos a lo humano) que no se atreve a llamar... Espera].

     Y en el corazón del joven hebreo, el sentido de cuyo nombre (Yahweh-es-Salvación) sabe a «Jesús», florece en llama el rosal sin cuya fragancia no es digno de Dios el jardín de la juventud y tiene por nombre generosidad: «¡Aquí estoy (hinnení!): envíame a mí!».
     Lo que resta del capítulo sexto describe la misión del profeta en su tragedia y en su gloria. Después Isaías fue el mensajero de Dios, consiliario de reyes, voz de la conciencia nacional, héroe, mártir y santo.
     Nadie ha venerado su sepulcro. No interesa. Viven sus palabras, y vivirán mientras haya juventud de espíritu para encender en esperanza de Salvación con amor de Santidad.

     Al capítulo sexto de Isaías, Dios no le ha puesto punto final. Cuantos tengan en su pecho rosales de generosidad por florecer, recuerden la gran lección:
     No es preciso esperar que Dios hable en imperativo («¡Ven, sígueme!»). Sabe hacerlo, y puede salir al cruce de cualquier camino: de Cafarnaúm, de Betania o de Damasco. Pero sabe también mantener ante las almas otra actitud: esperar la flor espontánea de su ofrecimiento, y aceptarla.
     Para ser apóstol de la Santidad en el mundo, basta que puedas y quieras, para decirle, tú también, a Dios: aquí estoy: envíame a mí.

Isidro Gomá

034 Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo, que quiere corazones valientes y decididos. Vale la pena consagrarse al hombre por Cristo, para llevarle a Él, para elevarlo, para ayudarle en el camino hacia la eternidad. Vale la pena hacer una opción por un ideal que os procurará grandes alegrías. Vale la pena vivir por el Reino el celibato sacerdotal, vivirlo responsablemente, aunque os exija no pocos sacrificios. El Señor no abandona a los suyos. — JUAN PABLO II