EL PADRE DE LOS HIJOS DEL TRUENO volver al menú
 


 
     
      Francisco Serra preguntó a la familia Corts Grau:

     —¿En su familia, se hace algo por las vocaciones?
     —Sin presiones, creemos que nuestros hijos han tenido todos ellos clara conciencia de que acogeríamos y cuidaríamos su vocación con alegría. En cuanto a hablarles, seguramente de esto le hemos hablado a Dios más que a ellos.
     —¿Cómo vería que uno de sus hijos le presentara la cuestión de la vocación?
     —Ya queda dicho: con profunda alegría y gratitud. Una alegría contenida, pero tampoco disimulada. Sin confundir el cuidado de la vocación con el tratamiento psiquiátrico. Sin enmendarle a Dios la plana con nuestros planes. Y muy atentos: porque nuestros deberes respecto a los hijos siguen ahí, obligándonos gravemente, y cada día más inquietantes. Procuraríamos, entre otras cosas, ayudarle a vivir en el mundo sin ser del mundo. Si esto se le pide al cristiano, no parece un despropósito pedírselo al sacerdote, ni a quien se prepara para serlo.

     Esto mismo, con enorme sabor bíblico, se trasluce en este texto Mons. Isidro Gomá.


     Su nombre, «Zebedeo»; algo así como «don de Dios».
     Su patria, la ribera del pequeño «mar» de Galilea. Seguramente Betsaida.
     Su esposa, María Salomé. Sus hijos: el mayor «Jacobo» (Jacob) y el menor Juan.
     Su oficio, pescador. Tenía una barca, por lo menos, en propiedad. Tenía «jornaleros» a su servicio. Trabajaba formando sociedad comercial con la familia de otro pescador de Betsaida, llamado Jonás o Juan, cuyos hijos eran Andrés y Simón.

     No sabemos nada más de Zebedeo. Pero sabemos que podía ser feliz. Su esposa era una santa. Sus hijos eran un dechado de piedad israelita; en los ojos del pequeño Juan se había condensado, como en dos turquesas, todo el azul purísimo del cielo. Su negocio era un buen negocio; el pequeño lago de Genesaret era y es un riquísimo vivero natural que ofrecía inagotables redadas de peces a los pescadores. Lo de menos era la venta directa; industrias de salazón preparaban el pescado para ser exportado a cualquier rincón del mundo de entonces. Zebedeo pertenecía a la categoría que llamamos hoy «patronos», aunque esta terminología no encaja en la situación social de aquel tiempo en Palestina. Los pescadores se «asociaban» entre sí; la familia Zebedeo trabajaba en colaboración con la familia de Jonás. Su posición económica superaba en mucho la del pobre artesano lugareño, José de Nazaret.

     Un día entró en casa del pescador una sutil y santa enfermedad, contagiosa e incurable, que los cristianos hemos dado en llamar «vocación» y entonces llamaban «elección».
     Juan, y seguramente también Jacobo, marcharon lejos, donde el Jordán entra en agonía cerca del Mar Muerto. Se hicieron discípulos de un gran profeta, llamado también Juan, por sobrenombre «el bautizador». La escuela era dura: mucha oración y mucha penitencia. Buen programa para pescadores de Galilea, habituados al diálogo sin palabras con el infinito, que se respira en sus noches de paz, y a los rigores del sol, el viento o la tempestad en los arrebatos enloquecidos de su clima absurdo.
     Se trataba solamente de una aventura espiritual de temporada. Pero el negocio de Zebedeo estaba en peligro...

     
La enfermedad se complicó. Había entrado, de la mano del Bautizador, otro profeta en la atmósfera religiosa de Israel: Jesús, el indescifrable rabí de Nazaret. Juan, hijo de Zebedeo, fue el «elegido» número uno. Jacobo siguió muy pronto. Le acompañaron en varias aventuras apostólicas. Eran «ensayos»; no preveían cómo acabaría aquello. Acabó con un imperativo bordado de poesía. «Venid en pos de mí; os haré pescadores de hombres». Y ellos, inmediatamente, sin concluir la recompostura de sus redes rasgadas, «dejando a su padre Zebedeo en la nave con los jornaleros, se fueron tras Él».

      Zebedeo quedó solo, con su nave y sus empleados. ¡Oh heroica soledad de los padres de «elegidos», no cantada por ningún poeta! Se ha aureolado con mil destellos de reconocimiento el sacrificio de la madre de un apóstol, de un misionero, de una religiosa, de un sacerdote. Sea enhorabuena, que nunca se bendecirá bastante. ¡Pero acordaos del padre! De ese corazón austero, cuya exquisita sensibilidad no sabe ni puede manifestarse al exterior — citarista sin cítara— y ha de consumirse en un holocausto de silencio mal comprendido. ¡Cuánto mal hacen los autores de tantas historias infantiles donde el «padre» juega el papel de «malo», del enemigo de una vocación y aun de la simple formación cristiana de los hijos! Como si las columnas de la fe de un pueblo y el nervio de todo apostolado eficaz no fueran precisamente, y más que nadie, los padres de familia. Aquellos en quienes el Padre que está en los cielos ha delegado, dentro del pequeño templo de cada hogar, la representación de su autoridad, de su providencia y de su amor.

      La primera generación cristiana fue justa con el heroico padre, inmortalizando su nombre. Los dos hijos —la base del famoso triángulo de «amigos del Señor», Pedro, Santiago y Juan— pasaron a llamarse «los hijos de Zebedeo».
      Hasta Salomé resultó ser nada más que «la madre de los hijos de Zebedeo». Por cierto que también ella fue víctima del contagio; con otras mujeres galileas formó parte del grupo de «auxiliares» que seguían a Jesús y a los Apóstoles en sus misiones, resolviendo muchos pequeños problemas de «organización», y entre ellos el no menor: el económico. O sea que Zebedeo había entregado al servicio del Señor sus hijos, su esposa y, a través de ella, parte, por lo menos, de sus bienes. Sin otra compensación que la gloria de ser el padre de aquellos a quienes por las travesuras apostólicas de sus primeros fervores Jesús llamó cariñosamente Boanergues (más probablemente, Banergués): los «hijos del trueno», hebraísmo que se podría resolver en el adjetivo «fulmíneos» o «fulminantes».

      Los desvaríos de la leyenda se cebaron también en Zebedeo. Le hicieron uno de los setenta y dos discípulos. Padre, nada menos, que de las esposas de San Pedro y San Andrés. Peregrino a Roma con San Pedro, apóstol de Inglaterra, obispo allí y mártir el año segundo de Nerón.
      Desvaríos, repetimos. Bastaba a Zebedeo la realidad de la gloria inmensa de haber sido, en la historia del cristianismo, el portaestandarte de la inacabada procesión del silencio de los heroicos padres de apóstoles, de misioneros, de religiosos, de sacerdotes. Para ellos la poesía y los homenajes serán eternos. Pero sólo en el cielo.

Isidro Gomá


030 Los sacerdotes no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas y con la boca llena de bendiciones. Los sacerdotes nacen en una familia. Es en su familia donde han aprendido a decir «padre», «madre», «hermano». Al principio, con sólo minúsculas. Luego, sólo luego, con mayúsculas: «Padre» (que estás en el cielo), «Madre» (de Jesús y nuestra), «Hermanos» (todos los hijos de Dios). ¡Es tan fácil comprender el amor de Dios cuando nuestros padres se han amado, cuando nuestros padres nos han amado!.- Jorge Sans Vila