YO LE ENVIDIO volver al menú
 


     —Ande, padre, cuéntenos una historia.
     —Cada uno a su puesto, ¡vamos!

     Silencio. Cruzan los brazos. Rezamos un avemaría. Se sientan.

     En el colegio tenemos tres veces a la semana —lunes, miércoles, viernes— media hora de formación. Un profesor al frente de cada clase se encarga todo el curso de esa media hora en la que al margen de las asignaturas oficiales se estudia una asignatura más importante: la vida cristiana.

     —Una historia, padre, que hace días no cuenta ninguna.
     —Una historia, pero sin sermón, ¿eh, padre?
     —Una de tiros, mejor.

     Son terribles los críos de hoy. El otro día me encontré a uno enredando en la escalera y antes de que le dijese nada se volvió y me dijo: «Qué malo soy, ¿no?».

     —Bueno, voy a contaros una historia de verdad.
     —¡Viva!
     —Es usted un santo, padre.
     —Cuando estuve de viaje por ahí...
     —¿El de América, padre?
     —¡Cállate, hombre!
     —¡Que se calle, padre!
     —¡Callaros, jobar!
     — ... fui a parar un día a un seminario...
     —Usted va siempre a los seminarios, ¿verdad?
     —Sí, hombre, es donde mejor se está.
     — Ah, pues yo tengo un primo en el seminario.
     —... hacía un calor de miedo. Los seminaristas estaban de vacaciones. Y en el seminario se encontraban reunidos unos cincuenta muchachos y muchachas, estudiantes de los últimos cursos de bachillerato...
     —¿Pero las chicas no pueden ser curas, no?
     —... estaban en el seminario para un cursillo de orientación social...
     —¿Y qué es esto?
     —Es estudiar lo que dicen los Papas y ver si uno puede pasarse la vida tranquilamente tomando coca-cola y tostándose en la playa.
     (Una definición bastante casera de orientación social, claro).
     —... cuando yo llegué, casi el cursillo estaba a las últimas. Asistí a la reunión de la tarde. Se levantaba primero uno, luego otro, e iban dando su opinión del cursillo, explicando después lo que pensaban hacer. Hacía un calor pegajoso.

     —¿Y usted iba con sotana?
     —Iba en mangas de camisa.
     —¡Ala!, ¡qué bueno! ¿Y sabían que era cura?
     —Todos.
     —¿Cómo lo notaban? ¿Por la cara?
     —Siga la historia, padre. ¡Que se calle ése!
     Les expliqué la velada aquella. Cómo habían comprendido aquellos muchachos y muchachas que su patria necesitaba de ellos, cómo querían esforzarse por hacerla mejor.

     Llevábamos más de dos horas reunidos. De un rincón se adelantó un muchacho pequeño, normal.
     —Yo creo que todo esto que habéis dicho es muy importante.
     Hablaba despacio. Penosamente.
     —He pensado mucho estos días y creo que...
     Se paró en seco, como si tuviera un nudo en la garganta que le ahogase.
     —... que aunque yo no he sido bueno hasta ahora, muchos de vosotros lo sabéis...
     Hablaba mal, pero se veía una sinceridad tan desencarnada en su rostro, en sus brazos caídos, que hasta los silencios eran sorbidos gota a gota.
     —... y aunque yo no quería... no quería ver ni oír... quería seguir como hasta ahora... pero ya no puedo más. Tengo que ser sacerdote.
     Y se sentó.
     Hubo un silencio de estupor, de incredulidad. Nadie reaccionaba. De repente, estalló un aplauso cerrado.
     El muchacho no oía. Con las manos apretaba su frente. Hundido. Perdido en un rincón. Como si después de una noche tormentosa, al tocar tierra, hubiese caído exánime en la orilla.

     Seguían los aplausos.
     El director impuso silencio. Hacía falta un cambio. Y nos mandó a cenar.
     Durante la cena, una cena democrática, me tocó junto a una muchacha de color.
     —Y usted, ¿qué piensa del muchacho?
     Abrió los ojos —unos ojos negros, como su piel, grandes—, me miró despacio.
     —No hay más remedio. No se puede decir que «no» a Dios.
     Golpeó con el cuchillo un trozo de pan suavemente un rato.
     —Claro que él Le ha oído. Lo triste es no saber. Él ha de ser feliz. Yo le envidio.


     A pesar de explicarles todo esto con un lenguaje adaptado a sus doce años vi que la historia tenía poco dinamismo para ellos. Una «de tiros» hubiera estado mejor.
     Yo, en cambio, volví a revivir la velada aquella, y lamenté una vez más mi silencio. Me pasa con frecuencia. Esos silencios míos que tanto me humillan. Mi interlocutor espera una palabra sacerdotal. Lo sé. Y yo me callo. Bien quisiera pronunciar la palabra oportuna, la palabra orientadora. Quisiera, pero siempre me da miedo mezclar palabras humanas con el silencio sonoro de Dios.
     Ahora, han pasado ya muchos meses, veo claro que la muchacha de color, la de los ojos negros como su piel, no tenía por qué tener envidia.
     Se ha difundido erróneamente en nuestro pueblo cristiano la opinión de que la llamada de Dios directa, irresistible, manifiesta, es la mejor vocación, la de las «almas superiores». No es verdad.
     Humanamente hablando —y Dios se vale de nuestra humanidad en su economía sobrenatural— es mucho más fino, más «digno», poder decirle «no», no acabar de saber claramente, con seguridad absoluta, lo que Él espera, y, sin embargo, lanzarse a sus brazos, fiarse de Él. Supone un gran acto de amor.

     ¡Me gustaría tanto que este boletín llegase al otro lado del Océano y viniese a parar a manos de la muchacha de los grandes ojos negros!
     Aunque también es posible que ella, a estas horas, ya no esté triste, ya sepa, ya sea feliz. «Porque hay un Padre que se preocupa de que hallemos nuestro camino».

Jorge Sans Vila


028 La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. — PABLO VI