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EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
POSTSINODAL
PASTORES DABO VOBIS
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES
EN LA SITUACIÓN ACTUAL
INTRODUCCIÓN
1. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15)
Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete
a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen
y lo guíen: «Pondré al frente de ellas (o
sea, de mis ovejas). pastores que las apacienten, y nunca más
estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4).
La Iglesia, pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento
de este anuncio profético y, con alegría, da continuamente
gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento
vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios: «Yo
soy el buen pastor» (Jn 10, 11). . él, «el
gran pastor de las ovejas» (Heb 13, 20), encomienda a
los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar
la grey de Dios (cf. Jn 21, 15s; 1 Pe 5, 2).
Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir
aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro
mismo de su existencia y de su misión en la historia,
esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt
28, 19). y «Haced esto en conmemoración mía»
(Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de anunciar
el evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su
cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo.
Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar.
Precisamente esta promesa es la razón y fuerza que infunde
alegría a la Iglesia ante el florecimiento y aumento
de las vocaciones sacerdotales, que hoy se da en algunas partes
del mundo; y representa también el fundamento y estímulo
para un acto de fe más grande y de esperanza más
viva, ante la grave escasez de sacerdotes que afecta a otras
partes del mundo.
Todos estamos llamados a compartir la confianza en el cumplimiento
ininterrumpido de la promesa de Dios, que los padres sinodales
han querido testimoniar de un modo claro y decidido: «El
Sínodo, con plena confianza en la promesa de Cristo,
que ha dicho: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo' (Mt 28, 20), y consciente
de la acción constante del Espíritu santo en la
Iglesia, cree firmemente que nunca faltarán del todo
los ministros sagrados en la Iglesia... Aunque en algunas regiones
haya escasez de clero, sin embargo la acción del Padre,
que suscita las vocaciones, nunca cesará en la Iglesia» (1).
Como he dicho en la clausura del Sínodo, ante la crisis
de las vocaciones sacerdotales, «la primera respuesta
que la Iglesia da, consiste en un acto de confianza total en
el Espíritu santo. Estamos profundamente convencidos
de que esta entrega confiada no será defraudada, si,
por nuestra parte, nos mantenemos fieles a la gracia recibida» (2).
2. ¡Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto,
el don de Dios no anula la libertad del hombre, sino que la
promueve, la desarrolla y la exige.
Por esto, la confianza total en la incondicional fidelidad de
Dios a su promesa va unida en la Iglesia a la grave responsabilidad
de cooperar con la acción de Dios que llama y, a la vez,
contribuir a crear y mantener las condiciones en las cuales
la buena semilla, sembrada por Dios, pueda echar raíces
y dar frutos abundantes. La Iglesia no puede dejar jamás
de rogar al dueño de la mies que envíe obreros
a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a las nuevas generaciones
una nítida y valiente propuesta vocacional, ayudándoles
a discernir la verdad de la llamada de Dios para que respondan
a ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado
especial a la formación de los candidatos al presbiterado.
En realidad, la formación de los futuros sacerdotes,
tanto diocesanos como religiosos, y la atención asidua,
llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificación
personal en el ministerio y mediante la actualización
constante de su dedicación pastoral lo considera la Iglesia
como una de las tareas de máxima importancia para el
futuro de la evangelización de la humanidad.
Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo
la acción de Cristo, que el evangelista Marcos indica
con estas palabras: «Subió al monte y llamó
a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó
Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a
predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15).
Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad
y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su
historia esta página del evangelio, mediante la labor
formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los
sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir
con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles,
ya que se siente apremiada por las profundas y rápidas
transformaciones de la sociedad y de las culturas de nuestro
tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de
contextos en los que anuncia y da testimonio del evangelio;
también por el favorable aumento de las vocaciones sacerdotales
en diversas diócesis del mundo; por la urgencia de una
nueva verificación de los contenidos y métodos
de la formación sacerdotal; por la preocupación
de los obispos y de sus comunidades a causa de la persistente
escasez de clero; y por la absoluta necesidad de que la nueva
evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros «nuevos
evangelizadores».
Precisamente en este contexto histórico y cultural se
ha situado la última asamblea general ordinaria del Sínodo
de los obispos, dedicada a «la formación de los
sacerdotes en la situación actual», con la intención,
después de veinticinco años de la clausura del
Concilio, de poner en práctica la doctrina conciliar
sobre este tema y hacerla más actual e incisiva en las
circunstancias actuales» (3).
3. En línea con el concilio Vaticano II acerca del Orden
de los presbíteros y su formación,(4). y deseando
aplicar concretamente a las diversas situaciones esa rica y
probada doctrina, la Iglesia ha afrontado en muchas ocasiones
los problemas de la vida, ministerio y formación de los
sacerdotes.
Las ocasiones más solemnes han sido los Sínodos
de los obispos. Ya en la primera Asamblea general, celebrada
en octubre de 1967, el Sínodo dedicó cinco
generales al tema de la renovación de los seminarios.
Este trabajo dio un impulso decisivo a la elaboración
del documento de la Congregación para la Educación
Católica titulado «Normas fundamentales para la
formación sacerdotal» (5).
La segunda asamblea general ordinaria de 1971 dedicó
la mitad de sus trabajos al sacerdocio ministerial. Los frutos
de este largo estudio sinodal, recogidos y condensados en algunas
«recomendaciones», sometidas a mi predecesor el
Papa Pablo VI y leídas en la apertura del Sínodo
de 1974, se referían principalmente a la doctrina sobre
el sacerdocio ministerial y a algunos aspectos de la espiritualidad
y del ministerio sacerdotal.
También en otras muchas ocasiones el Magisterio de la
Iglesia ha seguido manifestando su solicitud por la vida y el
ministerio de los sacerdotes. Se puede decir que en los años
posconciliares no ha habido ninguna intervención magisterial
que, en alguna medida, no se haya referido, de modo explícito
o implícito, al significado de la presencia de los sacerdotes
en la comunidad, a su misión y su necesidad en la Iglesia
y para la vida del mundo.
En estos últimos años y desde varias partes se
ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio,
afrontándolo desde un punto de vista relativamente nuevo
y más adecuado a las presentes circunstancias eclesiales
y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en
el problema de la identidad del sacerdote cuanto en problemas
relacionados con el itinerario formativo para el sacerdocio
y con el estilo de vida de los sacerdotes. En realidad, las
nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial
presentan características bastante distintas respecto
a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que
en muchos aspectos es nuevo y que está en continua y
rápida evolución. Todo esto debe ser tenido en
cuenta en la programación y realización de los
planes de formación para el sacerdocio ministerial.
Además, los sacerdotes que están ya en el ejercicio
de su ministerio, parece que hoy sufren una excesiva dispersión
en las crecientes actividades pastorales y, frente a la problemática
de la sociedad y de la cultura contemporánea, se sienten
impulsados a replantearse su estilo de vida y las prioridades
de los trabajos pastorales, a la vez que notan, cada vez más,
la necesidad de una formación permanente.
Por ello, la atención y las reflexiones del Sínodo
de los obispos de 1990 se ha centrado en el aumento de las vocaciones
para el presbiterado; en la formación básica para
que los candidatos conozcan y sigan a Jesús, preparándose
a celebrar y vivir el sacramento del Orden que los configura
con Cristo, Cabeza y pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia;
en el estudio específico de los programas de formación
permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz,
el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes.
El mismo Sínodo quería responder también
a una petición hecha por el Sínodo anterior, que
trató sobre la vocación y misión de los
laicos en la Iglesia y en el mundo. Los mismos laicos habían
pedido la dedicación de los sacerdotes a su formación,
para ser ayudados oportunamente en el cumplimiento de su común
misión eclesial. Y en realidad, «cuanto más
se desarrolla el apostolado de los laicos, tanto más
fuertemente se percibe la necesidad de contar con sacerdotes
bien formados, sacerdotes santos. De esta manera, la vida misma
del pueblo de Dios pone de manifiesto la enseñanza del
concilio Vaticano II sobre la relación entre sacerdocio
común y sacerdocio ministerial o jerárquico, pues
en el misterio de la Iglesia la jerarquía tiene un carácter
ministerial (cf. Lumen gentium, 10). Cuanto más se profundiza
el sentido de la vocación propia de los laicos, más
se evidencia lo que es propio del sacerdocio» (6).
4. En la experiencia eclesial típica del Sínodo,
aquella «singular experiencia de comunión episcopal
en la universalidad, que refuerza el sentido de la Iglesia universal,
la responsabilidad de los obispos en relación con la
Iglesia universal y su misión, en comunión afectiva
y efectiva en torno a Pedro» (7), se ha dejado oír
claramente la voz de las diversas Iglesias particulares, y en
este Sínodo, por vez primera, la de algunas Iglesias
del Este. Las Iglesias han proclamado su fe en el cumplimiento
de la promesa de Dios: «Os daré pastores según
mi corazón» (Jer 3, 15), y han renovado su compromiso
pastoral por la atención a las vocaciones y por la formación
de los sacerdotes, con el convencimiento de que de ello depende
el futuro de la Iglesia, su desarrollo y su misión universal
de salvación.
Considerando ahora el rico patrimonio de las reflexiones, orientaciones
e indicaciones que han preparado y acompañado los trabajos
de los padres sinodales, uno a la de ellos mi voz de obispo
de Roma y sucesor de Pedro, con esta Exhortación apostólica
postsinodal; y la dirijo al corazón de todos los fieles
y de cada uno de ellos, en particular al corazón de los
sacerdotes y de cuantos están dedicados al delicado ministerio
de su formación. Con esta Exhortación apostólica
deseo salir al encuentro y unirme a todos y cada uno de los
sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos.
Con la voz y el corazón de los padres sinodales hago
mías las palabras y los sentimientos del «Mensaje
final del Sínodo al pueblo de Dios»: «Con
ánimo agradecido y lleno de admiración nos dirigimos
a vosotros, que sois nuestros primeros cooperadores en el servicio
apostólico. Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente
necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del
ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario
con los fieles. Vosotros sois los ministros de la eucaristía,
los dispensadores de la misericordia divina en el Sacramento
de la Penitencia, los consoladores de las almas, los guías
de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida».
«Os saludamos con todo el corazón, os expresamos
nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino
con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento.
Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios».
«El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a
nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros
actuamos por mandato de Cristo» (8).
NOTAS:
1. Proposición 2.
2. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990) 5: L'Osservatore
Romano,edición en lengua española, 2 de noviembre
de 1990, pág. 11
3. Cf. Proposición 1.
4. Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 28; Decreto
sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam
totius.
5. Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970) :
AAS 62 (1970). , 321-384.
6. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990) 3: l.c.
7. Ibid., 1: l.c.
8. Mensaje de los padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre
1990) III: L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
2 de noviembre de 1990, pág. 12.
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