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EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
POSTSINODAL
PASTORES GREGIS
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
SOBRE EL OBISPO SERVIDOR
DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1. Los pastores de
la grey son conscientes de que, en el cumplimiento de su ministerio
de obispos, cuentan con una gracia divina especial. En el Pontifical
Romano, durante la solemne oración de ordenación,
el obispo ordenante principal, después de invocar la
efusión del Espíritu que gobierna y guía,
repite las palabras del antiguo texto de la Tradición
apostólica: «Padre santo, tú que conoces los corazones, concede
a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que
sea un buen pastor de tu santa grey» (1). Sigue cumpliéndose
así la voluntad del Señor Jesús, el pastor
eterno, que envió a los Apóstoles como él
fue enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y ha querido que sus
sucesores, es decir los obispos, fueran los pastores de su Iglesia
hasta el fin de los siglos (2).
La imagen del Buen pastor, tan apreciada ya por la iconografía
cristiana primitiva, estuvo muy presente en los obispos venidos
de todo el mundo, los cuales se reunieron del 30 de septiembre
al 27 de octubre de 2001 para la X asamblea general ordinaria
del Sínodo de los obispos. Cerca de la tumba del apóstol
Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del obispo,
servidor del evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. Todos estuvieron de acuerdo en que la figura de Jesús,
el Buen pastor, es una imagen privilegiada en la cual hay que
inspirarse continuamente. En efecto, nadie puede considerarse
un pastor digno de este nombre «nisi
per caritatem efficiatur unum cum Christo» (3). Ésta es la razón fundamental por la
que «la figura ideal del obispo con la que la Iglesia
sigue contando es la del pastor que, configurado con Cristo
en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia
que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón
la solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Cor 11,
28)» (4).
X Asamblea del Sínodo
de los obispos
2. Agradecemos,
pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar
una vez más una Asamblea del Sínodo de los obispos
y tener en ella una profunda experiencia de ser
Iglesia. A la X Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los obispos, que tuvo
lugar cuando estaba aún vivo el clima del Gran Jubileo
del año dos mil, al comienzo del tercer milenio cristiano,
se llegó después de una larga serie de asambleas;
unas especiales, con la perspectiva común de la evangelización
en los diferentes continentes: África, América,
Asia, Oceanía y Europa; y otras ordinarias, las más
recientes, dedicadas a reflexionar sobre la gran riqueza que
suponen para la Iglesia las diversas vocaciones suscitadas por
el Espíritu en el pueblo de Dios. En esta perspectiva,
la atención prestada al ministerio propio de los obispos
ha completado el cuadro de esa eclesiología de comunión
y misión que es necesario tener siempre presente.
A este respeto, los trabajos sinodales hicieron constantemente
referencia a la doctrina del concilio Vaticano II sobre el episcopado
y el ministerio de los obispos, especialmente en el capítulo
tercero de la Constitución dogmática sobre la
Iglesia Lumen
gentium y en el Decreto sobre el ministerio pastoral de
los obispos Christus
Dominus. De esta preclara doctrina, que resume y desarrolla
los elementos teológicos y jurídicos tradicionales,
mi predecesor de venerada memoria Pablo VI pudo afirmar justamente:
«Nos parece que la autoridad episcopal sale del Concilio
reafirmada en su institución divina, confirmada en su
función insustituible, revalorizada en su potestad pastoral
de magisterio, santificación y gobierno, dignificada
en su prolongación a la Iglesia universal mediante la
comunión colegial, precisada en su propio lugar jerárquico,
reconfortada por la corresponsabilidad fraterna con los otros
obispos respecto a las necesidades universales y particulares
de la Iglesia, y más asociada, en espíritu de
unión subordinada y colaboración solidaria, a
la cabeza de la Iglesia, centro constitutivo del Colegio episcopal» (5).
Al mismo tiempo, según lo establecido por el tema señalado,
los padres sinodales examinaron de nuevo el propio ministerio
a la luz de la esperanza teologal. Este cometido se consideró
en seguida especialmente apropiado para la misión del
pastor, que en la Iglesia es ante todo portador del testimonio
pascual y escatológico.
Una esperanza fundada
en Cristo
3. En efecto, cada
obispo tiene el cometido de anunciar al mundo la esperanza,
partiendo de la predicación del evangelio de Jesucristo:
la esperanza «no solamente en lo que se refiere a las
realidades penúltimas sino también, y sobre todo,
la esperanza escatológica, la que espera la riqueza de
la gloria de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás
ha entrado en el corazón del hombre (cf. 1 Cor 2, 9) y
en modo alguno es comparable a los sufrimientos del tiempo presente
(cf. Rom 8, 18)».(6) La perspectiva de la esperanza teologal,
junto con la de la fe y la caridad, ha de moldear por completo
el ministerio pastoral del obispo. A él corresponde, en particular, la tarea de ser profeta,
testigo y servidor de la esperanza.
Tiene el deber de infundir confianza y proclamar ante todos
las razones de la esperanza cristiana (cf. 1 Pe 3, 15). El obispo
es profeta, testigo y servidor de dicha esperanza sobre todo
donde más fuerte es la presión de una cultura
inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia.
Donde falta la esperanza, la fe misma es cuestionada. Incluso
el amor se debilita cuando la esperanza se apaga. Ésta,
en efecto, es un valioso sustento para la fe y un incentivo
eficaz para la caridad, especialmente en tiempos de creciente
incredulidad e indiferencia. La esperanza toma su fuerza de
la certeza de la voluntad salvadora universal de Dios (cf. 1
Tim 2, 3) y de la presencia constante del Señor Jesús,
el Emmanuel, siempre con nosotros hasta al final del mundo (cf.
Mt 28, 20).
Sólo con la luz y el consuelo que provienen del evangelio
consigue un obispo mantener viva la propia esperanza (cf. Rom
15, 4) y alimentarla en quienes han sido confiados a sus cuidados
de pastor. Por tanto, ha de imitar a la Virgen María,
Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor
se cumplirían (cf. Lc 1, 45). Basándose en la
palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la esperanza,
que es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf.
Heb 6, 18-20), el obispo es en su Iglesia como centinela atento,
profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo,
«esperanza de la gloria». (cf. Col 1, 27), gracias
al cual «no habrá ya muerte ni habrá llanto,
ni gritos ni fatigas»(Ap 21, 4).
La Esperanza, cuando
fracasan las esperanzas
4. Todos recordarán
que las sesiones del Sínodo de los obispos se desarrollaron
durante días muy dramáticos. En los padres sinodales
estaba aún muy vivo el eco de los terribles acontecimientos
del 11 de septiembre de 2001, que causaron innumerables víctimas
inocentes e hicieron surgir en el mundo graves e inusitadas
situaciones de incertidumbre y de temor por la civilización
humana misma y la pacífica convivencia entre las naciones.
Se perfilaban nuevos horizontes de guerra y muerte que, sumándose
a las situaciones de conflicto ya existentes, manifestaban en
toda su urgencia la necesidad de invocar al Príncipe
de la Paz para que los corazones de los hombres volvieran a
estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad
y la paz (7).
Junto con la plegaria, la Asamblea sinodal hizo oír su
voz para condenar toda forma de violencia e indicar en el pecado
del hombre sus últimas raíces. Ante el fracaso
de las esperanzas humanas que, basándose en ideologías
materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir
todo en términos de eficiencia y relaciones de fuerza
o de mercado, los padres sinodales reafirmaron la convicción
de que sólo la luz del Resucitado y el impulso del Espíritu
santo ayudan al hombre a poner sus propias expectativas en la
esperanza que no defrauda. Por eso proclamaron: «no podemos
dejarnos intimidar por las diversas formas de negación
del Dios vivo que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan
minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo
confesamos en el gozo del Espíritu: Cristo ha resucitado
verdaderamente. En su humanidad glorificada ha abierto el horizonte
de la vida eterna para todos los hombres que aceptan convertirse» (8).
La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de
hacer cada día más firme la esperanza de un obispo,
llevándole a confiar en que la bondad misericordiosa
de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación
y de ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le
anima a discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio,
los signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos
y mortales. La esperanza le anima también a transformar
incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo
la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza
en Jesús, el Buen pastor, es la que llena su corazón
de compasión impulsándolo a acercarse al dolor
de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas, confiando
siempre en que podrá encontrar la oveja extraviada. De
este modo el obispo será cada vez más claramente
signo de Cristo, pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como
padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada
uno como imagen viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que
se realizan todas las promesas de Dios y se cumplen todas las
esperanzas de la creación (9).
Servidor del evangelio
para la esperanza del mundo
5. Así pues,
al entregar esta Exhortación apostólica, en la
cual tomo en consideración el acervo de reflexión
madurado con ocasión de la X asamblea general ordinaria
del Sínodo de los obispos, desde los primeros Lineamenta
al Instrumentum Laboris; desde las intervenciones de los padres
sinodales en el Aula a las dos Relaciones que las han introducido
y compendiado; desde el enriquecimiento de ideas y de experiencia
pastoral, puesto de manifiesto en los circuli minores, a las
Propositiones que me han presentado al final de los trabajos
sinodales para que ofreciera a toda la Iglesia un documento
sobre el tema sinodal: El obispo, servidor del evangelio de
Jesucristo para la esperanza del mundo (10),dirijo un saludo
fraterno y envío un beso de paz a todos los obispos que
están en comunión con esta Cátedra, confiada
primero a Pedro para que fuera garante de la unidad y, como
es reconocidos por todos, presidiera en el amor (11).
Venerados y queridos Hermanos, os repito la invitación
que he dirigido a toda la Iglesia al principio del nuevo milenio:
Duc in altum! Más aún, es Cristo mismo quien la
repite a los Sucesores de aquellos Apóstoles que la escucharon
de sus propios labios y, confiando en él, emprendieron
la misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc
5, 4). A la luz de esta insistente invitación del Señor
«podemos releer el triple munus que se nos ha confiado
en la Iglesia: munus docendi, sanctificandi et regendi. Duc
in docendo. 'Proclama la palabra –diremos con el Apóstol–,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con
toda paciencia y doctrina' (2 Tim 4, 2). Duc in sanctificando.
Las redes que estamos llamados a echar entre los hombres son
ante todo los sacramentos, de los cuales somos los principales
dispensadores, reguladores, custodios y promotores. Forman una
especie de red salvífica que libera del mal y conduce
a la plenitud de la vida. Duc in regendo. Como pastores y verdaderos
padres, con la ayuda de los sacerdotes y de otros colaboradores,
tenemos el deber de reunir la familia de los fieles y fomentar
en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque se
trate de una misión ardua y difícil, nadie debe
desalentarse. Con san Pedro y con los primeros discípulos,
también nosotros renovemos confiados nuestra sincera
profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre,
echaré las redes!' (Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh
Cristo, queremos servir a tu evangelio para la esperanza del
mundo!» (12).
De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando
en el propio ministerio la eclesiología de comunión
y misión, los obispos deben ser verdaderamente motivo
de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo necesita de
la «esperanza que no defrauda» (Rom 5, 5). Sabemos
que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos
la esperanza que brota de la cruz.
Ave Crux spes unica! Que este saludo pronunciado en el Aula
sinodal en el momento central de los trabajos de la X Asamblea
General del Sínodo de los obispos, resuene siempre en
nuestros labios, porque la cruz es misterio de muerte y de vida.
La cruz se ha convertido para la Iglesia en «árbol
de la vida». Por eso anunciamos que la vida ha vencido
la muerte.
En este anuncio pascual nos ha precedido una muchedumbre de
santos pastores que in medio Ecclesiae han sido signos elocuentes
del Buen pastor. Por ello, nosotros alabamos y damos gracias
sin cesar a Dios omnipotente y eterno porque, como cantamos
en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos instruyen
con su palabra y nos protegen con su intercesión (13).
El rostro de cada uno de estos santos obispos, desde los comienzos
de la vida de la Iglesia hasta nuestros días, como dije
al final de los trabajos sinodales, es como una tesela que,
colocada en una especie de mosaico místico, compone el
rostro de Cristo Buen pastor. En él, pues, ponemos nuestra
mirada, siendo también modelos de santidad para la grey
que el pastor de los pastores nos ha confiado, para ser cada
vez con mayor empeño ministros del evangelio para la
esperanza del mundo.
Contemplando el rostro de nuestro Maestro y Señor en
el momento en que «amó a los suyos hasta el extremo» , todos nosotros, como el apóstol Pedro, nos dejamos
lavar los pies para tener parte con él (cf. Jn 13, 1-9).
Y, con la fuerza que en la santa Iglesia proviene de él,
repetimos en voz alta ante nuestros presbíteros y diáconos,
las personas consagradas y todos los queridos fieles laicos:
«vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté
en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos,
somos siervos; pero si somos buenos, somos servidores fieles,
servidores de verdad» (14). Ministros del evangelio para
la esperanza del mundo.
NOTAS:
1. Ordenación episcopal: Oración consecratoria.
2. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 18.
3. S. Tomás de Aquino, Super Ev. Joh., X, 3.
4. Homilía durante la Misa de clausura de la X Asamblea
general ordinaria del Sínodo de los obispos (27 octubre
2001), 3: AAS 94 (2002), 114.
5. Discurso a los Cardenales, Arzobispos y obispos de Italia (6
diciembre 1965): AAS 58 (1966), 68.
6. Propositio 3.
7. Cf. Oración al final de la audiencia general (11 septiembre
2001): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(14 septiembre 2001), p. 12.
8. Sínodo de los obispos, X asamblea general Ordinaria,
Mensaje (25 octubre 2001),8: L'Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (2 noviembre 2001), p. 9; cf. Pablo
VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 41: AAS 63
(1971), 429-430.
9. Cf. Propositio 6.
10. Cf. Propositio 1.
11. Cf. Optato de Milevi, Contra Parmenianum donat. 2,2: PL 11,
947; S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, 1, 1: PG
5, 685.
12. Homilía en la Misa de apertura de la X asamblea general
Ordinaria del Sínodo de los obispos (30 septiembre 2001),
6: AAS 94 (2002), 111-112.
13. Cf. Misal Romano, Prefacio de los santos pastores.
14. S. Agustín, Sermo 340/A,9: PLS 2, 644.
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