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CONCLUSIÓN

73. Ante un panorama tan complejo humanamente para el anuncio del evangelio, viene a la memoria, casi espontáneamente, el episodio de la multiplicación de los panes narrado en los evangelios. Los discípulos exponen a Jesús su perplejidad ante la muchedumbre que, hambrienta de su palabra, lo ha seguido hasta el desierto, y le proponen: «Dimitte turbas... Despide a la gente» (Lc 9, 12). Quizás tienen miedo y verdaderamente no saben cómo saciar a un número tan grande de personas.

Una actitud análoga podría surgir en nuestro ánimo, como desalentado ante la magnitud de los problemas que interpelan a las Iglesias y a nosotros, los obispos, personalmente. En este caso, hay que recurrir a esa nueva fantasía de la caridad que ha de promover no tanto y no sólo la eficacia de la ayuda prestada sino la capacidad de hacerse cercano a quien está necesitado, de modo que los pobres se sientan en cada comunidad cristiana como en su propia casa (294).

No obstante, Jesús tiene su propia manera de solucionar los problemas. Como provocando a los Apóstoles, les dice: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Conocemos bien la conclusión del episodio: «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9, 17). ¡Quedan todavía muchas de aquellas sobras en la vida de la Iglesia!

Se pide a los obispos del tercer milenio que hagan lo que muchos obispos santos supieron hacer a lo largo de la historia hasta a hoy. Como san Basilio, por ejemplo, que quiso incluso construir a las puertas de Cesarea una vasta estructura de acogida para los pobres, una verdadera ciudadela de la caridad, que en su nombre se llamó Basiliade. En eso se ve claramente que «la caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras» (295). También nosotros hemos de seguir este camino: el Buen pastor ha confiado su grey a cada obispo para que la alimente con la palabra y la forme con el ejemplo.

Así pues, nosotros, los obispos, ¿de dónde sacaremos el pan necesario para responder a tantas cuestiones dentro y fuera de las Iglesias y de la Iglesia? Podríamos lamentarnos, como los Apóstoles con Jesús: « ¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?» (Mt 15, 33). ¿En qué «sitios» encontraremos los recursos? Podemos insinuar al menos algunas respuestas fundamentales.

Nuestro primer y trascendental recurso es la caridad de Dios infundida en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sido dado (cf. Rom 5, 5). El amor con que Dios nos ha amado es tan grande que siempre nos puede ayudar a encontrar el modo apropiado para llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. En cada instante el Señor, con la fuerza de su Espíritu, nos da la capacidad de amar y de inventar formas más justas y hermosas de amar. Llamados a ser servidores del evangelio para la esperanza del mundo, sabemos que esta esperanza no proviene de nosotros sino del Espíritu santo, que «no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que 'poseen las primicias del Espíritu' y 'esperan la redención de su cuerpo' » (296).

Otro recurso que tenemos es la Iglesia, en la que estamos insertados por el bautismo junto con tantos otros hermanos y hermanas nuestros, con los cuales confesamos al único Padre celeste y nos alimentamos del único Espíritu de santidad (297). La situación presente nos invita, si queremos responder a las esperanzas del mundo, a comprometernos a hacer de la Iglesia «la casa y la escuela de la comunión» (298).

También nuestra comunión en el cuerpo episcopal, del que formamos parte por la consagración, es una formidable riqueza, puesto que es una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias. En el corazón del Colegio de los obispos está el apoyo y la solidaridad del sucesor del apóstol Pedro, cuya potestad suprema y universal no anula, sino que afirma, refuerza y protege la potestad de los obispos, sucesores de los Apóstoles. En esta perspectiva, es importante potenciar los instrumentos de comunión, siguiendo las directrices del concilio Vaticano II. En efecto, no cabe duda de que hay circunstancias –y hoy abundan– en que una Iglesia particular por sí sola, o incluso varias Iglesias colindantes, se ven incapaces o prácticamente imposibilitadas para intervenir adecuadamente sobre problemas de la mayor importancia. Sobre todo en dichas circunstancias es cuando puede ser una auténtica ayuda recurrir a los instrumentos de la comunión episcopal.

Por último, un recurso inmediato para un obispo que busca el «pan» para saciar el hambre de sus hermanos es la propia Iglesia particular, en la medida en que la espiritualidad de la comunión se consolide en ella como «principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades» (299). En este punto se manifiesta nuevamente la conexión entre la X asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos y las otras tres Asambleas generales que la han precedido. Pues un obispo nunca está solo: no lo está en el Iglesia universal y tampoco en su Iglesia particular.

74. Queda delineado así el compromiso del obispo al principio de un nuevo milenio. Es el de siempre: anunciar el evangelio de Cristo, salvación para mundo. Pero es un compromiso caracterizado por novedades que urgen, que exigen la dedicación concorde de todos los miembros del pueblo de Dios. El obispo debe poder contar con miembros del presbiterio diocesano y con los diáconos, ministros de la sangre de Cristo y de la caridad; con las hermanas y hermanos consagrados, llamados a ser en la Iglesia y en el mundo testigos elocuentes de la primacía de Dios en la vida cristiana y del poder de su amor en la fragilidad de la condición humana; en fin, con los fieles laicos, que son para los pastores una fuente particular de apoyo y un motivo especial de aliento.

Al término de las reflexiones expuestas en estas páginas nos damos cuenta de cómo el tema de la X asamblea general Ordinaria del Sínodo nos conduce a nosotros, obispos, hacia todos nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y hacia todos los hombres y mujeres del mundo. A ellos nos envía Cristo, como un día envió a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20). Nuestro cometido es ser para cada persona, de manera eminente y visible, un signo vivo de Jesucristo, Maestro, Sacerdote y pastor (300).

Cristo Jesús, pues, es el icono al que, venerados Hermanos en el episcopado, dirigimos la mirada para realizar nuestro ministerio de heraldos de esperanza. Como él, también nosotros hemos de saber ofrecer nuestra existencia por la salvación de los que nos han sido confiados, anunciando y celebrando la victoria del amor misericordioso de Dios sobre el pecado y la muerte.

Invocamos sobre esta nuestra tarea la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia y reina de los apóstoles. Que Ella, que mantuvo la oración del Colegio apostólico en el Cenáculo, nos alcance la gracia de no frustrar jamás la entrega de amor que Cristo nos ha confiado. Como testigo de la verdadera vida, María, «hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha –y especialmente ante nosotros, sus pastores– como señal de esperanza cierta y de consuelo» (301).

Roma, junto a san Pedro, 16 de octubre del año 2003, vigésimo quinto aniversario de mi elección al Pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II

 

NOTAS:

294. Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93 (2001), 303.

295. Cf. ibid.

296. Carta enc. Dominum et Vivificantem (18 mayo 1986), 67: AAS 78 (1986), 898.

297. Cf. Tertuliano, Apologeticum, 39, 9: CCL 1, 151.

298. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 43: AAS 93 (2001), 296.

299. Ibid.

300. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 21.

301. Ibid., 68.