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CAPÍTULO VI
EN LA COMUNIÓN DE LAS IGLESIAS
«La preocupación
por todas las Iglesias» (2 Cor 11, 28)
55. Escribiendo a los cristianos de Corinto, el apóstol
Pablo recuerda cuánto ha sufrido por el evangelio: «
Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores;
peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros
en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros
entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir,
muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío
y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria:
la preocupación por todas las Iglesias» (2 Cor
11, 26-28). De esto saca una conclusión apasionada: «¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién
sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Cor 11,
29). Este mismo interrogante interpela la conciencia de cada
obispo en cuanto miembro del Colegio episcopal.
Lo recuerda expresamente el concilio Vaticano II cuando afirma
que todos los obispos, en cuanto miembros del colegio episcopal
y legítimos sucesores de los Apóstoles por institución
y mandato de Cristo, han de extender su preocupación
a toda la Iglesia. «Todos los obispos, en efecto, deben
impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común
de toda la Iglesia y enseñar a todos los fieles a amar
a todo el cuerpo místico de Cristo, sobre todo a los
pobres, a los que sufren y a los perseguidos a causa de la justicia
(cf. Mt 5, 10). . Finalmente han de promover todas las actividades
comunes a toda la Iglesia, sobre todo para que la fe se extienda
y brille para todos la luz de la verdad plena. Por lo demás,
queda como principio sagrado que, dirigiendo bien su propia
Iglesia, como porción de la Iglesia universal, contribuyen
eficazmente al bien de todo el cuerpo místico, que también
es el cuerpo de las Iglesias» (206).
Así, cada obispo está simultáneamente en
relación con su Iglesia particular y con la Iglesia universal.
En efecto, el mismo obispo que es principio visible y fundamento
de la unidad en la propia Iglesia particular, es también
el vínculo visible de la comunión eclesial entre
su Iglesia particular y la Iglesia universal. Por tanto, todos
los obispos, residiendo en sus Iglesias particulares repartidas
por el mundo, pero manteniendo siempre la comunión jerárquica
con la cabeza del colegio episcopal y con el mismo Colegio,
dan consistencia y expresan la catolicidad de la Iglesia, al
mismo tiempo que dan a su Iglesia particular este carácter
de catolicidad. De este modo, cada obispo es como el punto de
engarce de su Iglesia particular con la Iglesia universal y
testimonio visible de la presencia de la única Iglesia
de Cristo en su Iglesia particular. Por tanto, en la comunión
de las Iglesias el obispo representa a su Iglesia particular
y, en ésta, representa la comunión de las Iglesias.
En efecto, mediante el ministerio episcopal, las portiones Ecclesiae
participan en la totalidad de la Una y santa, mientras que ésta,
siempre mediante dicho ministerio, se hace presente en cada
Ecclesiae portio (207).
La dimensión universal del ministerio episcopal se manifiesta
y realiza plenamente cuando todos los obispos, en comunión
jerárquica con el Romano Pontífice, actúan
como Colegio. Reunidos solemnemente en un concilio ecuménico
o esparcidos por el mundo, pero siempre en comunión jerárquica
con el Romano Pontífice, constituyen la continuidad del
Colegio apostólico(208). No obstante, todos los obispos
colaboran entre sí y con el romano pontífice in
bonum totius Ecclesiae también de otras maneras, y esto
se hace, sobre todo, para que el evangelio se anuncie en toda
la tierra, así como para afrontar los diversos problemas
que pesan sobre muchas Iglesias particulares. Al mismo tiempo,
tanto el ejercicio del ministerio del sucesor de Pedro para
el bien de toda la Iglesia y de cada Iglesia particular, como
la acción del Colegio en cuanto tal, son una valiosa
ayuda para que se salvaguarden la unidad de la fe y la disciplina
común a toda la Iglesia en las Iglesias particulares
confiadas a la atención de cada uno de los obispos diocesanos.
Los obispos, sea individualmente que unidos entre sí
como Colegio, tienen en la cátedra de Pedro el principio
y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la
comunión (209).
El obispo diocesano
en relación con la autoridad suprema
56. El Concilio
Vaticano II enseña que «los obispos, como sucesores
de los Apóstoles, tienen de por sí, en las diócesis
que les han sido encomendadas, toda la potestad ordinaria, propia
e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función
pastoral sin perjuicio de la potestad que tiene el Romano Pontífice,
en virtud de su función, de reservar algunas causas para
sí o para otra autoridad» (210).
En el Aula sinodal alguno planteó la cuestión
sobre la posibilidad de tratar la relación entre el obispo
y la Autoridad suprema a la luz del principio de subsidiariedad,
especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre el
obispo y la Curia romana, expresando el deseo de que dichas
relaciones, en línea con una eclesiología de comunión,
se desarrollen en el respeto de las competencias de cada uno
y, por lo tanto, llevando a cabo una mayor descentralización.
Se pidió también que se estudie la posibilidad
de aplicar dicho principio a la vida de la Iglesia, quedando
firme en todo caso que el principio constitutivo para el ejercicio
de la autoridad episcopal es la comunión jerárquica
de cada obispo con el romano pontífice y con el Colegio
episcopal.
Como es sabido, el principio de subsidiariedad fue formulado
por mi predecesor de venerada memoria Pío XI para la
sociedad civil (211). El concilio Vaticano II, que nunca usó
el término «subsidiariedad», impulsó
no obstante la participación entre los organismos de
la Iglesia, desarrollando una nueva reflexión sobre la
teología del episcopado que está dando sus frutos
en la aplicación concreta del principio de colegialidad
en la comunión eclesial. Los padres sinodales estimaron
que, por lo que concierne al ejercicio de la autoridad episcopal,
el concepto de subsidiariedad resulta ambiguo, e insistieron
en profundizar teológicamente la naturaleza de la autoridad
episcopal a la luz del principio de comunión (212).
En la Asamblea sinodal se habló varias veces del principio
de comunión (213). Se trata de una comunión orgánica,
que se inspira en la imagen del cuerpo de Cristo de la que habla
el apóstol Pablo cuando subraya las funciones de complementariedad
y ayuda mutua entre los diversos miembros del único cuerpo
(cf. 1 Cor 12, 12-31).
Por tanto, para recurrir correcta y eficazmente al principio
de comunión, son indispensables algunos puntos de referencia.
Ante todo, se ha de tener en cuenta que el obispo diocesano,
en su Iglesia particular, posee toda la potestad ordinaria,
propia e inmediata necesaria para cumplir su ministerio pastoral.
Le compete, por tanto, un ámbito propio, reconocido y
tutelado por la legislación universal, en que ejerce
autónomamente dicha autoridad (214). Por otro lado, la
potestad del obispo coexiste con la potestad suprema del Romano
Pontífice, también episcopal, ordinaria e inmediata
sobre todas y cada una de Iglesias, las agrupaciones de las
mismas y sobre todos los pastores y fieles (215).
Se ha de tener presente otro punto firme: la unidad de la Iglesia
radica en la unidad del episcopado, el cual, para ser uno, necesita
una Cabeza del Colegio. Análogamente, la Iglesia, para
ser una, exige tener una Iglesia como Cabeza de las Iglesias,
que es la de Roma, cuyo obispo, sucesor de Pedro, es la Cabeza
del Colegio(216). Por tanto, «para que cada Iglesia particular
sea plenamente Iglesia, es decir, presencia particular de la
Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y por
lo tanto constituida a imagen de la Iglesia universal, debe
hallarse presente en ella, como elemento propio, la suprema
autoridad de la Iglesia [...]. El primado del obispo de Roma
y el colegio episcopal son elementos propios de la Iglesia universal
'no derivados de la particularidad de las Iglesias', pero interiores
a cada Iglesia particular [...]. Que el ministerio del sucesor
de Pedro sea interior a cada Iglesia particular es expresión
necesaria de aquella fundamental mutua interioridad entre Iglesia
universal e Iglesia particular» (217).
La Iglesia de Cristo, por su catolicidad, se realiza plenamente
en cada Iglesia particular, la cual recibe todos los medios
naturales y sobrenaturales para llevar a término la misión
que Dios le ha encomendado a la Iglesia llevar a cabo en el
mundo. Uno de ellos es la potestad ordinaria, propia e inmediata
del obispo, requerida para cumplir su ministerio pastoral (munus
pastorale). , pero cuyo ejercicio está sometido a las leyes
universales y a lo que el derecho o un decreto del sumo pontífice
reserve a la suprema autoridad o a otra autoridad eclesiástica (218).
La capacidad del propio gobierno, que incluye también
el ejercicio del magisterio auténtico (219), que pertenece
intrínsecamente al obispo en su diócesis, se encuentra
dentro de esa realidad mistérica de la Iglesia, por la
cual en la Iglesia particular está inmanente la Iglesia
universal, que hace presente la suprema autoridad, es decir,
el romano pontífice y el Colegio de los obispos con su
potestad suprema, plena, ordinaria e inmediata sobre todos los
fieles y pastores (220).
En conformidad con la doctrina del concilio Vaticano II, se
debe afirmar que la función de enseñar (munus
docendi). y la de gobernar (munus regendi). –y por tanto
la respectiva potestad de magisterio y gobierno– son ejercidas
en la Iglesia particular por cada obispo diocesano, por su naturaleza
en comunión jerárquica con la cabeza del colegio
y con el Colegio mismo (221). Esto no debilita la autoridad episcopal
sino que más bien la refuerza, en cuanto los lazos de
comunión jerárquica que unen a los obispos con
la sede apostólica requieren una necesaria coordinación,
exigida por la naturaleza misma de la Iglesia, entre la responsabilidad
del obispo diocesano y la de la suprema autoridad. El derecho
divino mismo es quien pone los límites al ejercicio de
una y de otra. Por eso, la potestad de los obispos «no
queda suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario,
afirmada, consolidada y protegida, ya que el Espíritu
santo, en efecto, conserva indefectiblemente la forma de gobierno
establecida por Cristo en su Iglesia» (222).
A este respecto, se expresó bien el Papa Pablo VI cuando
en la apertura del tercer período del concilio Vaticano
II, afirmó: «Viviendo en diversas partes del mundo,
para realizar y mostrar la verdadera catolicidad de la Iglesia,
necesitáis absolutamente de un centro y un principio
de fe y de comunión que tenéis en esta Cátedra
de Pedro. De la misma manera, Nos siempre buscamos, a través
de vuestra actividad, que el rostro de la sede apostólica
resplandezca y no carezca de su fuerza e importancia humana
histórica, más aún, para que su fe se conserve
en armonía, para que sus deberes se realicen de manera
ejemplar, para encontrar consuelo en las penas» (223).
La realidad de la comunión, que es la base de todas las
relaciones intraeclesiales (224), y que se destacó también
en la discusión sinodal, es una relación de reciprocidad
entre el romano pontífice y los obispos. En efecto, si
por un lado el obispo, para expresar en plenitud su propio oficio
y fundar la catolicidad de su Iglesia, tiene que ejercer la
potestad de gobierno que le es propia (munus regendi). en comunión
jerárquica con el romano pontífice y con el Colegio
episcopal, de otro lado, el Romano Pontífice, Cabeza
del Colegio, en el ejercicio de su ministerio de pastor supremo
de la Iglesia (munus supremi Ecclesiae pastoris). , actúa
siempre en comunión con todos los demás obispos,
más aún, con toda la Iglesia (225). En la comunión
eclesial, pues, así como el obispo no está solo,
sino en continua relación con el Colegio y su Cabeza,
y sostenido por ellos, tampoco el romano pontífice está
solo, sino siempre en relación con los obispos y sostenido
por ellos. Ésta es otra de las razones por las que el
ejercicio de la potestad suprema del romano pontífice
no anula, sino que afirma, corrobora y protege la potestad ordinaria
misma, propia e inmediata del obispo en su Iglesia particular.
Visitas «ad limina Apostolorum»
57. Las visitas
ad limina Apostolorum son a la vez una manifestación
y un medio de comunión entre los obispos y la Cátedra
de Pedro (226). En efecto, constan de tres momentos principales,
cada uno con su significado propio (227). Ante todo la peregrinación
a la tumba de los príncipes de los Apóstoles Pedro
y Pablo, que indica la referencia a la única fe, de la
cual ambos dieron testimonio en Roma con su martirio.
El encuentro con el sucesor de Pedro está en relación
con este momento. Efectivamente, con ocasión de la visita
ad limina los obispos se reúnen en torno a él
y, según el principio de catolicidad, realizan una comunicación
de dones entre todos los bienes que, por obra del Espíritu,
hay en la Iglesia, tanto en ámbito particular y local
como universal(228). Lo que entonces se produce no es una simple
información recíproca, sino, sobre todo, la afirmación
y consolidación de la colegialidad (collegialis confirmatio).
del cuerpo de la Iglesia, por la que se obtiene la unidad en
la diversidad, dando lugar a una especie de «perichoresis
» entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares,
que se puede comparar al flujo de la sangre, que parte del corazón
hacia las extremidades del cuerpo y de ellas vuelve al corazón (229).
La savia vital que viene de Cristo une todas las partes como
la savia de la vid que llega a los sarmientos (cf. Jn 15, 5).
Esto se pone de manifiesto particularmente en la Celebración
eucarística de los obispos con el Papa. En efecto, cada
eucaristía se celebra en comunión con el propio
obispo, con el romano pontífice y con el colegio episcopal
y, a través de ellos, con los fieles de cada Iglesia
particular y de toda la Iglesia, de modo que la Iglesia universal
está presente en la particular y ésta se inserta,
junto con las demás Iglesias particulares, en la comunión
de la Iglesia universal.
Ya desde los primeros siglos la referencia última de
la comunión está en la Iglesia de Roma, donde
Pedro y Pablo dieron su testimonio de fe. En efecto, por su
posición preeminente, es necesario que cada una de las
Iglesias concuerde con ella, porque es la garantía última
de la integridad de la tradición transmitida por los
Apóstoles (230). La Iglesia de Roma preside la comunión
universal en la caridad (231), tutela las legítimas diversidades
y, al mismo tiempo, vigila para que la particularidad no sólo
no dañe a la unidad, sino que la sirva (232). Todo eso
comporta la necesidad de la comunión de las diversas
Iglesias con la Iglesia de Roma, para que todas se puedan encontrar
en la integridad de la Tradición apostólica y
en la unidad de la disciplina canónica para la salvaguardia
de la fe, de los sacramentos y del camino concreto hacia la
santidad. Dicha comunión de las Iglesias se expresa por
la comunión jerárquica entre cada obispo y el
romano pontífice (233). De la comunión de todos
los obispos cum Petro et sub Petro, realizada en la caridad,
surge el deber de que todos ellos colaboren con el sucesor de
Pedro para el bien de la Iglesia entera y, por tanto, de cada
Iglesia particular. La visita ad limina tiene precisamente esta
finalidad.
El tercer aspecto de las visitas ad limina es el encuentro con
los responsables de los dicasterios de la Curia romana. Tratando
con ellos, los obispos tienen un contacto directo con los problemas
que competen a cada Dicasterio, siendo de este modo introducidos
en los diversos aspectos de la común solicitud pastoral.
A este respecto, los padres sinodales pidieron que, en el contexto
del conocimiento y confianza mutua, fueran más frecuentes
las relaciones entre obispos, individualmente o unidos en las
Conferencias episcopales, y los dicasterios de la Curia romana (234),
de manera que éstos, informados directamente de los problemas
concretos de las Iglesias, puedan desempeñar mejor su
servicio universal.
Sin duda, las visitas ad limina, junto con las relaciones quinquenales
sobre la situación de las diócesis,(235). son medios
eficaces para cumplir con la exigencia de conocimiento recíproco
que surge de la comunión entre los obispos y el Romano
Pontífice. Además, la presencia de los obispos
en Roma para la visita puede ser una ocasión oportuna,
de una parte, para acelerar la respuesta a las cuestiones que
han presentado a los dicasterios y, de otra, para favorecer,
de acuerdo con los deseos manifestados, una consulta individual
o colectiva con vistas a la preparación de documentos
de cierta importancia general; puede ser también una
ocasión para ilustrar oportunamente a los obispos sobre
eventuales documentos que la santa sede tuviera intención
de dirigir a la Iglesia en su conjunto, o específicamente
a sus Iglesias particulares, antes de su publicación.
El Sínodo
de los obispos
58. Según
una experiencia ya consolidada, cada asamblea general del Sínodo
de los obispos, que de algún modo es expresión
del episcopado, muestra de manera peculiar el espíritu
de comunión que une a los obispos con el romano pontífice
y a los obispos entre sí, dando la oportunidad de expresar
un juicio eclesial profundo, bajo la acción del Espíritu,
sobre los diversos problemas que afectan a la vida de la Iglesia (236).
Como es sabido, durante el concilio Vaticano II se manifestó
la exigencia de que los obispos pudieran ayudar mejor al Romano
Pontífice en el ejercicio de su función. Precisamente
en consideración de esto, mi predecesor de venerada memoria
Pablo VI instituyó el Sínodo de los obispos (237),
aún teniendo en cuenta la aportación que el Colegio
de los Cardenales ya proporcionaba al Romano Pontífice.
Así, mediante el nuevo organismo se podía expresar
más eficazmente el afecto colegial y la solicitud de
los obispos por el bien de toda la Iglesia.
Los años transcurridos han mostrado cómo los obispos,
en unión de fe y caridad, pueden prestar con sus consejos
una valiosa ayuda al romano pontífice en el ejercicio
de su ministerio apostólico, tanto para la salvaguardia
de la fe y de las costumbres, como para la observancia de la
disciplina eclesiástica. En efecto, el intercambio de
información sobre las Iglesias particulares, al facilitar
la concordancia de juicio incluso sobre cuestiones doctrinales,
es un modo eficaz para reforzar la comunión (238).
Cada asamblea general del Sínodo de los obispos es una
experiencia eclesial intensa, aunque sigue siendo perfectible
en lo que se refiere a las modalidades de sus procedimientos (239).
Los obispos reunidos en el Sínodo representan, ante todo,
a sus propias Iglesias, pero tienen presente también
la aportación de las Conferencias episcopales que los
han designado y son portadores de su parecer sobre las cuestiones
a tratar. Expresan así el voto del Cuerpo jerárquico
de la Iglesia y, en cierto modo, el del pueblo cristiano, del
cual son sus pastores.
El Sínodo es un acontecimiento en el que resulta evidente
de manera especial que el sucesor de Pedro, en el cumplimiento
de su misión, está siempre unido en comunión
con los demás obispos y con toda la Iglesia (240). «
Corresponde al Sínodo de los obispos –establece
el Código de Derecho Canónico– debatir las
cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar su parecer
pero no dirimir esas cuestiones ni dar decretos acerca de ellas,
a no ser que en casos determinados le haya sido otorgada potestad
deliberativa por el Romano Pontífice, a quien compete
en este caso ratificar las decisiones del Sínodo» (241).
El hecho de que el Sínodo tenga normalmente sólo
una función consultiva no disminuye su importancia. En
efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano
colegial, sea consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda
de la verdad o del bien de la Iglesia. Además, cuando
se trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae no
se da por el cómputo de los votos, sino que es el resultado
de la acción del Espíritu, alma de la única
Iglesia de Cristo.
Precisamente porque el Sínodo está al servicio
de la verdad y de la Iglesia, como expresión de la verdadera
corresponsabilidad en el bien de la Iglesia por parte de todo
el episcopado en unión con su Cabeza, los obispos, al
emitir el voto consultivo o deliberativo, expresan en todo caso,
junto con los demás miembros del Sínodo, la participación
en el gobierno de la Iglesia universal. Como mi predecesor de
venerada memoria Pablo VI, también yo he recibido siempre
las propuestas y opiniones expresadas por los padres sinodales,
incluyéndolas en el proceso de elaboración del
documento que recoge los resultados del Sínodo y que,
precisamente por ello, me complace denominar «postsinodal
».
Comunión
entre los obispos y entre las Iglesias en el ámbito local
59. Además
del ámbito universal, hay muchas y variadas formas en
que se puede expresar, y de hecho se expresa, la comunión
episcopal y, por tanto, la solicitud por todas las Iglesias
hermanas. Asimismo, las relaciones recíprocas entre los
obispos van mucho más allá de sus encuentros institucionales.
El ser bien conscientes de la dimensión colegial del
ministerio que les ha sido conferido ha de impulsarlos a practicar
entre ellos, sobre todo en el seno de la propia Conferencia
episcopal, de su provincia y Región eclesiástica,
las diversas formas de hermandad sacramental, que van desde
la acogida y consideración recíprocas hasta las
atenciones de caridad y la colaboración concreta.
Como he escrito anteriormente, «se ha hecho mucho, desde
el concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de
la Curia romana, la organización de los Sínodos
y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda
ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor
manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión,
particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder
con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene
que afrontar en los cambios rápidos de nuestro tiempo
» (242). En el nuevo siglo, pues, todos hemos de comprometernos
más que nunca en valorar y desarrollar los ámbitos
y los instrumentos que sirven para asegurar y garantizar la
comunión entre los obispos y entre las Iglesias.
Toda acción del obispo realizada en el ejercicio del
propio ministerio pastoral es siempre una acción realizada
en el Colegio. Sea que se trate del ministerio de la Palabra
o del gobierno de la propia Iglesia particular, o bien de una
decisión tomada con los demás Hermanos en el episcopado
sobre las otras Iglesias particulares de la misma Conferencia
episcopal, en el ámbito provincial o regional, siempre
será una acción en el Colegio, porque, además
de empeñar la propia responsabilidad pastoral, se lleva
a cabo manteniendo la comunión con los demás obispos
y con la Cabeza del Colegio. Todo esto obedece no tanto a una
conveniencia humana de coordinación, sino a una preocupación
por las demás Iglesias, que se deriva de que cada obispo
está integrado y forma parte de un Cuerpo o Colegio.
En efecto, cada obispo es simultáneamente responsable,
aunque de modos diversos, de la Iglesia particular, de las Iglesias
hermanas más cercanas y de la Iglesia universal.
Los padres sinodales reiteraron oportunamente que «viviendo
la comunión episcopal, cada obispo ha de sentir como
propias las dificultades y los sufrimientos de sus Hermanos
en el episcopado. Para reforzar esta comunión episcopal
y hacerla cada vez más consistente, cada uno de los obispos
y las Conferencias episcopales han de examinar cuidadosamente
las posibilidades que tienen sus Iglesias de ayudar a las más
pobres»(243). Sabemos que dicha pobreza puede consistir
tanto en una seria escasez de sacerdotes u otros agentes pastorales
como en una grave carencia de medios materiales. En uno u otro
caso, lo que se resiente es el anuncio del evangelio. Por eso,
siguiendo la exhortación que ya hiciera el concilio Vaticano
II (244), asumo la consideración de los padres sinodales
en su deseo de que se favorezcan las relaciones de solidaridad
fraterna entre las Iglesias de antigua evangelización
y las llamadas «Iglesias jóvenes», estableciendo
incluso «hermanamientos» que se concreticen en
la comunicación de experiencias y de agentes pastorales,
además de ayudas económicas. En efecto, eso confirma
la imagen de la Iglesia como «familia de Dios»,
en la que los más fuertes sustentan a los más
débiles para el bien de todos (245).
De este modo, la comunión de los obispos se traduce en
comunión de las Iglesias, que se manifiesta también
en atenciones cordiales respecto a aquellos pastores que, más
que otros Hermanos, han sufrido o, lamentablemente, sufren aún,
la mayor parte de las veces al compartir las dificultades de
sus fieles. Un grupo de pastores que merece una particular atención,
por su creciente número, es la de los obispos eméritos.
Los he recordado yo mismo, junto con los padres sinodales, en
la liturgia conclusiva de la X asamblea general Ordinaria. Toda
la Iglesia tiene en gran consideración a estos queridos
Hermanos, que siguen siendo miembros importantes del Colegio
episcopal, y les queda reconocida por el servicio pastoral que
han desarrollado y todavía realizan, poniendo su sabiduría
y experiencia a disposición de la comunidad. La autoridad
competente ha de valorar este patrimonio espiritual personal,
en el que se ha depositado una parte preciosa de la memoria
de las Iglesias que han presidido durante años. Resulta
obligado poner todo cuidado para asegurarles condiciones de
serenidad espiritual y económica, en el contexto humano
que razonablemente deseen. Además, se ha de estudiar
la posibilidad de que sus competencias sean aprovechadas aún
en el ámbito de los diversos organismos de las Conferencias
episcopales (246).
Las Iglesias católicas
orientales
60. En la misma
perspectiva de la comunión entre los obispos y entre
las Iglesias, los padres sinodales prestaron una atención
del todo particular a las Iglesias católicas orientales,
volviendo a considerar las venerables y antiguas riquezas de
sus tradiciones, que son un tesoro vivo que coexiste con expresiones
análogas de la Iglesia latina. Desde ambas se ilumina
mejor la unidad católica del Pueblo santo de Dios (247).
Además, no cabe duda de que las Iglesias católicas
de Oriente, por su afinidad espiritual, histórica, teológica,
litúrgica y disciplinar con las Iglesias ortodoxas y
las otras Iglesias orientales que aún no están
en plena comunión con la Iglesia católica, tienen
un papel muy especial en la promoción de la unidad de
los cristianos, sobre todo en Oriente. Deben desempeñarlo,
como todas las Iglesias, con la oración y con una vida
cristiana ejemplar; asimismo, como una contribución específicamente
suya, están llamadas a aportar su religiosa fidelidad
a las antiguas tradiciones orientales(248).
Las Iglesias patriarcales
y su Sínodo
61. Entre las instituciones
propias de las Iglesias católicas orientales destacan
las Iglesias patriarcales. Pertenecen a esas agrupaciones de
Iglesias que, como afirma el concilio Vaticano II (249), por
divina Providencia, a lo largo del tiempo se han constituido
orgánicamente y gozan tanto de una disciplina y costumbres
litúrgicas propias como de un patrimonio teológico
y espiritual común, conservando siempre la unidad de
la fe y la única constitución divina de la Iglesia
universal. Su dignidad particular proviene de que, como matrices
de fe, han dado origen a otras Iglesias, las cuales son como
hijas suyas y, por tanto, vinculadas a ellas hasta nuestros
tiempos por lazos más estrechos de caridad en la vida
sacramental y en el mutuo respeto de derechos y deberes.
La institución patriarcal es muy antigua en la Iglesia.
De ella da testimonio ya el primer concilio ecuménico
de Nicea, fue reconocida por los primeros concilios ecuménicos
y aún hoy es la forma tradicional de gobierno en las
Iglesias orientales (250). Por tanto, en su origen y estructura
particular, es de institución eclesiástica. Precisamente
por eso el concilio ecuménico Vaticano II ha manifestado
el deseo de que «donde sea necesario, se erijan nuevos
patriarcados, cuya constitución se reserva al Sínodo
ecuménico o al romano pontífice» (251).
Todo aquel que ejerce una potestad supraepiscopal y supralocal
en las Iglesias Orientales –como los Patriarcas y los
Sínodos de los obispos de las Iglesias patriarcales–
participa de la autoridad suprema que el sucesor de Pedro tiene
sobre toda la Iglesia y ejerce dicha potestad respetando, además
del primado del romano pontífice (252), la función
de cada obispo, sin invadir el campo de su competencia ni limitar
el libre ejercicio de sus propias funciones.
En efecto, las relaciones entre los obispos de una Iglesia patriarcal
y el Patriarca, que a su vez es el obispo de la eparquía
patriarcal, se desarrollan sobre la base establecida ya antigüamente
en los Cánones de los Apóstoles: «Es necesario
que los obispos de cada nación sepan quién es
el primero entre ellos y lo consideren como jefe suyo, y no
hagan nada importante sin su consentimiento; cada uno se ocupará
de lo que concierne a su demarcación y al territorio
que depende de ella; pero tampoco él haga nada sin el
consentimiento de todos; así reinará la concordia
y Dios será glorificado, por Cristo en el Espíritu
santo»(253). Este canon expresa la antigua praxis de
la sinodalidad en las Iglesias de Oriente, ofreciendo al mismo
tiempo su fundamento teológico y el significado doxológico,
pues se afirma claramente que la acción sinodal de los
obispos en la concordia ofrece culto y gloria a Dios Uno y Trino.
Se debe reconocer, pues, en la vida sinodal de las Iglesias
patriarcales, una realización efectiva de la dimensión
colegial del ministerio episcopal. Todos los obispos legítimamente
consagrados participan en el Sínodo de su Iglesia patriarcal
como pastores de una porción del pueblo de Dios. Sin
embargo, se reconoce el papel del primero, esto es, el Patriarca,
como un elemento a su manera constitutivo de la acción
colegial. En efecto, no se da acción colegial alguna
sin un «primero» reconocido como tal. Por otro
lado, la sinodalidad no anula ni disminuye la autonomía
legítima de cada obispo en el gobierno de su propia Iglesia;
afirma, sin embargo, el afecto colegial de los obispos, corresponsables
de todas las Iglesias particulares que abarca el Patriarcado.
Al Sínodo patriarcal se le reconoce una verdadera potestad
de gobierno. En efecto, elige al Patriarca y a los obispos para
las funciones dentro del territorio de la Iglesia patriarcal,
así como a los candidatos al episcopado para las funciones
fuera de los confines de la Iglesia patriarcal, que han de ser
propuestos al santo Padre para su nombramiento (254). Además
del consentimiento o parecer necesarios para la validez de ciertos
actos de competencia del Patriarca, corresponde al Sínodo
emanar leyes que tienen vigor dentro de los confines de la Iglesia
patriarcal y, en el caso de leyes litúrgicas, también
fuera de ellos (255). Asimismo, el Sínodo, respetando
la competencia de la Sede Apostólica, es el tribunal
superior dentro de los confines de la propia Iglesia patriarcal (256).
Por lo demás, el Patriarca y también el Sínodo
patriarcal se sirven de la colaboración consultiva de
la asamblea patriarcal, que el Patriarca convoca al menos cada
cinco años, para la gestión de los asuntos más
importantes, especialmente los que conciernen la actualización
de las formas y de los modos de apostolado y de la disciplina
eclesiástica (257).
La organización
metropolitana y de las provincias eclesiásticas
62. Un modo concreto
de favorecer la comunión entre los obispos y la solidaridad
entre las Iglesias es dar nueva vitalidad a la antiquísima
institución de las Provincias eclesiásticas, donde
los Arzobispos son instrumento y signo tanto de la hermandad
entre los obispos de la provincia como de su comunión
con el romano pontífice (258). En efecto, dada la similitud
de los problemas que debe afrontar cada obispo, así como
el hecho de que un número limitado facilita un consenso
mayor y más efectivo, se puede ciertamente programar
un trabajo pastoral común en las asambleas de los obispos
de la misma provincia y, sobre todo, en los concilios provinciales.
Donde, por el bien común, se crea conveniente la erección
de Regiones eclesiásticas, una función semejante
puede ser desarrollada por las asambleas de los obispos de la
misma Región o, en todo caso, por los concilios plenarios.
A este respecto, se ha de recordar lo que ya dijo el Concilio
Vaticano II: «Las venerables instituciones de los Sínodos
y de los concilios florezcan con nuevo vigor. Así se
procurará más adecuada y eficazmente el crecimiento
de la fe y la conservación de la disciplina en las diversas
Iglesias, según las circunstancias de la época
» (259). En ellos, los obispos podrán actuar no
sólo manifestando la comunión entre sí,
sino también con todos los miembros de la porción
de pueblo de Dios que se les ha confiado; dichos miembros serán
representados en los concilios según las normas del derecho.
En efecto, en los concilios particulares, precisamente porque
en ellos participan también, presbíteros, diáconos,
religiosos, religiosas y laicos, aunque sea sólo con
voto consultivo, se manifiesta de modo inmediato no sólo
la comunión entre los obispos, sino también entre
las Iglesias. Además, como momento eclesial solemne,
los concilios particulares requieren una cuidadosa reflexión
en su preparación, que implica a todas las categorías
de fieles, haciendo que dichos concilios sean momento adecuado
para las decisiones más importantes, especialmente las
que se refieren a la fe. Por eso, las Conferencias Episcopales
no pueden ocupar el puesto de los concilios particulares, como
puntualiza el mismo concilio Vaticano II cuando desea que éstos
adquieran nuevo vigor. Las Conferencias episcopales, sin embargo,
pueden ser un instrumento valioso para la preparación
de los concilios plenarios (260).
Las Conferencias
episcopales
63. En modo alguno
se pretende con esto disminuir la importancia y la utilidad
de las Conferencias de los obispos, cuya configuración
institucional fue trazada ya en el último Concilio y
precisada ulteriormente en el Código de derecho canónico
y en el reciente Motu proprio Apostolos suos (261). En las Iglesias
católicas orientales existen Instituciones análogas,
como las Asambleas de los Jerarcas de diversas Iglesias sui
iuris, previstas por el Código de los cánones
de las Iglesias orientales «a fin de que, comunicándose
las luces de prudencia y experiencia e intercambiando pareceres,
se obtenga una santa cooperación de fuerzas para el bien
común de las Iglesias, mediante la cual se fomente la
unidad de acción, se apoyen obras comunes, se promueva
mejor el bien de la religión y se observe más
eficazmente la disciplina eclesiástica» (262).
Estas asambleas de obispos son hoy, como decían también
los padres sinodales, un instrumento válido para expresar
y poner en práctica el espíritu colegial de los
obispos. Por eso se han de revalorizar aún más
las Conferencias episcopales en todas sus potencialidades (263).
En efecto, éstas «se han desarrollado notablemente
y han asumido el papel de órgano preferido por los obispos
de una nación o de un determinado territorio para el
intercambio de puntos de vista, la consulta recíproca
y la colaboración en favor del bien común de la
Iglesia: 'se han constituido en estos años en una realidad
concreta, viva y eficiente en todas las partes del mundo'. Su
importancia obedece al hecho de que contribuye eficazmente a
la unidad entre los obispos y, por tanto, a la unidad de la
Iglesia, al ser un instrumento muy válido para afianzar
la comunión eclesial» (264).
Dado que las Conferencias episcopales están formadas
sólo por los obispos y los que por derecho son equiparados
a ellos, aunque no tengan carácter episcopal (265), su
fundamento teológico, a diferencia de los concilios particulares,
reside directamente en la dimensión colegial de la responsabilidad
del gobierno episcopal. Sólo indirectamente lo es la
comunión entre las Iglesias.
En todo caso, siendo las Conferencias episcopales un órgano
permanente que se reúne periódicamente, su función
será eficaz si se la considera una ayuda auxiliar a la
función que cada obispo desarrolla por derecho divino
en su propia Iglesia. En efecto, en cada Iglesia el obispo diocesano
apacienta en nombre del Señor la grey que se le ha confiado,
como pastor propio, ordinario e inmediato, y su actuación
es estrictamente personal, no colegial, aunque esté animado
por el espíritu de comunión. Por tanto, por lo
que se refiere a las agrupaciones de Iglesias particulares por
zonas geográficas (nación, región, etc.). ,
los obispos que presiden las Iglesias no ejercen conjuntamente
su solicitud pastoral con actos colegiales iguales a los del
Colegio episcopal, el cual, como sujeto teológico, es
indivisible (266). Por eso, los obispos de cada Conferencia episcopal,
reunidos en Asamblea, ejercen conjuntamente para el bien de
sus fieles y en los límites de las competencias que les
otorgan el derecho o un mandato de la Sede Apostólica,
sólo algunas de las funciones que se desprenden de su
ministerio pastoral (munus pastorale) (267).
Es verdad que las Conferencias episcopales más numerosas
requieren una organización compleja, precisamente para
ofrecer su servicio a cada uno de los obispos que forman parte
de ella, y por tanto a cada Iglesia. No obstante, se ha de evitar
«la burocratización de los oficios y de las comisiones
que actúan entre las reuniones plenarias» (268).
En efecto, las Conferencias episcopales «con sus comisiones
y oficios existen para ayudar a los obispos y no para sustituirlos
» (269). Y, menos aún, para constituir una estructura
intermedia entre la sede apostólica y cada uno de los
obispos. Las Conferencias episcopales pueden ofrecer una ayuda
válida a la sede apostólica expresando su parecer
sobre problemas específicos de carácter más
general (270).
Las Conferencias episcopales expresan y ponen en práctica
el espíritu colegial que une a los obispos y, por consiguiente,
la comunión entre las diversas Iglesias, estableciendo
entre ellas, especialmente entre las más cercanas, estrechas
relaciones para buscar un bien mayor (271). Esto puede hacerse
de varias formas, mediante consejos, simposios o federaciones.
Las reuniones continentales de los obispos tienen una importancia
notable, aunque nunca asumen las competencias que se reconocen
a las Conferencias episcopales. Dichas reuniones ayudan mucho
a fomentar entre las Conferencias episcopales de las diversas
naciones esa colaboración que, en este tiempo de «
globalización», resulta tan necesaria para afrontar
sus desafíos y poner en marcha una verdadera «
globalización de la solidaridad» (272).
Unidad de la Iglesia
y diálogo ecuménico
64. La oración
del Señor Jesús por la unidad entre todos sus
discípulos (ut unum sint: Jn 17, 21) es una llamada apremiante
a cada obispo para un deber apostólico específico.
No puede esperarse que dicha unidad sea fruto de nuestros esfuerzos;
es sobre todo un don de la Trinidad santa a la Iglesia. No obstante,
eso no exime a los cristianos de hacer todo esfuerzo para ello,
comenzando por la oración, para acelerar el camino hacia
la unidad plena. Como respuesta a las oraciones e intenciones
del Señor, y a su oblación en la cruz para reunir
a los hijos extraviados (cf. Jn 11, 52), la Iglesia católica
se siente comprometida irreversiblemente en el diálogo
ecuménico, de cuya eficacia depende su testimonio en
el mundo. Hace falta, pues, perseverar en la vía del
diálogo de la verdad y del amor.
Muchos padres sinodales se refirieron a la vocación específica
que tiene todo obispo de promover en la propia diócesis
este diálogo y llevarlo adelante in veritate et caritate
(cf. Ef 4, 15).En efecto, el escándalo de la división
entre los cristianos es percibido por todos como un signo contrario
a la esperanza cristiana. Como formas concretas para promover
el diálogo ecuménico se indicaron un mejor conocimiento
recíproco entre la Iglesia católica y las otras
Iglesias y Comunidades eclesiales que no están en plena
comunión con ella; encuentros e iniciativas apropiadas
y, sobre todo, el testimonio de la caridad. Efectivamente, existe
un ecumenismo de la vida cotidiana, hecho de acogida recíproca,
escucha y colaboración, que tiene una poderosa eficacia.
Por otro lado, los padres sinodales advirtieron sobre el riesgo
de gestos poco ponderados, signos de un «ecumenismo impaciente
», que pueden dañar el proceso actual hacia la
plena unidad. Por eso, es muy importante que todos acepten y
pongan en práctica los rectos principios del diálogo
ecuménico, y que se insista sobre ellos en los seminarios
con los candidatos al ministerio sagrado, en las parroquias
y en las otras estructuras eclesiales. Por lo demás,
la misma vida interior de la Iglesia ha de dar testimonio de
unidad, respetando y ampliando cada vez más los ámbitos
en que se acojan y desarrollen las grandes riquezas de las diversas
tradiciones teológicas, espirituales, litúrgicas
y disciplinares (273).
Índole misionera
del ministerio episcopal
65. Los obispos,
como miembros del Colegio episcopal, no sólo son consagrados
para una diócesis, sino para la salvación de todos
los hombres (274). Los padres sinodales volvieron a recordar
esta doctrina expuesta en el concilio Vaticano II para destacar
que cada obispo ha de ser consciente de la índole misionera
del propio ministerio pastoral. Toda su acción pastoral,
pues, debe estar caracterizada por un espíritu misionero,
para suscitar y conservar en el ánimo de los fieles el
ardor por la difusión del evangelio. Por eso es tarea
del obispo suscitar, promover y dirigir en la propia diócesis
actividades e iniciativas misioneras, incluso bajo el aspecto
económico (275).
Además, como se ha afirmado en el Sínodo, es sumamente
importante animar la dimensión misionera en la propia
Iglesia particular promoviendo, según las diversas situaciones,
valores fundamentales tales como el reconocimiento del prójimo,
el respeto de la diversidad cultural y una sana interacción
entre culturas diferentes. Por otro lado, el carácter
cada vez más multicultural de las ciudades y grupos sociales,
sobre todo como resultado de la emigración internacional,
crea situaciones nuevas en las que surge un desafío misionero
peculiar.
En el Aula sinodal hubo también intervenciones que pusieron
de relieve algunas cuestiones sobre la relación entre
los obispos diocesanos y las religiosas misioneras,
subrayando la necesidad de un reflexión más profunda
al respecto. Al mismo tiempo, se reconoció la gran aportación
de experiencia que puede recibir una Iglesia particular de las
de vida consagradas para mantener viva entre
los fieles la dimensión misionera.
El obispo ha de mostrarse en este aspecto como siervo y testigo
de la esperanza. En efecto, la misión es sin duda el
indicador exacto de la fe en Cristo y en su amor por nosotros
(276): ella mueve al hombre de todos los tiempos hacia una vida
nueva, animada por la esperanza. Al anunciar a Cristo resucitado,
los cristianos presentan a Aquél que inaugura un nueva
era de la historia y proclaman al mundo la buena noticia de
una salvación integral y universal, que contiene en sí
la prenda de un mundo nuevo, donde el dolor y la injusticia
darán paso a la alegría y a la belleza. Al principio
de un nuevo milenio, cuando la conciencia de la universalidad
de la salvación se ha acentuado y se comprueba que se
debe renovar cada día el anuncio del evangelio, la Asamblea
sinodal lanza una invitación a no disminuir el compromiso
misionero, sino más bien a ampliarlo en una cooperación
misionera cada vez más profunda.
NOTAS:
206. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
207. Cf. Pablo VI, Discurso en la apertura de la tercera sesión
del Concilio (14 septiembre 1964) : AAS 56 (1964) 813; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo
1992) 9. 11-14: AAS 85 (1993) 843-845.
208. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc.
337; 749 § 2; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, cc. 50; 597 § 2.
209. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 23.
210. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos en la Iglesia, 8.
211. Cf. Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931) : AAS 23 (1931)
203.
212. Cf. Propositio 20.
213. Cf. Relatio post disceptationem, 15-16: L'Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española (14 octubre 2001) p 4;
Propositio 20.
214. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 381 §
1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
can. 178.
215. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc.
331; 333; Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, cc. 43; 45 § 1.
216. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
Communionis notio (28 mayo 1992). ,12: AAS 85 (1993) 845-846.
217. Ibid., 13: l.c., 846.
218. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos en la Iglesia, 8; Código de Derecho
Canónico, c. 381 § 1; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, c. 178.
219. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 753; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 600.
220. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc.
333 § 1; 336; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, cc. 43; 45 § 1, 49.
221. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 21; Código de Derecho Canónico, c.
375 § 2.
222. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 27; Código de Derecho Canónico, c. 333
§ 1; Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, c. 45 § 1.
223. Pablo VI, Discurso en la apertura de la tercera sesión
del Concilio (14 septiembre 1964). : AAS 56 (1964). , 813.
224. Cf. Sínodo de los obispos, II asamblea general Extraordinaria,
Relación final Exeunte coetu (7 diciembre 1985) C. 1:
L'Osservatore Romano (10 dicembre 1985) 7.
225. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 333 §
2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
c. 45 § 2.
226. Cf. Propositio 27.
227. Cf. Const. ap. pastor Bonus (28 junio 1988) art. 31: AAS
80 (1988) 868; Adnexum I, 6: ibid., 916-917; Código
de Derecho Canónico, c. 400 § 1; Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 208.
228. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 13.
229. Cf. Const. ap. pastor Bonus, Adnexum (28 junio 1988) I, 2;
I, 5: AAS 80 (1988) 913; 915.
230. Cf. S. Ireneo, Contra las herejías, 3, 3, 2: PG 7,
848.
231. Cf. S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, 1,1: PG
5, 685.
232. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 13.
233. Cf. Ibid., 21-22; Decr. Christus Dominus, sobre la
función pastoral de los obispos, 4.
234. Cf. Propositiones 26 y 27.
235. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 399; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 206.
236. Cf. Propositio 25.
237. Cf. Motu proprio Apostolica sollicitudo (15 septiembre 1965) :
AAS 57 (1965)775-780; Conc. Ecum. Vat. II., Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 5.
238. Cf. Paolo VI, Motu proprio Apostolica sollicitudo (15 septiembre
1965) II: AAS 57 (1965)776-777; Alocución a los padres
sinodales (30 septiembre 1967) : AAS 59 (1967) 970- 971.
239. Cf. Propositio 25
240. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 333 §
2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
c. 45 § 2.
241. C. 343.
242. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001)44: AAS
93 (2001) 298.
243. Propositio 31; . Cf. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998)
13: AAS 90 (1998) 650-651.
244. Cf. Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral
de los obispos, 6.
245. Cf. Propositio 32.
246. Cf. Propositio 33.
247. Cf. Propositio 21.
248. Cf. Propositio 22.
249. Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23; Decr.
Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas,
11.
250. Cf. Const. ap. Sacri canones (18 octubre 1990) : AAS 82 (1990)
1037.
251. Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales
católicas, 11.
252. Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
cc. 76; 77.
253. Cf. Canones Apostolorum, VIII, 47, 34: ed. F.X. Funk, I,
572-574.
254. Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
cc. 110 § 3; 149.
255. Cf. ibid., cc. 110 § 1; 150 §§ 2,3.
256. Cf. ibid., cc. 110 § 2; 1062.
257. Cf. ibid., cc. 140-143.
258. Cf. Propositio 28; Código de Derecho Canónico,
c. 437 § 1; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, c. 156 § 1.
259. Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral
de los obispos, 36.
260. Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 441; 443.
261. Cf. AAS 90 (1998) 641-658.
262. C. 322.
263. Cf. Propositiones 29 y 30.
264. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998)6: AAS 90 (1998)
645-646.
265. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 450.
266. Cf. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998) 10.12: AAS
90 (1998) 648-650.
267. Cf. Ibid., nn. 12; 13; 19: l.c., 649-651.653-654;
Código de Derecho Canónico, cc. 381 § 1;
447; 455 § 1.
268. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998) 18: AAS 90 (1998)
653.
269. Ibid.
270. Cf. Propositio 25.
271. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 459 § 1.
272. Cf. Propositio 30.
273. Cf. Propositio 60.
274. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad
misionera de la Iglesia, 38.
275. Cf. Propositio 63.
276. Cf. Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990) 11:
AAS 83 (1991) 259-260.
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