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CUARTA PARTE
PEDAGOGIA DE LAS VOCACIONES
«¿No nos ardía nuestro corazón en
el pecho?»(Lc 24,32)
Esta parte pedagógica viene extraída del interior
del evangelio, según el ejemplo de aquel extraordinario
animador-educador vocacional que es Jesús, y en vista
de una animación vocacional destacada por concretas actitudes
pedagógicas evangélicas: sembrar, acompañar,
educar, formar, discernir.
Estamos en la última parte, la que, en la lógica
del documento, debería presentar la parte metodológica.
En efecto, se partió del análisis de la situación
concreta, para después definir los elementos teológicos
portadores del tema de la vocación, y, a continuación,
se ha tratado de volver a la vida de nuestras comunidades creyentes
para delinear el sentido y la orientación de la pastoral
de las vocaciones.
Queda tan sólo estudiar la dimensión pedagógica
de la pastoral vocacional.
Crisis vocacional y crisis educativa
30. Muchas veces, en nuestras Iglesias, son claros los objetivos
así como las estrategias de fondo, pero quedan un poco
difusos los pasos que dar para suscitar en nuestros jóvenes
la disponibilidad vocacional; y esto porque, todavía
hoy, resulta débil una cierta planificación educativa,
dentro y fuera de la Iglesia, la planificación que debería
ofrecer después, junto a la precisión del objetivo
que alcanzar, los caminos pedagógicos que recorrer para
conseguirlo. Lo dice también con su acostumbrado realismo
el Instrumentum laboris: «Constatamos, en efecto, la
debilidad de tantos lugares pedagógicos (grupo, comunidad,
oratorios, escuela y, sobre todo, la familia)» (95). La
crisis vocacional, es ciertamente también crisis de la
propuesta pedagógica y del camino educativo.
Se tratará de señalar ahora, partiendo siempre
de la palabra de Dios, precisamente esta convergencia entre
fin y método, con la convicción de que una buena
teología se traduce normalmente en la práctica,
llega a ser pedagogía y hace vislumbrar los recorridos,
con el deseo sincero de ofrecer a los diversos agentes pastorales
una ayuda y un instrumento útil para todos.
El evangelio de la vocación
31. Todo encuentro o diálogo en el evangelio tiene un
significado vocacional: cuando Jesús recorre los caminos
de Galilea es siempre enviado por el Padre para llamar al hombre
a la salvación y revelarle el designio del Padre mismo.
La buena noticia, el evangelio, es precisamente éste:
el Padre ha llamado al hombre por medio del Hijo en el Espíritu;
lo ha llamado no sólo a la vida, sino a la redención;
y no sólo a una redención merecida por otros,
sino a una redención que lo compromete en primera persona,
haciéndolo responsable de la salvación de otros.
En esta salvación pasiva y activa, recibida y compartida,
está encerrado el sentido de cada vocación; está
contenido el sentido mismo de la Iglesia como comunidad de creyentes,
santos y pecadores, todos «llamados»a participar
del mismo don y de la misma responsabilidad. Es el evangelio
de la vocación.
La pedagogía de la vocación
32. En el interior de este evangelio buscamos una pedagogía
correlativa, que después resulta que es la de Jesús,
auténtica pedagogía de la vocación. Es
la pedagogía que todo animador vocacional o todo evangelizador
debería saber poner en práctica para conducir
a los jóvenes a reconocer al Señor que lo llama
y a responderle.
Si punto de referencia de la pedagogía vocacional es
el misterio de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, en su hacer
«vocacional»hay muchos aspectos y dimensiones
significativos.
Ante todo, los evangelios nos presentan a Jesús mucho
más como formador que como animador, precisamente porque
obra siempre en estrechísima unión con el Padre,
que esparce la semilla de la Palabra y educa (sacando de la
nada), y con el Espíritu que acompaña en el camino
de la santificación.
Tales aspectos abren perspectivas importantes a quien trabaja
en la pastoral de las vocaciones y es llamado, por esta razón,
a ser no sólo animador vocacional, sino, primero de todo,
sembrador de la buena semilla de la vocación, y después,
acompañador en el camino que lleva el corazón
a «arder », educador en la fe y a la escucha de
Dios que llama, formador de las actitudes humanas y cristianas
de respuesta a la llamada de Dios (96), y, en fin, discernidor
de la existencia del don que viene de lo alto.
Las palabras en cursiva del párrafo anterior, definen
las cinco características principales del ministerio
vocacional, o las cinco dimensiones del misterio de la llamada
que de Dios llega al hombre a través de la mediación
de un hermano o hermana o de una comunidad.
Sembrar
33. «Salió un sembrador a sembrar, y de la simiente,
parte cayó junto al camino, y viniendo las aves se la
comieron. Otra cayó en terreno pedregoso, donde no había
mucha tierra; brotó en seguida porque la tierra era poco
profunda; pero cuando salió el sol se agostó,
y se secó porque no tenía raíz. Parte cayó
entre cardos, pero éstos crecieron y la ahogaron. Finalmente
otra parte cayó en tierra buena y dio fruto, una ciento,
otra sesenta, otra treinta»(Mt 13, 3-8).
Este párrafo precisa, en cierta manera, el primer paso
de un camino pedagógico, la primera actitud por parte
de quien se pone como mediador entre Dios que llama y el hombre
que es llamado, y que se inspira, ciertamente, en el hacer de
Dios. Es Dios-Padre el sembrador: Iglesia y mundo son los campos
donde continúa esparciendo abundantemente su semilla,
con absoluta libertad y sin exclusiones de ningún tipo;
una libertad que respeta la del terreno donde cae la semilla.
a) Dos libertades en diálogo
La parábola del sembrador manifiesta que la vocación
cristiana es un diálogo entre Dios y la persona humana.
El interlocutor principal es Dios, que llama a quien quiere,
cuando quiere y como quiere «según su propósito
y su gracia»(2 Tim 1,9); que llama a todos a la salvación,
sin dejarse limitar por las disposiciones del receptor. Pero
la libertad de Dios se encuentra con la libertad del hombre,
en un diálogo misterioso y fascinante, hecho de palabras
y silencios, de mensajes y acciones, de miradas y gestos; una
libertad perfecta, la de Dios, y otra imperfecta, la del hombre.
La vocación es, por tanto, totalmente acción de
Dios, pero también real actividad del hombre: trabajo
y penetración de Dios en lo profundo de la libertad humana,
pero también fatiga y lucha del hombre libre de acoger
el don.
Quien va junto a un hermano en el camino del discernimiento
vocacional penetra en el misterio de la libertad, y sabe que
podrá ser de ayuda sólo si respeta tal misterio.
Incluso cuando ello debiera suponer, al menos en apariencia,
un menor resultado. Como ocurre con el sembrador de la parábola.
b) El valor de sembrar por doquier
Precisamente el respeto de ambas libertades significa, ante
todo, valor para sembrar la buena semilla del evangelio, de
la Pascua del Señor, de la fe y, en fin, del seguimiento.
Esta es la condición previa; no se hace ninguna pastoral
vocacional, si no se tiene este valor. No sólo esto;
sino que es necesario sembrar por doquier, en el corazón
de cualquiera, sin ninguna preferencia o excepción. Si
todo ser humano es criatura de Dios, también es portador
de un don, de una vocación particular que espera ser
reconocida.
Con frecuencia, se deplora en la Iglesia la escasez de respuestas
vocacionales; y no se repara en que, con igual frecuencia, la
propuesta es hecha dentro de un limitado círculo de personas,
y, tal vez, retirada inmediatamente tras el primer rechazo.
Viene bien recordar aquí, el reclamo de Pablo VI: «Que ninguno, por nuestra culpa, ignore lo que debe saber, para
orientar, en sentido diverso y mejor, la propia vida» (97).
Y, sin embargo, ¡cuántos jóvenes nunca han
oído una propuesta cristiana acerca de su vida y de su
futuro!
Es maravilloso observar al sembrador de la parábola en
el gesto amplio de la mano que siembra «por doquier »;
es conmovedor reconocer en tal imagen el corazón de Dios-Padre.
Es la imagen de Dios que siembra en el corazón de todo
viviente un proyecto de salvación; o si queremos, es
la imagen del «derroche»de la generosidad divina,
que se desparrama sobre todos porque quiere salvar a todos y
llamarlos a Sí.
Es la misma imagen del Padre que se hace visible en el obrar
de Jesús, el cual llama a Sí a los pecadores,
escoge para construir su Iglesia gente aparentemente inadecuada
para esta misión, no conoce límites ni hace acepción
de personas.
Es mirándose en esta imagen como el agente de pastoral,
a su vez, anuncia, propone, sacude con idéntica generosidad;
y es precisamente la seguridad de la semilla depositada por
el Padre en el corazón de toda criatura la que le da
fuerza para ir a todas partes y sembrar de cualquier modo la
buena semilla vocacional, para no quedarse encerrado dentro
de los espacios habituales y afrontar ambientes nuevos y para
intentar aproximaciones insólitas y dirigirse a cada
persona.
c) La siembra en el tiempo propicio
Forma parte de la sabiduría del sembrador esparcir la
buena semilla de la vocación en el momento propicio.
Lo que de ningún modo significa adelantar los tiempos
de la opción o pretender que el adolescente tenga la
misma capacidad de decisión que un joven, sino comprender
y respetar el sentido vocacional de la vida humana.
Cada etapa de la existencia tiene un significado vocacional,
comenzando del momento en el que el muchacho se abre a la vida
y tiene necesidad de comprender su sentido, e intenta preguntarse
sobre cuál es su papel en ella. No dar respuesta a tal
pregunta en el momento adecuado, podría perjudicar el
germinar de la semilla: «la experiencia pastoral demuestra
que la primera señal de la vocación aparece, en
la mayor parte de los casos, en la infancia y en la adolescencia.
Por esto parece importante recuperar o proponer fórmulas
que puedan suscitar, sostener y acompañar esta primera
manifestación vocacional» (98). Sin limitarse exclusivamente
a ellas. Cada persona tiene sus ritmos y sus tiempos de maduración.
Lo importante es que junto a sí tenga un buen sembrador.
d) La más pequeña de todas las semillas
No es ciertamente labor fácil, hoy, «la del sembrador
vocacional ». Por los motivos que sabemos: no existe,
propiamente hablando, una cultura vocacional; el modelo antropológico
prevalente parece ser el del «hombre sin vocación
»; el contexto social es éticamente neutro y carente
de esperanza y de modelos prospectivos. Todos los elementos
parecen concurrir para debilitar la propuesta vocacional y, quizá,
nos permiten aplicarle cuanto Jesús dice a propósito
del reino de Dios (cf. Mt 13,31 s): la semilla de la vocación
es como un granito de mostaza que cuando se lo siembra, o cuando
viene propuesta o indicada como presente, es la más pequeña
de todas las semillas; muy a menudo no suscita consenso inmediato
alguno; al contrario, es negada y desmentida, es como sofocada
por otras expectativas y proyectos, ni tomada en serio; o, más
bien, se la mira con recelo y desconfianza, como si fuese una
semilla de infelicidad.
Y, entonces, el joven, rechaza, dice no interesarle, ha hipotecado
ya su futuro (u otros ya lo han hecho por él); o quizá
dice que le agradaría y le interesa, pero que no está
seguro y, además, es muy difícil y le da miedo...
Nada de extraño y absurdo en esta reacción medrosa
y negativa; en el fondo lo había dicho ya el Señor.
La semilla de la vocación es la más pequeña
de todas las semillas, es débil y no se impone, precisamente
porque es manifestación de la libertad de Dios que quiere
respetar hasta el extremo la libertad del hombre.
Y, por lo tanto, también es necesaria la libertad de
quien orienta el camino del hombre: una libertad de espíritu
que permita continuar y no echarse atrás ante el rechazo
y desinterés iniciales.
Jesús dice, en la breve parábola del grano de
mostaza, que «una vez crecida, es la más grande
de las hortalizas» (Mt 13,32); por tanto, es una semilla
que posee su fuerza, aunque no es evidente y eclosiva de inmediato,
antes bien, necesita muchos cuidados para madurar. Hay una especie
de secreto elemental que forma parte de la sabiduría
campesina: para asegurar cualquier cosecha en la estación
justa, es preciso cuidar todo, desde el terreno hasta la simiente;
prestar atención a todo, desde lo que la hace crecer
hasta lo que obstaculiza su desarrollo. Incluso a las imprevisibles
intemperies de las estaciones. En el campo vocacional sucede
algo parecido. La siembra es sólo el primer paso, al
que deben seguir otras atenciones bien precisas para que las
dos libertades entren en el misterio del diálogo vocacional.
Acompañar
34. «El mismo día, dos de ellos iban a una aldea,
que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús,
y hablaban entre sí de todos estos acontecimientos. Mientras
iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó
e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle»(Lc 24, 1316).
Elegimos, para describir las articulaciones de acompañar,
educar y formar, el episodio de los dos discípulos de
Emaús. Es un pasaje significativo porque, además
de la sabiduría del contenido y del método pedagógico
seguido por Jesús, nos parece ver en los discípulos
la imagen de tantos jóvenes de hoy, un tanto tristes
y desanimados, que parecen haber perdido toda ilusión
por buscar su vocación.
El primer paso, o el primer cuidado en este camino, es ponerse
al lado: el sembrador o quien ha despertado en el joven la conciencia
de la semilla sembrada en el terreno de su corazón, se
convierte ahora en acompañante.
En la teología de la presente reflexión, se indicó
como propio del Espíritu el ministerio del acompañamiento.
En efecto, es el Espíritu del Padre y del Hijo quien
permanece junto al hombre para recordarle la Palabra del Maestro;
es también el Espíritu quien habita en el hombre
para suscitar en él la conciencia de ser hijo del Padre.
Es, por tanto, el Espíritu el modelo en el que se debe
inspirar aquel hermano o hermana mayor que acompaña al
hermano o hermana menor en búsqueda.
a) Itinerario vocacional
Definido el itinerario vocacional pastoral, nos preguntamos
ahora: ¿qué es un itinerario vocacional en el
plano pedagógico?
El itinerario pedagógico vocacional es un viaje orientado
hacia la madurez de la fe, como una peregrinación hacia
el estado adulto del creyente, llamado a disponer de sí
mismo y de la propia vida con libertad y responsabilidad, según
la verdad del misterioso proyecto pensado por Dios para él.
Tal viaje se realiza por etapas en compañía de
un hermano o hermana mayor en la fe y en el discipulado, que
conoce el camino, la voz y los pasos de Dios, que ayuda a reconocer
al Señor que llama y a discernir el camino que recorrer
para llegar a El y responderle.
Un itinerario vocacional es, por tanto, y ante todo, camino
con El, el Señor de la vida, aquel «Jesús
en persona », como anota con precisión Lucas, que
se aproxima al camino del hombre, hace el mismo recorrido y
entra en su historia. Pero los ojos de carne, a menudo, no lo
saben reconocer; y, entonces, el caminar humano permanece solitario,
y el conversar inútil, mientras que la búsqueda
arriesga perpetuarse en un interminable y a veces narcisista
«hacer experiencias », incluso vocacionales, sin
ningún resultado definitivo. Quizá la primera
tarea del acompañante vocacional es la de indicar la
presencia de Otro, o de admitir la naturaleza relativa de la
propia vecindad o del propio acompañamiento, para ser
mediación de tal presencia, o itinerario hacia el descubrimiento
del Dios que llama y se avecina a cada hombre.
Como los discípulos de Emaús, o como Samuel durante
la noche, con frecuencia nuestros jóvenes no tienen ojos
para ver ni oídos para oír a Quien camina junto a cada
uno y, con insistencia y delicadeza a la vez, pronuncia su nombre.
El hermano que acompaña es el signo de esa insistencia
y delicadeza; su tarea es la de ayudar a reconocer la procedencia
de la voz misteriosa; no habla de sí, sino que anuncia
a Otro que, sin embargo, está ya presente; como Juan
Bautista.
El ministerio del acompañamiento vocacional es ministerio
humilde, de la clase de humildad serena e inteligente que proviene
de la libertad en el Espíritu, y que se manifiesta «
con el valor de la escucha, del amor y del diálogo ».
Gracias a esta libertad resuena con mayor claridad y fuerza
incisiva la voz de Aquél que llama. Y el joven se encuentra
ante Dios, descubre con sorpresa que es el Eterno quien camina
en el tiempo junto a él, y lo llama a una opción
definitiva.
b) Los pozos de agua
«Jesús cansado del viaje, se sentó junto
al pozo...»(Jn 4,6): es el arranque de lo que podemos
considerar un inédito coloquio vocacional: el encuentro
de Jesús con la samaritana. La mujer, en efecto, a través
de este encuentro, recorre un itinerario hacia el descubrimiento
de sí misma y del Mesías, convirtiéndose
inmediatamente en su anunciadora.
También este pasaje trasluce la soberana libertad de
Jesús en buscar dondequiera y en quienquiera a sus mensajeros;
pero, también es llamativo el cuidado, por parte de Aquél
que es el camino del hombre hacia el Padre, de cruzarse con
la criatura a lo largo de sus caminos, o de esperarla donde
más evidente y viva es su espera. Es cuanto se puede
deducir de la imagen simbólica del «pozo».
Los pozos, en la antigua sociedad judaica, eran fuentes de vida,
condición básica de supervivencia de un pueblo
siempre preocupado por la penuria de agua; y es precisamente
en torno a este símbolo, el agua para y de la vida, donde
Jesús construye con delicadísima pedagogía
su aproximación a la mujer.
Acompañar a un joven quiere decir identificar «
los pozos»de hoy: todos los lugares y momentos, los
desafíos y expectativas, por donde antes o después
todos los jóvenes deben pasar con sus ánforas
vacías, con sus interrogantes no expresados, con su suficiencia
arrogante pero a menudo sólo aparente, con su deseo profundo
e indeleble de autenticidad y de futuro.
La pastoral vocacional no puede ser «de espera»,
sino actuación de quien busca y no se da por vencido
hasta que no haya encontrado, y se hace encontrar en el lugar
y en el «pozo»justo, allí donde el joven
da cita a la vida y al futuro.
El acompañante vocacional debe ser «inteligente
», desde este punto de vista, uno que no impone necesariamente
sus preguntas, sino que parte de las del joven mismo, de cualquier
tipo que sean; o es capaz -si fuera preciso- de «suscitar
y estimular la cuestión vocacional, que vive en el corazón
de cada joven, pero que espera ser sacada a la luz por verdaderos
formadores vocacionales» (99).
c) Coparticipación y con-vocación
Realizar acompañamiento vocacional significa ante todo
compartir: el pan de la fe, de la esperanza en Dios, de la fatiga
en la búsqueda, hasta compartir también la vocación:
no para imponerla, evidentemente, sino para atestiguar la grandeza
de una vida que se realiza según un designio de Dios.
El rol comunicativo típico del acompañamiento
vocacional no es ni el didáctico o exhortativo, ni tampoco
el de amistad, por un lado, o, por el otro, el del director
espiritual (entendido éste como quien imprime inmediatamente
una dirección precisa a la vida de otro), sino que es
el papel de la confessio fidei.
Quien realiza acompañamiento vocacional testimonia la
propia opción o, mejor, su particular elección
por Dios, da a conocer —no necesariamente con palabras—
su camino vocacional, y, por tanto, da a conocer también
o deja traslucir, la fatiga, la novedad, el riesgo, la sorpresa,
la grandeza.
De esto deriva una catequesis vocacional de persona a persona,
de corazón a corazón, rica de humanidad y originalidad,
de ardor y fuerza convincentes; una animación vocacional
sapiencial y experiencial. Un poco como la experiencia de los
primeros discípulos de Jesús que «fueron
y vieron dónde moraba, y permanecieron con El aquel día» (Jn 1,39); y tanto les debió impresionar aquella
experiencia que Juan, después de muchos años,
recuerda que «eran cerca de las cuatro de la tarde».
Se hace animación vocacional sólo por contagio,
es decir, por contacto directo, porque el corazón está
lleno y la experiencia de la grandeza continúa cautivando.
«Los jóvenes están muy interesados en el
testimonio de vida de las personas que están ya en un
camino espiritual. Sacerdotes y religiosos deben tener el valor
de ofrecer signos concretos en su camino espiritual. Por esto
es importante dedicar tiempo a los jóvenes, caminar a
su paso, buscarlos allí donde se hallan, escucharlos
y responder a las preguntas que surgen en el encuentro» (100)-
Precisamente por esto el acompañante vocacional es también
un entusiasta de su vocación y de la posibilidad de transmitirla
a otros; es testigo, no sólo convencido, sino feliz,
y por tanto, convincente y creíble.
Sólo así el mensaje abarca la totalidad espiritual
de la persona, corazón- mente-voluntad, proponiendo algo
que es verdadero-grande-bueno.
Es el significado de la con-vocación: nadie puede pasar
junto al anunciante de una tan «buena noticia»
sin sentirse atraído, «totalmente»llamado,
en cada nivel de su personalidad, y continuamente llamado, por
Dios, ciertamente, pero también por tantas personas,
ideales, situaciones inéditas, retos diversos, mediaciones
humanas de la llamada divina.
Entonces el signo vocacional puede ser percibido mejor.
Educar
35. «Y les dijo: «¿Qué discursos
son éstos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis?
«Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra
uno de ellos, por nombre Cleofás, le dijo: «¿Eres
tú el único forastero en Jerusalén que
no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días? ».
El les dijo: «¿Cuáles? ». Contestáronle:
«Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso
en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo... ».
Y El les dijo: «¡Oh hombres sin inteligencia y
tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron
los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese
esto y entrase en su gloria? ». Y comenzando por Moisés
y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a El se
refería en todas las Escrituras. Se acercaron a la aldea
adonde iban, y El fingió seguir adelante. Obligáronle
diciendo: «Quédate con nosotros, porque se hace
tarde y el día ya declina ». Y entró para
quedarse con ellos»(Lc 24,17-29).
Tras la siembra, a lo largo del camino del acompañamiento,
se trata de educar al joven. Educar en el sentido etimológico
del verbo, es como un sacar fuera (e-ducere) de él su
verdad, la que tiene en su corazón, incluso lo que no
sabe ni conoce de sí mismo: debilidades y aspiraciones,
para favorecer la libertad de la respuesta vocacional.
a) Educar al conocimiento de sí mismo
Jesús se aproxima a los dos y les pregunta de qué
hablan. El lo sabe, pero quiere que ambos se manifiesten a sí
mismos, y, señalando su tristeza y sus esperanzas perdidas,
les ayuda a adquirir conciencia de su problema y del motivo
real de su turbación. Así ambos se ven virtualmente
obligados a releer la reciente historia haciendo vislumbrar
el verdadero motivo de su tristeza.
«Nosotros esperábamos... »; pero la historia
parece haber andado en sentido contrario a sus esperanzas. En
realidad, primero, ellos han vivido todas las experiencias significativas
con Jesús, «poderoso en obras y en palabras »;
pero es como si este camino de fe, de repente, se hubiese interrumpido
ante un acontecimiento incomprensible como el de la pasión
y muerte de Aquél que habría debido liberar a
Israel.
«Nosotros esperábamos, pero... »: ¿cómo
no reconocer en esta frase incompleta la historia de tantos
jóvenes que parecen interesados en el tema vocacional,
se dejan provocar y muestran una buena predisposición,
pero que, después, se detienen ante una decisión
que tomar? Jesús, en algún modo, estimula a los
dos a admitir la diferencia entre sus esperanzas y el plan de
Dios como se realizó en Jesús; entre su modo de
entender el Mesías y su muerte de cruz, entre sus esperanzas
tan humanas e interesadas y el significado de una salvación
que viene de lo alto.
De igual modo, es importante y decisivo ayudar a los jóvenes
a que echen fuera el equívoco de fondo: una interpretación
de la vida demasiado terrena y centrada en torno al yo que hace
difícil o francamente imposible la opción vocacional,
o hace sentir excesivas las exigencias de la llamada, como si
el plan de Dios fuese enemigo de la necesidad de felicidad del
hombre.
Cuántos jóvenes no han acogido la llamada vocacional
no por no ser generosos e indiferentes, sino simplemente porque
no se les ha ayudado a conocerse, a descubrir la raíz
ambivalente y pagana de ciertos esquemas mentales y afectivos;
y porque no se les ha ayudado a liberarse de sus miedos y seguridades,
conocidos o ignorados, respecto a la vocación misma.
¡Cuántos abortos vocacionales a causa de este vacío
educativo!
Educar significa, ante todo, sacar fuera la realidad del yo,
tal como es, si después se quiere llevarlo a ser como
debe ser: la sinceridad es un paso fundamental para llegar a
la verdad, pero en cada caso es necesaria una ayuda exterior
para ver bien el interior. El educador vocacional, por tanto,
debe conocer los entresijos del corazón humano, para
acompañar al joven en la construcción de su verdadero
yo.
b) Educar al misterio
Aquí nace la paradoja. Cuando el joven es conducido a
las fuentes de sí mismo, y puede ver cara a cara también
sus debilidades y temores, tiene la impresión de que
comprende mejor el motivo de ciertas actitudes y reacciones
suyas y, al mismo tiempo, capta cada vez mejor la realidad del
misterio como clave de la lectura de la vida y de su persona.
Es indispensable que el joven acepte no saber, no poder conocerse
hasta el fondo.
La vida no está enteramente en sus manos, porque la vida
es misterio y, por otra parte, el misterio es vida; o de otra
manera, el misterio es aquella parte del yo que todavía
no ha sido descubierta, ni todavía vivida y que espera
ser descifrada y realizada; misterio es aquella realidad personal
que aún debe crecer, rica de vida y de posibilidades
existenciales todavía intactas, es la parte germinativa
del yo.
Y por consiguiente aceptar el misterio es signo de inteligencia,
de libertad interior, de voluntad de futuro y de cambio, de
rechazo de una concepción repetitiva y pasiva, aburrida
y trivial de la vida. He aquí por qué dijimos
al inicio de este documento, que la pastoral vocacional debe
ser mistagógica, y, por consiguiente, partir una y otra
vez del misterio de Dios para reconducir al misterio del hombre.
La pérdida del significado del misterio es una de las
causas más importantes de la crisis vocacional.
Al mismo tiempo la categoría del misterio llega a ser
categoría propedéutica a la fe. Es posible y,
para ciertos aspectos natural, que llegados a este punto el
joven sienta brotar dentro de sí como una necesidad de
revelación; esto es, el deseo de que el Autor mismo de
la vida le revele su significado y el puesto que en ella ha
de ocupar. ¿Qué otros, además del Padre,
pueden realizar tal revelación?
Por otra parte, no es importante que el joven descubra de repente
(o que el guía intuya inmediatamente) el camino que ha
de seguir: lo que importa es que descubra y decida en cada caso
situar fuera de sí, en Dios Padre, la búsqueda
del fundamento de su existencia. ¡Un auténtico
camino vocacional lleva siempre y de cualquier modo al descubrimiento
de la paternidad y maternidad de Dios!.
c) Educar a leer la vida
En el evangelio Jesús invita a los dos de Emaús,
en cierto modo, a volver a la vida, a los sucesos que habían
causado su tristeza, mediante un sabio método de lectura,
capaz no sólo de recomponer entre ellos los acontecimientos
en torno a un significado central, sino de descubrir, en el
entramado misterioso de la vida humana, la hebra de un proyecto
divino. Es el método que podríamos llamar genético-histórico,
el cual hace buscar y encontrar en la propia biografía
las actuaciones y las huellas del paso de Dios y, por tanto,
también, su voz que llama. Tal método:
* es a la vez tiempo deductivo e inductivo, o histórico-bíblico:
parte, en efecto, de la verdad revelada y al mismo tiempo de
la realidad histórica, y así favorece el diálogo
ininterrumpido entre el vivir subjetivo (los datos citados por
los dos discípulos) y referencia a la Palabra («Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les
fue declarando cuanto a El se refería en todas las Escrituras
», Lc 24,27).
* indica en la normatividad de la palabra y en la centralidad
del misterio de Cristo muerto y resucitado, un preciso punto
de interpretación de los acontecimientos existenciales,
sin rechazar suceso alguno, en especial los más difíciles
y dolorosos. («¿No era preciso que el Mesías
padeciese esto y entrase en su gloria?», Lc 24,26).
* la lectura de la vida llega a ser así una acción
altamente espiritual, y no sólo sicológica, porque
lleva a reconocer en ella la presencia luminosa y misteriosa
de Dios y de su Palabra (101). Y, en el interior de este misterio,
permite descubrir poco a poco, la semilla de la vocación
que el mismo Padre-sembrador ha depositado en los surcos de
la vida. Aquella semilla que, aunque pequeña, ahora comienza
a brotar y a crecer.
d) Educar a in-vocar
Si la lectura de la vida es acción espiritual, ella obliga
necesariamente a la persona no sólo a reconocer su necesidad
de revelación, sino a celebrarla, con la oración
de in-vocación. Educar quiere decir e-vocar la verdad
del yo. Dicha evocación nace precisamente de la in-vocación
orante, de una oración que es más oración
de confianza que de petición, oración como admiración
y gratitud; pero también como lucha y tensión,
como «vaciado»de las propias ambiciones para
acoger esperanzas, peticiones, deseos del Otro: del Padre que
en el Hijo puede indicar al que busca el camino a seguir.
Pero, entonces, la oración se convierte en lugar del
discernimiento vocacional, de la educación a la escucha
de Dios que llama, porque cualquier vocación tiene su
origen en los momentos de una oración suplicante, paciente
y confiada; sostenida no por la exigencia de una respuesta inmediata,
sino por la certeza o por la confianza de que la invocación
será escuchada, y permitirá descubrir, a su tiempo,
a quien invoca, su vocación.
En el episodio de Emaús todo esto es puesto en evidencia
en una frase esencial, quizá la más bella oración
jamás salida de corazón humano: «Quédate
con nosotros porque se hace tarde y el día ya declina
»(Lc 24,29). Es la súplica de quien sabe que sin
el Señor se hace rápidamente noche en la vida,
que sin su palabra brota la oscuridad de la incomprensión
o de la confusión de identidad; la vida aparece sin sentido
y sin vocación. Es el ruego de quien, quizá, todavía
no ha descubierto su camino, pero intuye que estando con El
se encuentra a sí mismo, porque sólo El tiene
«palabras de vida eterna»(Jn 6,68).
Este tipo de oración in-vocante no se aprende espontáneamente,
sino que tiene necesidad de un largo aprendizaje; y no se aprende
solo, sino con la ayuda de quien ha aprendido a escuchar los
silencios de Dios. Ni cualquiera puede enseñar tal oración,
sino sólo aquél que es fiel a su vocación.
Y, por consiguiente, si la oración es el camino natural
de la búsqueda vocacional, hoy como ayer, o mejor, como
siempre, son necesarios educadores vocacionales los que recen,
enseñen a rezar, eduquen a la invocación.
Formar
36. «Sentado con ellos a la mesa, tomó el pan,
lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los
ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia.
Se dijeron uno a otro: «¿No ardían nuestros
corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba
y nos declaraba las Escrituras?»(Lc 24,30-32).
La formación es, en algún modo, el momento culminante
del proceso pedagógico, ya que es el momento en que se
propone al joven una forma, un modo de ser, en la que él
mismo reconoce su identidad, su vocación, su norma.
Es el Hijo, impronta del Padre, el formador de los hombres,
pues es el modelo según el cual el Padre creó
al hombre. Por esto El invita a los que llama a tener sus mismos
sentimientos y a compartir su vida, a tener su «forma
». El es, al mismo tiempo, el formador y la forma.
El formador vocacional es tal en cuanto es mediador de esta
acción divina, y se coloca junto al joven para ayudarlo
a «reconocer»en ella su llamada y a dejarse formar
por ella.
a) Reconocimiento de Jesús
El momento decisivo del episodio de Emaús es, sin duda,
aquél en el que Jesús toma el pan, lo parte y
lo da a cada uno de ellos: «Entonces se abrieron sus
ojos y lo reconocieron ». Se dan aquí una serie
de «reconocimientos»que se relacionan entre sí.
Ante todo, los dos reconocen a Jesús, descubren la verdadera
identidad del caminante que se les ha juntado, precisamente
porque aquel gesto lo podía hacer sólo El, como
bien sabían los dos.
En perspectiva vocacional esto quiere decir la importancia que
tiene llevar a cabo gestos fuertes, signos inconfundibles, propuestas
grandes, proyectos de seguimiento radical (102).
El joven necesita ser estimulado por ideales grandes, por algo
que le supera y que está por encima de sus posibilidades,
por algo por lo que vale la pena dar la propia vida. Lo dice,
incluso, el análisis psicológico: pedir a un joven
algo que esté por debajo de sus posibilidades, significa
ofender su dignidad e impedir su plena realización; dicho
de manera positiva, al joven hay que proponerle el máximo
de lo que puede dar para que llegue a ser y sea él mismo.
Y si Jesús es reconocido «en el partir del pan
», la dimensión eucarística debería
estar en el fondo de todo camino vocacional: como «lugar
»típico del apremio vocacional, como misterio
que explica el sentido general de la vida humana, como objetivo
final de cualquier pastoral vocacional que quiera ser cristiana.
b) Reconocimiento de la verdad de la vida
Pero en este momento, en un auténtico proceso de formación
a la opción vocacional, surge otro «reconocimiento
»: el reconocimiento- descubrimiento, dentro del misterio
eucarístico, del significado de la vida. Si la eucaristía
es el sacrificio de Cristo que salva a la humanidad, y si dicho
sacrificio es cuerpo roto y sangre derramada por la salvación
de la humanidad, también la vida del creyente está
llamada a modelarse sobre la misma correlación de significados:
también la vida es bien recibido que tiende, por su naturaleza,
a convertirse en bien dado, como la vida del Verbo. Es la verdad
de la vida, de toda vida.
Las consecuencias en plano vocacional son evidentes. Si hay
un don al comienzo de la vida del hombre, que lo constituye
en ser, entonces la vida tiene el camino trazado: si es don,
será plenamente él mismo sólo si se realiza
en la perspectiva del darse; será feliz a condición
de respetar esta naturaleza suya. Podrá hacer la opción
que quiera, pero siempre en la lógica del don, de otra
manera se convertirá en un ser en contraste consigo mismo,
una realidad «monstruosa»; será libre de
elegir la orientación específica que quiera, pero
no será libre de pensarse fuera de la lógica del
don.
Toda la pastoral vocacional está construida sobre esta
catequesis fundamental del significado de la vida. Si se admite
esta verdad antropológica, entonces se puede hacer cualquier
propuesta vocacional. También, entonces, la vocación
al ministerio ordenado o a la consagración religiosa
o secular, con toda su carga de misterio y mortificación,
llega a ser la plena realización de lo humano y del don
que cada hombre tiene y es en lo más profundo de su ser.
c) La vocación como reconocimiento-gratitud
Pero si es en el gesto eucarístico en el que los dos
de Emaús «reconocen»al Señor, y
cada creyente el sentido de la vida, entonces la vocación
nace del «reconocimiento ». Nace sobre el terreno
de la gratitud, porque la vocación es respuesta, no iniciativa
personal de cada uno: es ser escogido, no escoger.
Precisamente a esta disposición interior de gratitud
debería llevar la lectura de toda la vida pasada. El
descubrimiento de haber recibido de modo inmerecido y con abundancia,
debería «impulsar»psicológicamente
al joven a concebir el ofrecimiento de sí, en la opción
vocacional, como una consecuencia inevitable, como un acto verdaderamente
libre, porque está determinado por el amor; pero en cierto
sentido también debido, porque frente al amor recibido
de Dios, él siente no poder hacer otra cosa que darse.
Es bello y del todo lógico que sea así; de por
sí tampoco es cosa extraordinaria.
La pastoral vocacional busca formar en esta lógica del
reconocimiento-gratitud, mucho más recta y convincente,
en el plano humano, y más teológicamente fundamentada
que la llamada «lógica del héroe »,
de quien no ha madurado bastante el conocimiento de haber recibido,
y se siente a sí mismo autor del don y de la elección.
Tal lógica tiene muy poco arraigo en la sensibilidad
juvenil actual, porque subvierte la verdad de la vida como bien
recibido que tiende naturalmente a convertirse en bien dado.
Es la sabiduría evangélica del «gratuitamente
habéis recibido, gratuitamente dad»(Mt 10,8)
(103), enseñada por Jesús a los discípulos-anunciadores
de su palabra, que dice la verdad de todo ser humano: nadie
podría no reconocerse en ella.
Es de esta verdad de donde la vida toma la forma que después
es llamada a asumir, o es de esta figura única de la
fe desde la que nacen después las diversas figuras vocacionales
de la fe misma.
Entonces llega a ser posible también pedir opciones tan
fuertes y radicales, como una llamada de especial consagración,
al sacerdocio y a la vida consagrada. Por esto la propuesta
de Dios, por difícil y rara que pueda parecer (lo es
en realidad), se convierte también en una promoción
imprevista de las auténticas aspiraciones humanas y garantiza
el máximo de felicidad. La felicidad, llena de gratitud,
que María canta en el «Magnificat ».
d) Reconocimiento de Jesús y auto-reconocimiento del
discípulo
Los ojos de los discípulos de Emaús se abren ante
el gesto eucarístico de Jesús.
Es ante este gesto ante el que Cleofás y su compañero
comprenden también el significado de su camino como un
viaje, no sólo al reconocimiento de Jesús, sino
también al del propio reconocimiento: «¿No
ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras
en el camino hablaba con nosotros y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).
No es simplemente una mera conmoción en los dos peregrinos
que escuchan las explicaciones del Maestro, sino la sensación
de que la vida, la eucaristía, la Pascua, el misterio
de El, serán cada vez más su misma vida, eucaristía,
pascua y misterio.
En el corazón que arde está el descubrimiento
de la vocación y la historia de cada vocación.
Unida siempre a una experiencia de Dios, en quien la persona
se descubre también a sí misma y su propia identidad.
Formar a la opción vocacional quiere decir mostrar siempre
más el nexo entre experiencia de Dios y descubrimiento
del yo, entre teofanía y autoidentidad. Es muy cierto
cuanto afirma el Instrumentum laboris: «El reconocimiento
de El como Señor de la vida y de la historia conlleva
el reconocerse uno a sí mismo como discípulo» (104). Y cuando el acto de fe logra conjugar el «reconocimiento
cristológico»con el «auto-reconocimiento
antropológico », la semilla de la vocación
está ya madura, mejor todavía, está ya
floreciendo.
Discernir
37. «En el mismo instante se levantaron, y volvieron
a Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a sus
compañeros, que les dijeron: El Señor en verdad
ha resucitado y se ha aparecido a Pedro. Y ellos contaron lo
que les había pasado en el camino y cómo le reconocieron
en la fracción del pan» (Lc 24,33.35).
Para que el camino de Emaús llegue a ser itinerario vocacional
se requiere un paso decisivo tras la serie de «reconocimientos
»y «autorreconocimientos»: la opción
efectiva por parte del joven, a la que corresponde, por parte
de quien lo ha acompañado a lo largo del camino vocacional,
el proceso de discernimiento. Un discernimiento que ciertamente
no concluirá con el tiempo de orientación vocacional,
sino que deberá proseguir después hasta la maduración
de una decisión definitiva, «para toda la vida
» (105).
a) La opción efectiva del llamado
Capacidad de decisión
En el relato evangélico que ha trazado el camino de nuestra
reflexión, la opción viene claramente manifestada
en el versículo 33: «Y al instante se volvieron...».
La anotación temporal («al instante ») proclama
con fuerza la decisión de los dos, provocada por la palabra
y por la persona de Jesús, por el encuentro con El, y
se pone valientemente en práctica por una opción
que supone ruptura con lo que eran o hacían anteriormente,
e indica cambio de vida.
Es precisamente esta decisión la que falta a menudo en
los jóvenes de hoy.
Por tal motivo, y con el fin de «ayudar a los jóvenes
a superar la indecisión ante los compromisos definitivos,
parece útil prepararlos gradualmente a asumir responsabilidades
personales, (...), confiarles tareas adecuadas a sus posibilidades
y a su edad, (...), favorecer una educación progresiva
a las pequeñas opciones de cada día ante los valores
(gratuidad, constancia, sobriedad, honradez...)» (106).
Por otro lado, se recuerda que con mucha frecuencia estos y
otros miedos e indecisiones denotan una débil planificación
no sólo sicológica de la persona, sino también
de la experiencia espiritual y, en particular, de la experiencia
de la vocación como elección que viene de Dios.
Cuando es pobre esta certeza, el sujeto confía inevitablemente
en sí mismo y en sus propios recursos; y cuando constata
su precariedad, no es nada extraño que se deje dominar
por el miedo ante una opción definitiva que tomar.
La incapacidad de decisión no es necesariamente característica
de la actual generación juvenil; no es raro que sea consecuencia
de un acompañamiento vocacional que no ha subrayado bastante
la primacía de Dios en la elección, o que no ha
sido formado a dejarse a elegir por él (107).
«Vuelta a casa»
La opción vocacional indica cambio de vida, pero en realidad
también es signo de una recuperación de la propia
identidad, como una «vuelta a casa », a las raíces
del yo. En el pasaje de Emaús, dicha «vuelta»
la simboliza la expresión: «...y volvieron a Jerusalén
».
Es muy importante, en la formación a la opción
vocacional, afirmar la idea de que ella representa la condición
para ser uno mismo y para realizarse según el único
proyecto que puede dar felicidad. Muchos jóvenes piensan
todavía lo contrario sobre la vocación cristiana,
la miran con desconfianza y temen que no pueda hacerles felices;
pero terminan después siendo infelices, como el joven
del evangelio (cf. Mc 10,22).
¡Cuántas veces las mismas actitudes de los adultos,
incluidos los padres, han contribuido a crear una imagen negativa
de la vocación, en particular al sacerdocio y a la vida
consagrada, poniendo toda clase de obstáculos a su seguimiento
y desanimando a quien se sentía llamado a ellas! (108).
Por otra parte, no se resuelve este problema con una banal propaganda
a favor de la vocación que acentuase los aspectos positivos
y gratificantes de la vocación misma, sino subrayando,
sobre todo, la idea de que la vocación es el proyecto
de Dios sobre la criatura, es el nombre dado por El a la persona.
Descubrir y responder a la vocación como creyentes quiere
decir encontrar aquella piedra sobre la que está escrito
el propio nombre (cf. Ap 2,17-18), o volver a las fuentes del
yo.
Testimonio personal
En Jerusalén los dos «encontraron reunidos a los
once y a sus compañeros, que les dijeron: «El
Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón
». Y ellos contaron lo que les había pasado en
el camino y cómo le reconocieron en la fracción
del pan» (Lc 24,33-35).
El dato más significativo de este fragmento, respecto
a la opción vocacional, es el testimonio de los dos,
un testimonio particular, porque sucede en un contexto comunitario
y tiene un preciso sentido vocacional.
En efecto, cuando llegan los dos, la asamblea está proclamando
su fe con una fórmula («En verdad el Señor
ha resucitado y se ha aparecido a Simón ») que
sabemos figura entre los testimonios más antiguos de
fe objetiva. Cleofás y el compañero añaden,
en algún modo, su experiencia subjetiva, que confirma
cuanto la comunidad estaba proclamando, y ratifica también
su particular camino creyente y vocacional.
Es como si aquel testimonio fuese el primer fruto de la vocación
descubierta y reencontrada, que viene puesta prontamente, como
es propio de la vocación cristiana, al servicio de la
comunidad eclesial.
Viene a la mente, por tanto, cuanto ya se ha dicho acerca de
la relación entre itinerarios eclesiales objetivos e
itinerario personal subjetivo, en una relación de sinergia
y complementariedad: el testimonio individual ayuda y hace crecer
la fe de la Iglesia, la fe y el testimonio de la Iglesia estimula
y anima la opción vocacional de cada persona.
b) El discernimiento por parte del guía
En la Exhortación apostólica postsinodal pastores
dabo vobis Juan Pablo II afirma: «El conocimiento de
la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es
el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía
más segura y el estímulo más incisivo,
para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de
promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales,
y la de formación de los llamados al ministerio ordenado» (109).
Y por analogía se podría decir lo mismo cuando
se trata del discernimiento de cualquier vocación a la
vida consagrada. Presupuesto irrenunciable para discernir tales
vocaciones es, ante todo, tener presente la naturaleza y misión
de ese estado de vida en la Iglesia (110).
Dicho presupuesto deriva directamente de la certeza de que Dios
es quien llama, y por tanto de la búsqueda de aquellas
señales que certifican la llamada divina.
Se indican ahora algunos criterios de discernimiento, divididos
en cuatro epígrafes:
La apertura al misterio
Si cerrarse al misterio, característica de cierta mentalidad
moderna, inhibe cualquier disponibilidad vocacional, su contrario,
o sea la apertura al misterio, es no sólo condición
positiva para el descubrimiento de la propia vocación,
sino que es indicador de una recta opción vocacional.
a) La auténtica certeza subjetiva vocacional es la que
deja espacio al misterio y a la sensación de que la propia
decisión, aunque firme, deberá permanecer abierta
a una continua investigación del misterio.
Por el contrario, la certeza no auténtica es no sólo
la débil e incapaz de hacer tomar una decisión,
sino también su contraria, que es, la pretensión
de haber comprendido todo, de haber agotado todas las profundidades
del misterio personal, pretensión que no puede sino crear
intransigencias, y una certeza no pocas veces desmentida por
el devenir de la vida.
b) La actitud típicamente vocacional es manifestación
de la virtud de la prudencia, más que ostentosa capacidad
personal. Precisamente por esto, la seguridad de esta lectura
del propio futuro es la de la esperanza y la confianza que nace
de la fe depositada en Otro, de quien uno se puede fiar; no
es deducida de la garantía que dan los propios talentos
entendidos como algo exigido por el rol que se ha elegido.
c) Son, también, buen indicador vocacional las capacidades
de acoger e integrar aquellas polaridades contrapuestas que
constituyen la dialéctica natural del yo y de la vida
humana. Por ejemplo: posee tal capacidad el joven que es suficientemente
consciente de sus inclinaciones positivas y negativas, de sus
ideales y sus contradicciones, de la parte sana y de la no tanto
de su mismo proyecto vocacional, y que no presume ni desespera
ante lo negativo que hay en él.
d) Está bien familiarizado con el misterio de la vida
como lugar en el que percibir una presencia y una llamada, el
joven que descubre las señales de una llamada por parte
de Dios, no sólo en los sucesos extraordinarios, sino
en su historia; en los sucesos que ha aprendido a leer como
creyente en sus interrogantes, ansias y aspiraciones.
e) Pertenece a esta categoría de la apertura al misterio
otra característica fundamental del verdaderamente llamado:
la de la gratitud. La vocación nace en el terreno fecundo
de la gratitud, y se manifiesta con impulsos de generosidad
y radicalidad, precisamente porque nace del conocimiento del
amor recibido.
La identidad en la vocación
El segundo orden de criterios gira en torno al concepto de «
identidad ». En efecto, la opción vocacional muestra
y contiene verdaderamente la definición de la propia
identidad; es opción y realización del yo ideal,
más que del yo real, y debería llevar a la persona
a tener un sentido substancialmente positivo y estable del propio
yo.
a) La primera condición es que la persona manifieste
estar en grado de separarse de la lógica de la identificación
a los niveles corporal (=el cuerpo es fuente de identidad positiva)
y psíquico (=las propias dotes como única y preeminente
garantía de autoestima), y descubra, en cambio, la propia
positividad radical unida firmemente al ser, recibido como don
de Dios (es el nivel ontológico), y no a la precariedad
del tener o del parecer. La vocación cristiana es la
que lleva a término tal positividad realizando al máximo
grado las posibilidades del sujeto, pero según un proyecto
que normalmente lo supera, porque es pensado por Dios.
b) «Vocación»quiere decir fundamentalmente
«llamada »: es, por tanto, un sujeto externo, una
llamada objetiva, y una disponibilidad interior a dejarse llamar,
a reconocerse en un modelo no diseñado por el llamado.
c) Sobre la motivación o la modalidad de la opción
vocacional, el criterio fundamental es el de la totalidad (o
ley de la totalidad); esto es, que la decisión sea manifestación
de una implicación total de las funciones síquicas
(corazón-mente-voluntad), y sea al mismo tiempo decisión
mental- ética-emotiva.
d) Más en concreto, hay madurez vocacional, cuando la
vocación se vive e interpreta como un don, pero también
como una llamada exigente: a vivir para los otros y no sólo
para la propia perfección, y con los otros, en la Iglesia
madre de todas las vocaciones, en un específico «seguimiento de Cristo».
Un proyecto vocacional rico de recuerdo creyente
La tercera área sobre la que iría centrada la
atención de quien discierne una vocación, es la
referente a la relación entre pasado y presente, entre
recuerdo y proyecto. a) Ante todo es importante que el joven esté substancialmente
reconciliado con su pasado, con lo inevitable negativo, de todo
género, que forma parte de él, y también,
con lo positivo, que debería estar en grado de reconocer
con gratitud; reconciliado, además, con los modelos significativos
de su pasado, con sus cualidades y debilidades.
b) Se considera ahora, con atención, el tipo de recuerdo
que el joven tiene de su propia historia, qué interpretación
hace de su propia vida: ¿en clave de gracia o de queja?
¿Se siente consciente o inconscientemente como acreedor,
y por consiguiente, todavía en espera de recibir, o abierto
a dar?
c) Particularmente significativa es la actitud del joven frente
a los traumas de la vida pasada, más o menos graves.
Proyectar consagrarse a Dios quiere decir siempre re-apropiarse
de la vida que se quiere dar, en todos sus aspectos; tender
a integrar las componentes menos positivas, reconociéndolas
con realismo y adoptando una actitud responsable, y no simplemente
auto-conmiserativa, ante ellas. Joven «responsable»
es aquél que se empeña en adoptar una actitud
activa y creativa en la constatación del suceso negativo,
o trata de aprovechar de modo inteligente su experiencia personal
negativa.
Es preciso prestar mucha atención a las vocaciones que
nacen como consecuencia de enfermedades, desilusiones o accidentes
varios todavía no bien curados. En tal caso se requiere
un más atento discernimiento, incluso recurriendo a consultas
especializadas para no cargar pesos imposibles sobre hombros
débiles. La «docibilitas»vocacional
La última fase del itinerario vocacional es la de la
decisión. En referencia a tal fase los criterios de madurez
vocacional parecen ser estos: a) el requisito fundamental es el grado de «docibilitas
»de la persona, o sea, la libertad interior de dejarse
guiar por un hermano o hermana mayor; en especial en las fases
estratégicas de la reelaboración y reapropiación
del propio pasado, en particular el más problemático,
y la consiguiente libertad de aprender y de saber cambiar.
b) En la base del requisito de la «docibilitas»
está la condición de ser joven, no tanto como
cualidad anagráfica, cuanto como actitud global existencial.
Es importante que quien solicita entrar en el seminario o en
la vida consagrada sea verdaderamente «joven »,
con las virtudes y vulnerabilidad típicas de esta etapa
de la vida, con la voluntad de dar el máximo de sí,
capaz de socializar y de apreciar la belleza de la vida, consciente
de las propias limitaciones y de las propias aptitudes, consciente
del don de haber sido elegido.
c) Una área particularmente digna de atención,
hoy más que ayer, es la afectivo-sexual (111). Es importante
que el joven demuestre que puede adquirir dos certezas que hacen
a la persona libre afectivamente, o sea, la certeza que viene
de la experiencia de haber sido ya amado y la certeza, siempre
por la experiencia, de saber amar. En concreto, el joven debería
mostrar el equilibrio humano que le permite saber estar en pie
por sí mismo, debería poseer la seguridad y autonomía
que le facilitan la relación social y la amistad cordial,
y el sentido de responsabilidad que le permite vivir como adulto
la misma relación social, libre de dar y de recibir.
d) Por cuanto atañe a las inconsistencias, siempre en
el área afectivo-sexual, un prudente discernimiento debería
tener en cuenta la centralidad de esta área en la evolución
general del joven y en la cultura (o subcultura) actual. No
es, pues, extraño o raro que el joven muestre específicas
debilidades en este sector.
¿Con qué condiciones se puede prudentemente acoger
la solicitud vocacional de jóvenes con este tipo de problemas?
La condición es, que se den juntos estos tres requisitos:
1, Que el joven sea consciente de la raíz de su problema,
que muy a menudo no es sexual en su origen.
2. La segunda condición es que el joven sienta su
debilidad como un cuerpo extraño a la propia personalidad,
algo que no querría y que choca con su ideal, y contra
el que lucha con todas sus fuerzas.
3. En fin, es importante comprobar si el sujeto está
en grado de controlar estas debilidades, con vistas a una superación,
sea porque, de hecho, cada vez cae menos, sea porque tales inclinaciones
turban siempre menos su vida (incluso la síquica) y le
permiten desarrollar sus deberes normales sin crearle tensión
excesiva ni distraer indebidamente su atención. (112)
Estos tres criterios deber ser tenidos en cuenta para realizar
un discernimiento positivo.
e) La madurez vocacional, en fin, es decidida por un elemento
esencial que da verdaderamente sentido a todo: el acto de fe.
La auténtica opción vocacional es a todos los
efectos manifestación de la adhesión creyente,
y es tanto más genuina cuanto más es parte y epílogo
de un camino de formación a la madurez de la fe. El acto
de fe, en el interior de una lógica que deja espacio
al misterio, es precisamente el punto central que permite mantener
juntos los extremos, contrapuestos a veces, de la vida, perennemente
tendido entre la certeza de la llamada y la conciencia de la
propia ineptitud, entre la sensación del perderse y del
encontrarse, entre la grandeza de las aspiraciones y la pesantez
de los propios límites, entre la gracia y la naturaleza,
entre Dios que llama y el hombre que responde. El joven auténticamente
llamado debería demostrar la solidez del acto creyente,
manteniendo juntos estos extremos.
NOTAS:
(95) IL, 86.
(96) Cf. Proposiciones, 9.
(97) Pablo VI, Guardate a Cristo e alla Chiesa, Mensaje para
la XV Jornada mundial de oración por las vocaciones (16IV1978),
en Insegnamenti di Paolo VI, XVI 1978, 256-260 (cf. también,
Congregación para la educación católica,
P.O.V.E., Messaggi Pontifici, 127).
(98) Proposiciones, 15.
(99) Proposiciones, 9.
(100) Proposiciones, 22. Y también, «el renacer
del interés por el evangelio y por una vida entregada
radicalmente a él en la consagración, depende
en gran parte del testimonio personal de los sacerdotes y religiosos
contentos de su vocación. La mayoría de los candidatos
a la vida consagrada y al sacerdocio atribuye su propia vocación
a un encuentro con un sacerdote o consagrado»(ibid.,
11).
(101) Proposiciones, 12.
(102) Así, la Proposición 23: «Es importante
subrayar que los jóvenes están abiertos a los
retos y a las propuestas fuertes (que sean "superiores
a la media", esto es, que sean algo "de más"».
(103) Que vuelve bajo forma de provocación en las palabras
de Pablo a los corintios: «¿Qué tienes
tú que no hayas recibido?»(1 Cor 4,7).
(104) IL, 55.
(105) Proposiciones, 27.
(106) Proposiciones, 25.
(107) Cf. Proposiciones, 25.
(108) Cf. Proposiciones, 14.
(109) Pastores dabo vobis, 11.
(110) Cf. Jurado, Il discernimento, p. 262; cf. también
L.R. Moran, «Orientaciones doctrinales para una pastoral
eclesial de las vocaciones», en Seminarium, 1991,
697-725.
(111) Hablamos de una madurez afectiva-sexual fundamental, como
condición previa para la admisión a los votos
religiosos y al ministerio ordenado, según las dos vías
de las Iglesias católicas de Europa: al ministerio como
célibe (Iglesia occidental) y al ministerio como casados
(Iglesias orientales). Es importante que desde la pastoral vocacional
a la formación verdadera y propia, los programas pedagógicos
sean coherentes y cuidados, para que la preparación al
ministerio ordenado sea adecuada en ambos casos, especialmente
en el plano de la madurez afectiva, y el ejercicio del ministerio
mismo pueda así alcanzar el objetivo del anuncio del
amor de Dios como origen y fin del amor humano.
(112) Ver en tal sentido la recomendación del Potissimum
Institutioni, sobre la homosexualidad, a descartar no a quienes
tienen tales tendencias, sino «a quienes no lograrán
dominarlas»(39), también si tal «dominio
»se entiende —creemos— en sentido pleno,
no sólo como un esfuerzo de la voluntad, sino como libertad
gradual en las confrontaciones de las tendencias mismas, en
el corazón y en la mente, en la voluntad y en los deseos.
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