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CAPÍTULO IV
LOS OBREROS DE LA VIÑA
DEL SEÑOR
Buenos administradores
de la multiforme gracia de Dios
La variedad de las vocaciones
45. Según la parábola evangélica, el «dueño
de casa» llama a los obreros a su viña a distintas
horas de la jornada: a algunos al alba, a otros hacia las nueve
de la mañana, todavía a otros al mediodía
y a las tres, a los últimos hacia las cinco (cf. Mt 20,
1 s). En el comentario a esta página del evangelio,
san Gregorio Magno interpreta las diversas horas de la llamada
poniéndolas en relación con las edades de la vida.
«Es posible —escribe— aplicar la diversidad
de las horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación
nuestra, la mañana puede representar ciertamente la infancia.
Después, la tercera hora se puede entender como la adolescencia:
el sol sube hacia lo alto del cielo, es decir crece el ardor
de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está
como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza
la plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena,
porque como el sol declina desde lo alto de su eje, así
comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La hora
undécima es la edad de aquellos muy avanzados
en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados
a la viña a distintas horas, como para indicar que a
la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en
la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más
avanzada» (167). Podemos asumir y ampliar el comentario
de san Gregorio Magno en relación a la extraordinaria
variedad de personas presentes en la Iglesia, todas y cada una
llamadas a trabajar por el advenimiento del reino de Dios, según
la diversidad de vocaciones y situaciones, carismas y funciones.
Es una variedad ligada no sólo a la edad, sino también
a las diferencias de sexo y a la diversidad de dotes, a las
vocaciones y condiciones de vida; es una variedad que hace más
viva y concreta la riqueza de la Iglesia.
Jóvenes, niños, ancianos
Los jóvenes, esperanza de la Iglesia
46. El Sínodo ha querido dedicar una particular atención
a los jóvenes. Y con toda razón. En tantos países
del mundo, ellos representan la mitad de la entera población
y, a menudo, la mitad numérica del mismo pueblo de Dios
que vive en esos países. Ya bajo este aspecto los jóvenes
constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío
para el futuro de la Iglesia. En efecto, en los jóvenes
la Iglesia percibe su caminar hacia el futuro que le espera
y encuentra la imagen y la llamada de aquella alegre juventud,
con la que el Espíritu de Cristo incesantemente la enriquece.
En este sentido el Concilio ha definido a los jóvenes
como «la esperanza de la Iglesia» (168).
Leemos en la carta dirigida a los jóvenes del mundo el
31 de marzo de 1985: «La Iglesia mira a los jóvenes;
es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí
misma en los jóvenes, en todos vosotros y, a la vez,
en cada una y en cada uno de vosotros. Así ha sido desde
el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras
de san Juan en su primera Carta pueden ser un singular testimonio:
"Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido
al maligno. Os escribo a vosotros, hijos míos, porque
habéis conocido al Padre (...). Os escribo, jóvenes,
porque sois fuertes y la palabra de Dios habita en vosotros"
(1 Jn 2, 13 s) (...). En nuestra generación, al final
del segundo Milenio después de Cristo, también
la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes» (169).
Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto
de la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho —y
deben ser incitados a serlo— sujetos activos, protagonistas
de la evangelización y artífices de la renovación
social (170). La juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente
intenso del propio «yo» y del propio «proyecto
de vida»; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse
«en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y
ante los hombres» (Lc 2, 52).
Como han dicho los padres sinodales, «la sensibilidad
de la juventud percibe profundamente los valores de la justicia,
de la no violencia y de la paz. Su corazón está
abierto a la fraternidad, a la amistad y a la solidaridad. Se
movilizan al máximo por las causas que afectan a la calidad
de vida y a la conservación de la naturaleza. Pero también
están llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias
y miedo del mundo, además de las tentaciones propias
de su estado» (171).
La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que
Jesús ha manifestado por el joven del evangelio: «Jesús,
fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10,
21). Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo,
de proclamar su evangelio como la única y sobreabundante
respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes,
como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal
(«ven y sígueme» [Mc 10, 21]), que supone
compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación
en su misión de salvación de la humanidad.
La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los jóvenes,
y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia.
Este recíproco diálogo —que se ha de llevar
a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía—
favorecerá el encuentro y el intercambio entre generaciones,
y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia
y para la sociedad civil. Dice el Concilio en su mensaje a los
jóvenes: «La Iglesia os mira con confianza y con
amor (...). Ella es la verdadera juventud del mundo (...) miradla
y encontraréis en ella el rostro de Cristo» (172).
Los niños y el reino de los cielos
47. Los niños son, desde luego, el término del
amor delicado y generoso de nuestro Señor Jesucristo:
a ellos reserva su bendición y, más aún,
les asegura el reino de los cielos (cf. Mt 19, 13-15; Mc 10,
14). En particular, Jesús exalta el papel activo que
tienen los pequeños en el reino de Dios: son el símbolo
elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones
morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el
reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono
en el Señor: «Yo os aseguro: si no cambiáis
y os hacéis como los niños, no entraréis
en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño
como este niño, ése es el mayor en el Reino de
los cielos. Y el que reciba incluso a uno solo de estos niños
en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 3-5; cf.
Lc 9, 48).
La niñez nos recuerda que la fecundidad misionera de
la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios
y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito
de Dios. La vida de inocencia y de gracia de los niños,
como también los sufrimientos que injustamente les son
infligidos, en virtud de la cruz de Cristo, obtienen un enriquecimiento
espiritual para ellos y para toda la Iglesia. Todos debemos
tomar de esto una conciencia más viva y agradecida.
Además, se ha de reconocer que también en la edad
de la infancia y de la niñez se abren valiosas posibilidades
de acción tanto para la edificación de la Iglesia
como para la humanización de la sociedad. Lo que el Concilio
dice de la presencia benéfica y constructiva de los hijos
en la familia «Iglesia doméstica»: «Los
hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su
manera, a la santificación de los padres» (173),
se ha de repetir de los niños en relación con
la Iglesia particular y universal. Ya lo hacía notar
J. Gerson, teólogo y educador del siglo xv,
para quien «los niños y los adolescentes no son,
ciertamente, una parte de la Iglesia que se pueda descuidar» (174).
Los ancianos y el don de la sabiduría
48. A las personas ancianas —muchas veces injustamente
consideradas inútiles, cuando no incluso como carga insoportable—
recuerdo que la Iglesia pide y espera que sepan continuar esa
misión apostólica y misionera, que no sólo
es posible y obligada también a esa edad, sino que esa
misma edad la convierte, en cierto modo, en específica
y original.
La Biblia siente una particular preferencia en presentar al
anciano como el símbolo de la persona rica en sabiduría
y llena de respeto a Dios (cf. Eclo 25, 4-6). En este mismo sentido,
el «don» del anciano podría calificarse como
el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el testigo de la
tradición de fe (cf. Sal 44, 2; Ex 12, 26-27), el maestro
de vida (cf. Eclo 6, 34; 8, 11-12), el que obra con caridad.
El acrecentado número de personas ancianas en diversos
países del mundo, y la cesación anticipada de
la actividad profesional y laboral, abren un espacio nuevo a
la tarea apostólica de los ancianos. Es un deber que
hay que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación
de refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá
más, o de renunciar a comprometerse en el presente por
las dificultades halladas en un mundo de continuas novedades;
y, por otra parte, tomando conciencia cada vez más clara
de que su propio papel en la Iglesia y en la sociedad de ningún
modo conoce interrupciones debidas a la edad, sino que conoce
sólo nuevos modos. Como dice el salmista: «Todavía
en la vejez darán frutos, serán frescos y lozanos,
para anunciar lo recto que es Yahvé» (Sal 92,
15-16). Repito lo que dije durante la celebración del
Jubileo de los Ancianos: «La entrada en la tercera edad
ha de considerarse como un privilegio; y no sólo porque
no todos tienen la suerte de alcanzar esta meta, sino también
y sobre todo porque éste es el período de las
posibilidades concretas de volver a considerar mejor el pasado,
de conocer y de vivir más profundamente el misterio pascual,
de convertirse en ejemplo en la Iglesia para todo el Pueblo
de Dios (...). No obstante la complejidad de los problemas que
debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las
fuerzas, y a pesar de las insuficiencias de las organizaciones
sociales, los retrasos de la legislación oficial, las
incomprensiones de una sociedad egoísta, vosotros no
sois ni debéis sentiros al margen de la vida de la Iglesia,
elementos pasivos de un mundo en excesivo movimiento, sino sujetos
activos de un período humana y espiritualmente fecundo
de la existencia humana. Tenéis todavía una misión
que cumplir, una ayuda que dar. Según el designio divino,
cada uno de los seres humanos es una vida en crecimiento, desde
la primera chispa de la existencia hasta el último respiro» (175).
Mujeres y hombres
49. Los padres sinodales han dedicado una atención particular
a la condición y al papel de la mujer, con una doble
intención: reconocer, e invitar a reconocer por parte
de todos y una vez más, la indispensable contribución
de la mujer a la edificación de la Iglesia y al desarrollo
de la sociedad; y además, analizar más específicamente
la participación de la mujer en la vida y en la misión
de la Iglesia.
Refiriéndose a Juan XXIII, que vio un signo de
nuestro tiempo en la conciencia que tiene la mujer de su propia
dignidad y en el ingreso de la mujer en la vida pública (176),
los padres sinodales —frente a las más variadas
formas de discriminación y de marginación a las
que está sometida por el simple hecho de ser mujer— han afirmado repetidamente y con fuerza la urgencia de defender
y promover la dignidad personal de la mujer y, por tanto, su
igualdad con el varón.
Si es éste un deber de todos en la Iglesia y en la sociedad,
lo es de modo particular de las mujeres, las cuales deben sentirse
comprometidas como protagonistas en primera línea. Todavía
queda mucho por hacer en bastantes partes del mundo y en diversos
ámbitos, para destruir aquella injusta y demoledora mentalidad
que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de
compraventa, como un instrumento del interés egoísta
o del solo placer; tanto más cuanto la mujer misma es
precisamente la primera víctima de tal mentalidad. Al
contrario, sólo el abierto reconocimiento de la dignidad
personal de la mujer constituye el primer paso a realizar para
promover su plena participación tanto en la vida eclesial
como en aquella social y pública. Se debe dar más
amplia y decisiva respuesta a la petición hecha por la
Exhortación Familiaris consortio en relación con
las múltiples discriminaciones de las que son víctimas
las mujeres: «que por parte de todos se desarrolle una
acción pastoral específica, más enérgica
e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente,
de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios
que se refleja en todos los seres humanos sin excepción
alguna» (177). En la misma línea han afirmado los
padres sinodales: «La Iglesia, como expresión de
su misión, debe oponerse con firmeza a todas las formas
de discriminación y de abuso de la mujer» (178),
y también señalaron que «la dignidad de
la mujer —gravemente vulnerada en la opinión pública—
debe ser recuperada mediante el efectivo respeto de los derechos
de la persona humana y por medio de la práctica de la
doctrina de la Iglesia» (179).
Concretamente, y en relación con la participación
activa y responsable en la vida y en la misión de la
Iglesia, se ha de hacer notar que ya el concilio Vaticano II
fue muy explícito en demandarla: «Ya que en nuestros
días las mujeres toman cada vez más parte activa
en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor
participación suya también en los varios campos
del apostolado de la Iglesia» (180).
La conciencia de que la mujer —con sus dones y responsabilidades
propias— tiene una específica vocación,
ha ido creciendo y haciéndose más profunda en
el período posconciliar, volviendo a encontrar su inspiración
más original en el evangelio y en la historia de la Iglesia.
En efecto, para el creyente, el evangelio —o sea, la palabra
y el ejemplo de Jesucristo— permanece como el necesario
y decisivo punto de referencia, y es fecundo e innovador al
máximo, también en el actual momento histórico.
Aunque no hayan sido llamadas al apostolado de los doce y por
tanto al sacerdocio ministerial, muchas mujeres acompañan
a Jesús en su ministerio y asisten al grupo de los Apóstoles
(cf. Lc 8, 2-3 ); están presentes al pie de la cruz (cf.
Lc 23, 49); ayudan al entierro de Jesús (cf. Lc 23, 55)
y la mañana de pascua reciben y transmiten el anuncio
de la resurrección (cf. Lc 24, 1-10); rezan con los Apóstoles
en el cenáculo a la espera de pentecostés (cf.
Hech 1, 14).
Siguiendo el rumbo trazado por el evangelio, la Iglesia de los
orígenes se separa de la cultura de la época y
llama a la mujer a desempeñar tareas conectadas con la
evangelización. En sus cartas, Pablo recuerda, también
por su propio nombre, a numerosas mujeres por sus varias funciones
dentro y al servicio de las primeras comunidades eclesiales
(cf. Rom 16, 1-15; Flp 4, 2-3; Col 4, 15; 1 Cor 11, 5; 1 Tim 5,
16). «Si el testimonio de los Apóstoles funda la
Iglesia —ha dicho Pablo VI—, el de las mujeres contribuye
en gran manera a nutrir la fe de las comunidades cristianas» (181).
Y, como en los orígenes, así también en
su desarrollo sucesivo la Iglesia siempre ha conocido —si
bien en modos diversos y con distintos acentos— mujeres
que han desempeñado un papel quizá decisivo y
que han ejercido funciones de considerable valor para la misma
Iglesia. Es una historia de inmensa laboriosidad, humilde y
escondida la mayor parte de las veces, pero no por eso menos
decisiva para el crecimiento y para la santidad de la Iglesia.
Es necesario que esta historia se continúe, es más
que se amplíe e intensifique ante la acrecentada y universal
conciencia de la dignidad personal de la mujer y de su vocación,
y ante la urgencia de una «nueva evangelización»
y de una mayor «humanización» de las relaciones
sociales.
Recogiendo la consigna del concilio Vaticano II —en la
que se refleja el mensaje del evangelio y de la historia de
la Iglesia—, los padres del Sínodo han formulado,
entre otras, esta precisa «recomendación»:
«Para su vida y su misión, es necesario que la
Iglesia reconozca todos los dones de las mujeres y de los hombres,
y los traduzca en vida concreta» (182). Y más adelante
agregaron: «Este Sínodo proclama que la Iglesia
exige el reconocimiento y la utilización de estos dones,
experiencias y aptitudes de los hombres y de las mujeres, para
que su misión se haga más eficaz (cf. Congregación
para la doctrina de la fe, Instructio de libertate christiana
et liberatione, 72)» (183).
Fundamentos antropológicos y teológicos
50. La condición para asegurar la justa presencia de
la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante
y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos
de la condición masculina y femenina, destinada a precisar
la identidad personal propia de la mujer en su relación
de diversidad y de recíproca complementariedad con el
hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a
asumir y las funciones a desempeñar, sino también,
y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura
y a su significado personal. Los padres sinodales han sentido
vivamente esta exigencia, afirmando que «los fundamentos
antropológicos y teológicos tienen necesidad de
profundos estudios para resolver los problemas relativos al
verdadero significado y a la dignidad de los dos sexos» (184).
Empeñándose en la reflexión sobre los fundamentos
antropológicos y teológicos de la condición
femenina, la Iglesia se hace presente en el proceso histórico
de los distintos movimientos de promoción de la mujer
y, calando en las raíces mismas del ser personal de la
mujer, aporta a ese proceso su más valiosa contribución.
Pero antes, y más todavía, la Iglesia quiere obedecer
a Dios, quien, creando al hombre «a imagen suya»,
«varón y mujer los creó» (Gén 1, 27);
así como también quiere acoger la llamada de Dios
a conocer, a admirar y a vivir su designio. Es un designio que
«al principio» ha sido impreso de modo indeleble
en el mismo ser de la persona humana —varón y mujer—
y, por tanto, en sus estructuras significativas y en sus profundos
dinamismos. Precisamente este designio, sapientísimo
y amoroso, exige ser explorado en toda la riqueza de su contenido:
es la riqueza que desde el «principio» se ha ido
manifestando progresivamente y realizando a lo largo de la entera
historia de la salvación, y ha culminado en la «plenitud
del tiempo», cuando «Dios mandó su Hijo,
nacido de mujer» (Gál 4, 4). Aquella «plenitud»
continúa en la historia: la lectura del designio de Dios
acerca de la mujer se realiza incesantemente y se ha de llevar
a cabo en la fe de la Iglesia, también gracias a la existencia
concreta de tantas mujeres cristianas; sin olvidar la ayuda
que pueda provenir de las diversas ciencias humanas y de las
distintas culturas. Éstas, gracias a un luminoso discernimiento,
podrán ayudar a captar y precisar los valores y exigencias
que pertenecen a la esencia perenne de la mujer, y aquellos
que están ligados a la evolución histórica
de las mismas culturas. Como nos recuerda el concilio Vaticano
II, «la Iglesia afirma que, bajo todos los cambios, hay
muchas cosas que no cambian; éstas encuentran su fundamento
último en Cristo, que es siempre el mismo: ayer, hoy
y para siempre (cf. Heb 13, 8)» (185).
La Carta apostólica sobre la dignidad y la vocación
de la mujer se detiene en los fundamentos antropológicos
y teológicos de la dignidad personal de la mujer. El
documento —que vuelve a asumir, proseguir y especificar
las reflexiones de la catequesis de los miércoles dedicada
por largo tiempo a la «teología del cuerpo»—
quiere ser, a la vez, el cumplimiento de una promesa hecha en
la encíclica Redemptoris Mater (186) y también
la respuesta a la petición de los padres sinodales.
La lectura de la Carta Mulieris dignitatem, también por
su carácter de meditación bíblicoteológica,
podrá estimular a todos, hombres y mujeres, y en particular
a los cultores de las ciencias humanas y de las disciplinas
teológicas, a que prosigan el estudio crítico,
de modo que profundicen siempre mejor —sobre la base de
la dignidad personal del varón y de la mujer y de su
recíproca relación— los valores y las dotes
específicas de la femineidad y de la masculinidad, no
sólo en el ámbito del vivir social, sino también
y sobre todo en el de la existencia cristiana y eclesial.
La meditación sobre los fundamentos antropológicos
y teológicos de la mujer debe iluminar y guiar la respuesta
cristiana a la pregunta, tan frecuente, y a veces tan aguda,
acerca del espacio que la mujer puede y debe ocupar en la Iglesia
y en la sociedad.
De la palabra y de la actitud de Jesús —que son
normativos para la Iglesia— resulta con gran claridad
que no existe ninguna discriminación en el plano de la
relación con Cristo, en quien «no existe más
varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús» (Gál 3, 28); ni tampoco en el plano de la
participación en la vida y en la santidad de la Iglesia,
como testifica espléndidamente la profecía de
Joel, que se cumplió en pentecostés: «Yo
derramaré mi espíritu sobre cada hombre y vuestros
hijos y vuestras hijas se convertirán en profetas»
(Jl 3, 1; cf. Hech 2, 17 s). Como se lee en la Carta apostólica
sobre la dignidad y la vocación de la mujer, «uno
y otro —tanto la mujer como el varón— (...)
son capaces, en igual medida, de recibir el don de la verdad
divina y del amor en el Espíritu santo. Los dos acogen
sus "visitaciones" salvíficas y santificantes» (187).
Misión en la Iglesia y en el mundo
51. Después, acerca de la participación en la
misión apostólica de la Iglesia, es indudable
que —en virtud del bautismo y de la confirmación—
la mujer, lo mismo que el varón, es hecha partícipe
del triple oficio de Jesucristo sacerdote, profeta, rey; y,
por tanto, está habilitada y comprometida en el apostolado
fundamental de la Iglesia: la evangelización. Por otra
parte, precisamente en la realización de este apostolado,
la mujer está llamada a ejercitar sus propios «dones»:
en primer lugar, el don de su misma dignidad personal, mediante
la palabra y el testimonio de vida; y después los dones
relacionados con su vocación femenina.
En la participación en la vida y en la misión
de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden;
ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio
ministerial. Es ésta una disposición que la Iglesia
ha comprobado siempre en la voluntad precisa —totalmente
libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado solamente
a varones para ser sus apóstoles (188); una disposición
que puede ser iluminada desde la relación entre Cristo
Esposo y la Iglesia esposa (189). Nos encontramos en el ámbito
de la función, no de la dignidad ni de la santidad.
En realidad, se debe afirmar que, «aunque la Iglesia posee
una estructura "jerárquica", sin embargo esta
estructura está totalmente ordenada a la santidad de
los miembros de Cristo» (190).
Pero, como ya decía Pablo VI, si «nosotros no podemos
cambiar el comportamiento de nuestro Señor ni la llamada
por él dirigida a las mujeres, sin embargo debemos reconocer
y promover el papel de la mujer en la misión evangelizadora
y en la vida de la comunidad cristiana» (191).
Es del todo necesario, entonces, pasar del reconocimiento teórico
de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia
a la realización práctica. Y en este preciso sentido
debe leerse la presente Exhortación, la cual se dirige
a los fieles laicos con deliberada y repetida especificación
«hombres y mujeres». Además, el nuevo Código
de derecho canónico contiene múltiples disposiciones
acerca de la participación de la mujer en la vida y en
la misión de la Iglesia. Son disposiciones que exigen
ser más ampliamente conocidas, y puestas en práctica
con mayor tempestividad y determinación, si bien teniendo
en cuenta las diversas sensibilidades culturales y oportunidades
pastorales.
Ha de pensarse, por ejemplo, en la participación de las
mujeres en los consejos pastorales diocesanos y parroquiales,
como también en los Sínodos diocesanos y en los
concilios particulares. En este sentido, los padres sinodales
han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la
Iglesia sin ninguna discriminación, también en
las consultaciones y en la elaboración de las decisiones» (192).
Y además han dicho: «Las mujeres—las cuales
tienen ya una gran importancia en la transmisión de la
fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la
vida de la Iglesia— deben ser asociadas a la preparación
de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras,
y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión
de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la
comunidad civil» (193).
En el ámbito más específico de la evangelización
y de la catequesis hay que promover con más fuerza la
responsabilidad particular que tiene la mujer en la transmisión
de la fe, no sólo en la familia sino también en
los más diversos lugares educativos y, en términos
más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción
de la palabra de Dios, su comprensión y su comunicación,
también mediante el estudio, la investigación
y la docencia teológica.
Mientras lleve a cabo su compromiso de evangelizar, la mujer
sentirá más vivamente la necesidad de ser evangelizada.
Así, con los ojos iluminados por la fe (cf. Ef 1, 18),
la mujer podrá distinguir lo que verdaderamente responde
a su dignidad personal y a su vocación, de todo aquello
que —quizás con el pretexto de esta «dignidad»
y en nombre de la «libertad» y del «progreso»—
hace que la mujer no sirva a la consolidación de los
verdaderos valores, sino que, al contrario, se haga responsable
de la degradación moral de las personas, de los ambientes
y de la sociedad. Llevar a cabo un «discernimiento»
semejante es una urgencia histórica impostergable; y,
al mismo tiempo, es una posibilidad y una exigencia que derivan
de la participación, por parte de la mujer cristiana,
en el oficio profético de Cristo y de su Iglesia. El
«discernimiento», del que habla muchas veces el
apóstol Pablo, no consiste sólo en la ponderación
de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe;
es también decisión concreta y compromiso operativo,
no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también
en aquél otro de la sociedad humana.
Se puede decir que todos los problemas del mundo actual —de
los que ya hablaba la segunda parte de la constitución
conciliar Gaudium et spes, y que el tiempo no ha resuelto en
absoluto, ni los ha atenuado— deben ver a las mujeres
presentes y comprometidas, y precisamente con su aportación
típica e insustituible.
En particular, dos grandes tareas confiadas a la mujer merecen
ser propuestas a la atención de todos.
En primer lugar, la responsabilidad de dar plena dignidad a
la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas posibilidades
se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más
profunda y a una más rica realización de los valores
humanos y cristianos implicados en la vida conyugal y en la
experiencia de la maternidad. El mismo varón -el marido
y el padre- puede superar formas de ausencia o presencia episódica
y parcial, es más, puede involucrarse en nuevas y significativas
relaciones de comunión interpersonal, gracias precisamente
al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer.
Después, la tarea de asegurar la dimensión moral
de la cultura, esto es, de una cultura digna del hombre, de
su vida personal y social. El concilio Vaticano II parece relacionar
la dimensión moral de la cultura con la participación
de los laicos en la misión real de Cristo. «Los
laicos —dice—, también asociando fuerzas,
purifiquen las instituciones y las condiciones de vida en el
mundo, si se dieran aquéllas que empujan las costumbres
al pecado, de modo que todas sean hechas conformes con las normas
de la justicia y, en vez de obstaculizar, favorezcan el ejercicio
de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de
valor moral la cultura y los trabajos del hombre» (194).
A medida que la mujer participa activa y responsablemente en
la función de aquellas instituciones de las que depende
la salvaguardia del primado que se ha de dar a los valores humanos
en la vida de las comunidades políticas, las palabras
recién citadas del Concilio señalan un importante
campo de apostolado femenino. En todas las dimensiones de la
vida de estas comunidades, desde la dimensión socioeconómica
a la socio-política, deben ser respetadas y promovidas
la dignidad personal de la mujer y su específica vocación:
no sólo en el ámbito individual, sino también
en el comunitario; no sólo en las formas dejadas a la
libertad responsable de las personas, sino también en
las formas garantizadas por las justas leyes civiles.
«No es bueno que el hombre esté solo; quiero hacerle
una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). Dios creador
ha confiado el hombre a la mujer. Es cierto que el hombre ha
sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en modo particular
a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener una específica
sensibilidad —gracias a su especial experiencia de su
maternidad— por el hombre y por todo aquello que constituye
su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la
vida. ¡Qué grandes son las posibilidades y las
responsabilidades de la mujer en este campo!; especialmente
en una época en la que el desarrollo de la ciencia y
de la técnica no está siempre inspirado ni medido
por la verdadera sabiduría, con el riesgo inevitable
de «deshumanizar» la vida humana, sobre todo cuando
ella está exigiendo un amor más intenso y una
más generosa acogida.
La participación de la mujer en la vida de la Iglesia
y de la sociedad, mediante sus dones, constituye el camino necesario
de su realización personal —sobre la que hoy tanto
se insiste con justa razón— y, a la vez, la aportación
original de la mujer al enriquecimiento de la comunión
eclesial y al dinamismo apostólico del pueblo de Dios.
En esta perspectiva se debe considerar también la presencia
del varón, junto con la mujer.
Copresencia y colaboración de los hombres y de las mujeres
52. En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado
el temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición
y el papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable
olvido: el referente a los hombres. En realidad, diversas situaciones
eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima
presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las
propias responsabilidades eclesiales, dejando que sean
asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la
participación en la oración litúrgica en
la iglesia, la educación y concretamente la catequesis
de los propios hijos y de otros niños, la presencia en
encuentros religiosos y culturales, la colaboración en
iniciativas caritativas y misioneras.
Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los
hombres y de las mujeres para hacer más completa, armónica
y rica la participación de los fieles laicos en la misión
salvífica de la Iglesia.
La razón fundamental que exige y explica la simultánea
presencia y la colaboración de los hombres y de las mujeres
no es sólo, como se ha hecho notar, la mayor significatividad
y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia; ni mucho
menos el simple dato sociológico de una convivencia humana,
que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres.
Es, más bien, el designio originario del creador que
desde el «principio» ha querido al ser humano como
«unidad de los dos»; ha querido al hombre y a la
mujer como primera comunidad de personas, raíz de cualquier
otra comunidad y, al mismo tiempo, como «signo»
de aquella comunión interpersonal de amor que constituye
la misteriosa vida íntima de Dios uno y trino.
Precisamente por esto, el modo más común y capilar,
y al mismo tiempo fundamental, para asegurar esta presencia
coordinada y armónica de hombres y mujeres en la vida
y en la misión de la Iglesia, es el ejercicio de los
deberes y responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana,
en el que se transparenta y comunica la variedad de las diversas
formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y materna,
filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris
consortio: «Si la familia cristiana es esa comunidad cuyos
vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los
sacramentos, su participación en la misión de
la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria.
Juntos, por tanto, los cónyuges en cuanto matrimonio,
y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio
a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica
además el reino de Dios en la historia mediante esas
mismas realidades cotidianas que hacen relación y singularizan
su condición de vida. Es entonces en el amor conyugal
y familiar —vivido en su extraordinaria riqueza de valores
y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad—
donde se expresa y realiza la participación de la familia
cristiana en la misión profética, sacerdotal y
real de Jesucristo y de su Iglesia» (195).
Situándose en esta perspectiva, los padres sinodales
han reafirmado el significado que el sacramento del matrimonio
debe asumir en la Iglesia y en la sociedad, para iluminar e
inspirar todas las relaciones entre el hombre y la mujer. En
tal sentido, han afirmado «la urgente necesidad de que
cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido
en la relación entre hombre y mujer. El sacramento del
matrimonio, que consagra esta relación en su forma conyugal
y la revela como signo de la relación de Cristo con su
Iglesia, contiene una enseñanza de gran importancia para
la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por
medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre
el hombre y la mujer han de inspirarse en este espíritu.
La Iglesia debe utilizar esta riqueza todavía más
plenamente»(196). Los mismos padres sinodales han hecho
notar justamente que «han de ser recuperadas la estima
de la virginidad y el respeto por la maternidad» (197):
una vez más, para el desarrollo de vocaciones diversas
y complementarias en el contexto vivo de la comunión
eclesial y al servicio de su continuo crecimiento.
Los enfermos y los que sufren
53. El hombre está llamado a la alegría, pero
experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento
y de dolor. En su mensaje final, los padres sinodales se han
dirigido con estas palabras a los hombres y mujeres afectados
de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor,
con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados
por nuestra sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos,
pobres, hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros,
desocupados, ancianos, niños abandonados y personas solas;
vosotros, víctimas de la guerra y de toda violencia que
emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia participa de
vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os
asocia a su pasión redentora y os hace vivir a la luz
de su redención. Contamos con vosotros para enseñar
al mundo entero qué es el amor. Haremos todo lo posible
para que encontréis el lugar al que tenéis derecho
en la sociedad y en la Iglesia» (198).
En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento
humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por
la enfermedad en sus más diversas formas. Los enfermos,
en efecto, son la expresión más frecuente y más
común del sufrir humano.
A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor:
también los enfermos son enviados como obreros a su viña.
El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad
del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña,
los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a
participar en el crecimiento del reino de Dios con nuevas modalidades,
incluso más valiosas. Las palabras del apóstol
Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía,
son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia
de su misma situación: «Completo en mi carne lo
que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo,
que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente haciendo
este descubrimiento, el apóstol arribó a la alegría:
«Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros» (Col 1, 24). Del mismo modo, muchos enfermos
pueden convertirse en portadores del «gozo del Espíritu
santo en medio de muchas tribulaciones» (1 Tes 1, 6) y
ser testigos de la resurrección de Jesús. Como
ha manifestado un minusválido en su intervención
en el aula sinodal, «es de gran importancia aclarar el
hecho de que los cristianos que viven en situaciones de enfermedad,
de dolor y de vejez, no están invitados por Dios solamente
a unir su dolor a la pasión de Cristo, sino también
a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás
la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo
resucitado (cf. 2 Cor 4, 10-11; 1 Pe 4, 13; Rom 8, 18 s)» (199).
Por su parte —como se lee en la Carta apostólica Salvifici doloris— «la Iglesia que nace del misterio
de la redención en la cruz de Cristo, está obligada
a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en
el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole
el hombre "constituye el camino de la Iglesia", y
es éste uno de los caminos más importantes» (200).
El hombre que sufre es camino de la Iglesia porque, antes que
nada, es camino del mismo Cristo, el buen samaritano que «no
pasó de largo», sino que «tuvo compasión
y acercándose, vendó sus heridas (...) y cuidó
de él» (Lc 10, 32-34).
A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a
copiar la parábola evangélica del buen samaritano
en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando
y comunicando el amor de curación y consolación
de Jesucristo. Esto ha tenido lugar mediante el testimonio
de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos
y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario.
Además hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios
católicos, se hace cada vez más numerosa, y quizá
también total y exclusiva, la presencia de fieles laicos,
hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos, enfermeros,
otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están
llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el
amor a los enfermos y los que sufren.
Acción pastoral renovada
54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que
la Iglesia ha recibido de Jesucristo «médico de
la carne y del espíritu» (201), no sólo no
disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida
cada vez más mediante una recuperación y un decidido
relanzamiento de la acción pastoral para y con los enfermos
y los que sufren. Ha de ser una acción capaz de sostener
y de promover atención, cercanía, presencia, escucha,
diálogo, participación y ayuda concreta para con
el hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento
ponen a dura prueba, no sólo su confianza en la vida,
sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre.
Este relanzamiento pastoral tiene su expresión más
significativa en la celebración sacramental con y para
los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad,
como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro
y de fiesta.
Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada
acción pastoral —que no puede dejar de implicar
coordinadamente a todos los componentes de la comunidad eclesial—
es considerar al enfermo, al minusválido, al que sufre,
no simplemente como término del amor y del servicio de
la Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable
de la obra de evangelización y de salvación. Desde
este punto de vista, la Iglesia tiene un buen mensaje que hacer
resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo
perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma
de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva
está en el anuncio de que el sufrir puede tener también
un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad,
llamado como esta a convertirse en una forma de participación
en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría
de resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación
y edificación de la Iglesia.
El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no
resuena simplemente en los labios, sino que pasa a través
del testimonio de vida, tanto de los que cuidan con amor a los
enfermos, los minusválidos y los que sufren, como de
estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables
de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.
Para que la «civilización del amor» pueda
florecer y fructificar en el inmenso mundo del dolor humano,
podrá ser de gran utilidad la frecuente meditación
de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos
las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que
a los pies de la cruz del Calvario acudan espiritualmente todos
los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que sufren
a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el
ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de
la oración del mismo Salvador por la unidad de todos
(cf. Jn 17, 11. 21-22). Acudan también allí los
hombres de buena voluntad, porque en la cruz está el
"redentor del hombre", el varón de dolores,
que ha asumido para sí los sufrimientos físicos
y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el
amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor
y respuestas válidas a todos sus interrogantes. Junto
a María, madre de Cristo, que estaba al pie de la cruz
(cf. Jn 19, 25), nos detenemos junto a todas las cruces del
hombre de hoy (...). Y a todos vosotros, los que sufrís,
os pedimos que nos sostengáis. Precisamente a vosotros
que sois débiles, os pedimos que os convirtáis
en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En
el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que
nuestro mundo contemporáneo nos ofrece de espectáculo,
venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo!» (202).
Estados de vida y vocaciones
55. Obreros de la viña son todos los miembros del pueblo
de Dios: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles
laicos, todos a la vez objeto y sujeto de la comunión
de la Iglesia y de la participación en su misión
de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única
y común viña del Señor con carismas y ministerios
diversos y complementarios.
Ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar,
los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda
que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del
Señor edificado en la fuerza del Espíritu. En
el plano del ser: no significa sólo mediante la vida
de gracia y santidad, que es la primera y más lozana
fuente de fecundidad apostólica y misionera de la santa
madre Iglesia; sino que significa también el estado de
vida que caracteriza a los sacerdotes y los diáconos,
los religiosos y religiosas, los miembros de institutos seculares,
los fieles laicos.
En la Iglesia-Comunión los estados de vida están
de tal modo relacionados entre sí que están ordenados
el uno al otro. Ciertamente es común —mejor dicho,
único— su profundo significado: el de ser modalidad
según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la
universal vocación a la santidad en la perfección
del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias,
de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible
fisionomía, y al mismo tiempo cada una de ellas está
en relación con las otras y a su servicio.
Así el estado de vida laical tiene en la índole
secular su especificidad y realiza un servicio eclesial testificando
y volviendo a hacer presente, a su modo, a los sacerdotes, a
los religiosos y a las religiosas, el significado que tienen
las realidades terrenas y temporales en el designio salvífico
de Dios. A su vez, el sacerdocio ministerial representa la garantía
permanente de la presencia sacramental de Cristo redentor en
los diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica
la índole escatológica de la Iglesia, es decir,
su tensión hacia el reino de Dios, que viene prefigurado
y, de algún modo, anticipado y pregustado por los votos
de castidad, pobreza y obediencia.
Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada
uno de ellos en relación con los otros, están
al servicio del crecimiento de la Iglesia; son modalidades distintas
que se unifican profundamente en el «misterio de comunión»
de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en su
única misión.
De este modo, el único e idéntico misterio de
la Iglesia revela y revive, en la diversidad de estados de vida
y en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio
de Jesucristo. Como gusta repetir a los padres, la Iglesia es
como un campo de fascinante y maravillosa variedad de hierbas,
plantas, flores y frutos. san Ambrosio escribe: «Un campo
produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos
y en flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo
en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de
la virginidad, allá la viudez dominar austera como los
bosques en la llanura; más allá la rica cosecha
de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante
los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor
Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos
de los cuales están llenos los matrimonios cristianos»(203).
Las diversas vocaciones laicales
56. La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación
dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro
del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones»,
o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que
afectan a cada uno de los fieles laicos. En el álveo
de una vocación laical «común» florecen
vocaciones laicales «particulares». En este campo
podemos recordar también la experiencia espiritual que
ha madurado recientemente en la Iglesia con el florecer de diversas
formas de institutos seculares. A los fieles laicos, y también
a los mismos sacerdotes, está abierta la posibilidad
de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad
y obediencia a través de los votos o las promesas, conservando
plenamente la propia condición laical o clerical (204).
Como han puesto de manifiesto los padres sinodales, «el
Espíritu santo promueve también otras formas de
entrega de sí mismo a las que se dedican personas que
permanecen plenamente en la vida laical» (205).
Podemos concluir releyendo una hermosa página de san
Francisco de Sales, que tanto ha promovido la espiritualidad
de los laicos (206). Hablando de la «devoción»,
es decir de la perfección cristiana o «vida según
el Espíritu», presenta de manera simple y espléndida
la vocación de todos los cristianos a la santidad y,
al mismo tiempo, el modo específico con que cada cristiano
la realiza: «En la Creación Dios mandó a
las plantas producir sus frutos, cada una "según
su especie" (Gén 1, 11). El mismo mandamiento dirige a los
cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan
frutos de devoción, cada uno según su estado y
condición. La devoción debe ser practicada en
modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente,
por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y
por la casada. Pero esto no basta; es necesario además
conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas,
con las obligaciones y deberes de cada persona (...). Es un
error —mejor dicho, una herejía— pretender
excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar,
del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes,
de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la devoción
puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo
puede ser vivida en estos estados, pero además de estos
tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces de hacer
perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso,
en cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar
a la vida perfecta» (207).
Colocándose en esa misma línea, el concilio Vaticano
II escribe: «Este comportamiento espiritual de los laicos
debe asumir una peculiar característica del estado de
matrimonio y familia, de celibato o de viudez, de la condición
de enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen,
por tanto, de cultivar constantemente las cualidades y las dotes
otorgadas correspondientes a tales condiciones, y de servirse
de los propios dones recibidos del Espíritu santo» (208).
Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también,
y en cierto sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas
modalidades según las cuales todos y cada uno de los
miembros de la Iglesia son obreros que trabajan en la viña
del Señor, edificando el cuerpo místico de Cristo.
En verdad, cada uno es llamado por su nombre, en la unicidad
e irrepetibilidad de su historia personal, a aportar su propia
contribución al advenimiento del reino de Dios. Ningún
talento, ni siquiera el más pequeño, puede ser
escondido o quedar inutilizado (cf. Mt 25, 24-27).
El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga
al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como
buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10).
NOTICIAS:
167. San Gregorio Magno, Hom. in Evang. I, XIX, 2: PL 76, 1155.
168. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana Gravissimum educationis , 2.
169. Juan Pablo II, Carta Ap. a los jóvenes y a los jóvenes del mundo con ocasión del "Año Internacional de la Juventud", 15: AAS 77 (1985) 620-621.
170. Cf. Propositio 52.
171. Propositio 51.
172. Conc. Ecum. Vat. II, "Mensaje a los jóvenes" (8 diciembre 1965): AAS 58 (1966) 18.
173. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes , 48.
174. J. Gerson, De parvulis ad Christum trahendis, O e uvres completes , Desclée, Paris 1973, IX, 669.
175. Juan Pablo II, Discurso a grupos de la tercera edad de las diócesis italianas (23 Marzo 1984): Insegnamenti, VII, 1 (1984) 744.
176. Cf. Juan XXIII, Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 267-268.
177. Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 24: AAS 74 (1982) 109-110.
178. Propositio 46.
179. Propositio 47.
180. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 9.
181. Pablo VI, Discurso al Comité de organización del año internacional de la mujer (18 Abril 1975): AAS 67 (1975) 266.
182. Propositio 46. 1
183. Propositio 47.
184. Ibid.
185. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.
186. La encíclica Redemptoris Mater, después de haber recordado que la "dimensión mariana de la vida cristiana adquiere una peculiar acentuación, en relación con la mujer y su condición", escribe: "En efecto, la femineidad se encuentra en una relación singular con la Madre del redentor, tema que podrá ser profundizado en otro lugar. Aquí deseo solamente hacer notar que la figura de María de Nazaret proyecta su luz sobre la mujer en cuanto tal por el hecho mismo de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha confiado al ministerio, libre y activo, de una mujer. Por tanto, se puede afirmar que la mujer, mirando a María, encuentra en Ella el secreto para vivir dignamente su femineidad y llevar a cabo su propia promoción. A la luz de María, la Iglesia percibe en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza que es espejo de los más elevados sentimientos de que es capaz el corazón humano: la ofrenda total del amor; la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores; la fidelidad ilimitada y la laboriosidad infatigable; la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo" (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 46: AAS 79 [1987] 424-425).
187. Juan Pablo II, Carta Ap. Mulieris dignitatem, 16.
188. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976): AAS 69 (1977) 98-116.
189. Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 26.
190. Ibid., 27. "La Iglesia es un cuerpo diferenciado, en el que cada uno tiene su función; las tareas son distintas y no deben ser confundidas. Estas no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros; no suministran ningún pretexto a la envidia. El único carisma superior -que puede y debe ser deseado- es la caridad (cf. 1 Cor. 12-13). Los más grandes en el Reino de los cielos no son los ministros, sino los santos" (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976): AAS 69 (1977) 115.
191. Pablo VI, Discurso al Comité de organización del año internacional de la mujer (18 abril 1975): AAS 67 (1975) 266.
192. Propositio 47.
193. Ibid.
194. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36.
195. Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 50: AAS 74 (1982) 141-142.
196. Propositio 46.
197. Propositio 47.
198. VII Asam. gen. ord. Sinodo de los obispos (1987), Per Concili semitas ad Populum Dei Nuntius, 12.
199. Propositio 53.
200. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 3: AAS 76 (1984) 203.
201. san Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, VII, 2: S. Ch. 10, 64.
202. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 31: AAS 76 (1984) 249-250.
203. san Ambrosio, De Virginitate, VI, 34: PL 16, 288. Cf. san Agustín, Sermo CCCIV, III, 2: PL 38, 1396.
204. Cf. Pio XII, Const. Ap. Provida Mater (2 Febrero 1947): AAS 39 (1947) 114-124; C.I.C., can. 573.
205. 6.
206. Cf. Pablo VI, Carta Ap. Sabaudiae gemma (29 Enero 1967): AAS 59 (1967) 113-123.
207. san Francisco de Sales, Introduction a la vie devote, I, III: Oeuvres completes , Monastere de la Visitation, Annecy 1893, III, 19-21.
208. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
209. Propositio 40.
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