CHRISTIFIDELES LAICI
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CAPÍTULO IV
LOS OBREROS DE LA VIÑA DEL SEÑOR

Buenos administradores de la multiforme gracia de Dios

La variedad de las vocaciones

45. Según la parábola evangélica, el «dueño de casa» llama a los obreros a su viña a distintas horas de la jornada: a algunos al alba, a otros hacia las nueve de la mañana, todavía a otros al mediodía y a las tres, a los últimos hacia las cinco (cf. Mt 20, 1 s). En el comentario a esta página del evangelio, san Gregorio Magno interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las edades de la vida. «Es posible —escribe— aplicar la diversidad de las horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La hora undécima es la edad de aquellos muy avanzados en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como para indicar que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada» (167). Podemos asumir y ampliar el comentario de san Gregorio Magno en relación a la extraordinaria variedad de personas presentes en la Iglesia, todas y cada una llamadas a trabajar por el advenimiento del reino de Dios, según la diversidad de vocaciones y situaciones, carismas y funciones. Es una variedad ligada no sólo a la edad, sino también a las diferencias de sexo y a la diversidad de dotes, a las vocaciones y condiciones de vida; es una variedad que hace más viva y concreta la riqueza de la Iglesia.

Jóvenes, niños, ancianos

Los jóvenes, esperanza de la Iglesia

46. El Sínodo ha querido dedicar una particular atención a los jóvenes. Y con toda razón. En tantos países del mundo, ellos representan la mitad de la entera población y, a menudo, la mitad numérica del mismo pueblo de Dios que vive en esos países. Ya bajo este aspecto los jóvenes constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío para el futuro de la Iglesia. En efecto, en los jóvenes la Iglesia percibe su caminar hacia el futuro que le espera y encuentra la imagen y la llamada de aquella alegre juventud, con la que el Espíritu de Cristo incesantemente la enriquece. En este sentido el Concilio ha definido a los jóvenes como «la esperanza de la Iglesia» (168).

Leemos en la carta dirigida a los jóvenes del mundo el 31 de marzo de 1985: «La Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes, en todos vosotros y, a la vez, en cada una y en cada uno de vosotros. Así ha sido desde el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras de san Juan en su primera Carta pueden ser un singular testimonio: "Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijos míos, porque habéis conocido al Padre (...). Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios habita en vosotros" (1 Jn 2, 13 s) (...). En nuestra generación, al final del segundo Milenio después de Cristo, también la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes» (169).

Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto de la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho —y deben ser incitados a serlo— sujetos activos, protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social (170). La juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio «yo» y del propio «proyecto de vida»; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse «en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).

Como han dicho los padres sinodales, «la sensibilidad de la juventud percibe profundamente los valores de la justicia, de la no violencia y de la paz. Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la solidaridad. Se movilizan al máximo por las causas que afectan a la calidad de vida y a la conservación de la naturaleza. Pero también están llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias y miedo del mundo, además de las tentaciones propias de su estado» (171).

La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que Jesús ha manifestado por el joven del evangelio: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal («ven y sígueme» [Mc 10, 21]), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad.

La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los jóvenes, y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia. Este recíproco diálogo —que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía— favorecerá el encuentro y el intercambio entre generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la sociedad civil. Dice el Concilio en su mensaje a los jóvenes: «La Iglesia os mira con confianza y con amor (...). Ella es la verdadera juventud del mundo (...) miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo» (172).

Los niños y el reino de los cielos

47. Los niños son, desde luego, el término del amor delicado y generoso de nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el reino de los cielos (cf. Mt 19, 13-15; Mc 10, 14). En particular, Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los cielos. Y el que reciba incluso a uno solo de estos niños en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 3-5; cf. Lc 9, 48).

La niñez nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios. La vida de inocencia y de gracia de los niños, como también los sufrimientos que injustamente les son infligidos, en virtud de la cruz de Cristo, obtienen un enriquecimiento espiritual para ellos y para toda la Iglesia. Todos debemos tomar de esto una conciencia más viva y agradecida.

Además, se ha de reconocer que también en la edad de la infancia y de la niñez se abren valiosas posibilidades de acción tanto para la edificación de la Iglesia como para la humanización de la sociedad. Lo que el Concilio dice de la presencia benéfica y constructiva de los hijos en la familia «Iglesia doméstica»: «Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres» (173), se ha de repetir de los niños en relación con la Iglesia particular y universal. Ya lo hacía notar J. Gerson, teólogo y educador del siglo xv, para quien «los niños y los adolescentes no son, ciertamente, una parte de la Iglesia que se pueda descuidar» (174).

Los ancianos y el don de la sabiduría

48. A las personas ancianas —muchas veces injustamente consideradas inútiles, cuando no incluso como carga insoportable— recuerdo que la Iglesia pide y espera que sepan continuar esa misión apostólica y misionera, que no sólo es posible y obligada también a esa edad, sino que esa misma edad la convierte, en cierto modo, en específica y original.

La Biblia siente una particular preferencia en presentar al anciano como el símbolo de la persona rica en sabiduría y llena de respeto a Dios (cf. Eclo 25, 4-6). En este mismo sentido, el «don» del anciano podría calificarse como el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el testigo de la tradición de fe (cf. Sal 44, 2; Ex 12, 26-27), el maestro de vida (cf. Eclo 6, 34; 8, 11-12), el que obra con caridad.

El acrecentado número de personas ancianas en diversos países del mundo, y la cesación anticipada de la actividad profesional y laboral, abren un espacio nuevo a la tarea apostólica de los ancianos. Es un deber que hay que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación de refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse en el presente por las dificultades halladas en un mundo de continuas novedades; y, por otra parte, tomando conciencia cada vez más clara de que su propio papel en la Iglesia y en la sociedad de ningún modo conoce interrupciones debidas a la edad, sino que conoce sólo nuevos modos. Como dice el salmista: «Todavía en la vejez darán frutos, serán frescos y lozanos, para anunciar lo recto que es Yahvé» (Sal 92, 15-16). Repito lo que dije durante la celebración del Jubileo de los Ancianos: «La entrada en la tercera edad ha de considerarse como un privilegio; y no sólo porque no todos tienen la suerte de alcanzar esta meta, sino también y sobre todo porque éste es el período de las posibilidades concretas de volver a considerar mejor el pasado, de conocer y de vivir más profundamente el misterio pascual, de convertirse en ejemplo en la Iglesia para todo el Pueblo de Dios (...). No obstante la complejidad de los problemas que debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las fuerzas, y a pesar de las insuficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la legislación oficial, las incomprensiones de una sociedad egoísta, vosotros no sois ni debéis sentiros al margen de la vida de la Iglesia, elementos pasivos de un mundo en excesivo movimiento, sino sujetos activos de un período humana y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis todavía una misión que cumplir, una ayuda que dar. Según el designio divino, cada uno de los seres humanos es una vida en crecimiento, desde la primera chispa de la existencia hasta el último respiro» (175).

Mujeres y hombres

49. Los padres sinodales han dedicado una atención particular a la condición y al papel de la mujer, con una doble intención: reconocer, e invitar a reconocer por parte de todos y una vez más, la indispensable contribución de la mujer a la edificación de la Iglesia y al desarrollo de la sociedad; y además, analizar más específicamente la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia.

Refiriéndose a Juan XXIII, que vio un signo de nuestro tiempo en la conciencia que tiene la mujer de su propia dignidad y en el ingreso de la mujer en la vida pública (176), los padres sinodales —frente a las más variadas formas de discriminación y de marginación a las que está sometida por el simple hecho de ser mujer— han afirmado repetidamente y con fuerza la urgencia de defender y promover la dignidad personal de la mujer y, por tanto, su igualdad con el varón.

Si es éste un deber de todos en la Iglesia y en la sociedad, lo es de modo particular de las mujeres, las cuales deben sentirse comprometidas como protagonistas en primera línea. Todavía queda mucho por hacer en bastantes partes del mundo y en diversos ámbitos, para destruir aquella injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer; tanto más cuanto la mujer misma es precisamente la primera víctima de tal mentalidad. Al contrario, sólo el abierto reconocimiento de la dignidad personal de la mujer constituye el primer paso a realizar para promover su plena participación tanto en la vida eclesial como en aquella social y pública. Se debe dar más amplia y decisiva respuesta a la petición hecha por la Exhortación Familiaris consortio en relación con las múltiples discriminaciones de las que son víctimas las mujeres: «que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica, más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna» (177). En la misma línea han afirmado los padres sinodales: «La Iglesia, como expresión de su misión, debe oponerse con firmeza a todas las formas de discriminación y de abuso de la mujer» (178), y también señalaron que «la dignidad de la mujer —gravemente vulnerada en la opinión pública— debe ser recuperada mediante el efectivo respeto de los derechos de la persona humana y por medio de la práctica de la doctrina de la Iglesia» (179).

Concretamente, y en relación con la participación activa y responsable en la vida y en la misión de la Iglesia, se ha de hacer notar que ya el concilio Vaticano II fue muy explícito en demandarla: «Ya que en nuestros días las mujeres toman cada vez más parte activa en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor participación suya también en los varios campos del apostolado de la Iglesia» (180).

La conciencia de que la mujer —con sus dones y responsabilidades propias— tiene una específica vocación, ha ido creciendo y haciéndose más profunda en el período posconciliar, volviendo a encontrar su inspiración más original en el evangelio y en la historia de la Iglesia. En efecto, para el creyente, el evangelio —o sea, la palabra y el ejemplo de Jesucristo— permanece como el necesario y decisivo punto de referencia, y es fecundo e innovador al máximo, también en el actual momento histórico.

Aunque no hayan sido llamadas al apostolado de los doce y por tanto al sacerdocio ministerial, muchas mujeres acompañan a Jesús en su ministerio y asisten al grupo de los Apóstoles (cf. Lc 8, 2-3 ); están presentes al pie de la cruz (cf. Lc 23, 49); ayudan al entierro de Jesús (cf. Lc 23, 55) y la mañana de pascua reciben y transmiten el anuncio de la resurrección (cf. Lc 24, 1-10); rezan con los Apóstoles en el cenáculo a la espera de pentecostés (cf. Hech 1, 14).

Siguiendo el rumbo trazado por el evangelio, la Iglesia de los orígenes se separa de la cultura de la época y llama a la mujer a desempeñar tareas conectadas con la evangelización. En sus cartas, Pablo recuerda, también por su propio nombre, a numerosas mujeres por sus varias funciones dentro y al servicio de las primeras comunidades eclesiales (cf. Rom 16, 1-15; Flp 4, 2-3; Col 4, 15; 1 Cor 11, 5; 1 Tim 5, 16). «Si el testimonio de los Apóstoles funda la Iglesia —ha dicho Pablo VI—, el de las mujeres contribuye en gran manera a nutrir la fe de las comunidades cristianas» (181).

Y, como en los orígenes, así también en su desarrollo sucesivo la Iglesia siempre ha conocido —si bien en modos diversos y con distintos acentos— mujeres que han desempeñado un papel quizá decisivo y que han ejercido funciones de considerable valor para la misma Iglesia. Es una historia de inmensa laboriosidad, humilde y escondida la mayor parte de las veces, pero no por eso menos decisiva para el crecimiento y para la santidad de la Iglesia. Es necesario que esta historia se continúe, es más que se amplíe e intensifique ante la acrecentada y universal conciencia de la dignidad personal de la mujer y de su vocación, y ante la urgencia de una «nueva evangelización» y de una mayor «humanización» de las relaciones sociales.

Recogiendo la consigna del concilio Vaticano II —en la que se refleja el mensaje del evangelio y de la historia de la Iglesia—, los padres del Sínodo han formulado, entre otras, esta precisa «recomendación»: «Para su vida y su misión, es necesario que la Iglesia reconozca todos los dones de las mujeres y de los hombres, y los traduzca en vida concreta» (182). Y más adelante agregaron: «Este Sínodo proclama que la Iglesia exige el reconocimiento y la utilización de estos dones, experiencias y aptitudes de los hombres y de las mujeres, para que su misión se haga más eficaz (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instructio de libertate christiana et liberatione, 72)» (183).

Fundamentos antropológicos y teológicos


50. La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura y a su significado personal. Los padres sinodales han sentido vivamente esta exigencia, afirmando que «los fundamentos antropológicos y teológicos tienen necesidad de profundos estudios para resolver los problemas relativos al verdadero significado y a la dignidad de los dos sexos» (184).

Empeñándose en la reflexión sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición femenina, la Iglesia se hace presente en el proceso histórico de los distintos movimientos de promoción de la mujer y, calando en las raíces mismas del ser personal de la mujer, aporta a ese proceso su más valiosa contribución. Pero antes, y más todavía, la Iglesia quiere obedecer a Dios, quien, creando al hombre «a imagen suya», «varón y mujer los creó» (Gén 1, 27); así como también quiere acoger la llamada de Dios a conocer, a admirar y a vivir su designio. Es un designio que «al principio» ha sido impreso de modo indeleble en el mismo ser de la persona humana —varón y mujer— y, por tanto, en sus estructuras significativas y en sus profundos dinamismos. Precisamente este designio, sapientísimo y amoroso, exige ser explorado en toda la riqueza de su contenido: es la riqueza que desde el «principio» se ha ido manifestando progresivamente y realizando a lo largo de la entera historia de la salvación, y ha culminado en la «plenitud del tiempo», cuando «Dios mandó su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4, 4). Aquella «plenitud» continúa en la historia: la lectura del designio de Dios acerca de la mujer se realiza incesantemente y se ha de llevar a cabo en la fe de la Iglesia, también gracias a la existencia concreta de tantas mujeres cristianas; sin olvidar la ayuda que pueda provenir de las diversas ciencias humanas y de las distintas culturas. Éstas, gracias a un luminoso discernimiento, podrán ayudar a captar y precisar los valores y exigencias que pertenecen a la esencia perenne de la mujer, y aquellos que están ligados a la evolución histórica de las mismas culturas. Como nos recuerda el concilio Vaticano II, «la Iglesia afirma que, bajo todos los cambios, hay muchas cosas que no cambian; éstas encuentran su fundamento último en Cristo, que es siempre el mismo: ayer, hoy y para siempre (cf. Heb 13, 8)» (185).

La Carta apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer se detiene en los fundamentos antropológicos y teológicos de la dignidad personal de la mujer. El documento —que vuelve a asumir, proseguir y especificar las reflexiones de la catequesis de los miércoles dedicada por largo tiempo a la «teología del cuerpo»— quiere ser, a la vez, el cumplimiento de una promesa hecha en la encíclica Redemptoris Mater (186) y también la respuesta a la petición de los padres sinodales.

La lectura de la Carta Mulieris dignitatem, también por su carácter de meditación bíblicoteológica, podrá estimular a todos, hombres y mujeres, y en particular a los cultores de las ciencias humanas y de las disciplinas teológicas, a que prosigan el estudio crítico, de modo que profundicen siempre mejor —sobre la base de la dignidad personal del varón y de la mujer y de su recíproca relación— los valores y las dotes específicas de la femineidad y de la masculinidad, no sólo en el ámbito del vivir social, sino también y sobre todo en el de la existencia cristiana y eclesial.

La meditación sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la mujer debe iluminar y guiar la respuesta cristiana a la pregunta, tan frecuente, y a veces tan aguda, acerca del espacio que la mujer puede y debe ocupar en la Iglesia y en la sociedad.

De la palabra y de la actitud de Jesús —que son normativos para la Iglesia— resulta con gran claridad que no existe ninguna discriminación en el plano de la relación con Cristo, en quien «no existe más varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28); ni tampoco en el plano de la participación en la vida y en la santidad de la Iglesia, como testifica espléndidamente la profecía de Joel, que se cumplió en pentecostés: «Yo derramaré mi espíritu sobre cada hombre y vuestros hijos y vuestras hijas se convertirán en profetas» (Jl 3, 1; cf. Hech 2, 17 s). Como se lee en la Carta apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer, «uno y otro —tanto la mujer como el varón— (...) son capaces, en igual medida, de recibir el don de la verdad divina y del amor en el Espíritu santo. Los dos acogen sus "visitaciones" salvíficas y santificantes» (187).

Misión en la Iglesia y en el mundo

51. Después, acerca de la participación en la misión apostólica de la Iglesia, es indudable que —en virtud del bautismo y de la confirmación— la mujer, lo mismo que el varón, es hecha partícipe del triple oficio de Jesucristo sacerdote, profeta, rey; y, por tanto, está habilitada y comprometida en el apostolado fundamental de la Iglesia: la evangelización. Por otra parte, precisamente en la realización de este apostolado, la mujer está llamada a ejercitar sus propios «dones»: en primer lugar, el don de su misma dignidad personal, mediante la palabra y el testimonio de vida; y después los dones relacionados con su vocación femenina.

En la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden; ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerial. Es ésta una disposición que la Iglesia ha comprobado siempre en la voluntad precisa —totalmente libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado solamente a varones para ser sus apóstoles (188); una disposición que puede ser iluminada desde la relación entre Cristo Esposo y la Iglesia esposa (189). Nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad.

En realidad, se debe afirmar que, «aunque la Iglesia posee una estructura "jerárquica", sin embargo esta estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo» (190).

Pero, como ya decía Pablo VI, si «nosotros no podemos cambiar el comportamiento de nuestro Señor ni la llamada por él dirigida a las mujeres, sin embargo debemos reconocer y promover el papel de la mujer en la misión evangelizadora y en la vida de la comunidad cristiana» (191).

Es del todo necesario, entonces, pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica. Y en este preciso sentido debe leerse la presente Exhortación, la cual se dirige a los fieles laicos con deliberada y repetida especificación «hombres y mujeres». Además, el nuevo Código de derecho canónico contiene múltiples disposiciones acerca de la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia. Son disposiciones que exigen ser más ampliamente conocidas, y puestas en práctica con mayor tempestividad y determinación, si bien teniendo en cuenta las diversas sensibilidades culturales y oportunidades pastorales.

Ha de pensarse, por ejemplo, en la participación de las mujeres en los consejos pastorales diocesanos y parroquiales, como también en los Sínodos diocesanos y en los concilios particulares. En este sentido, los padres sinodales han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en la elaboración de las decisiones» (192). Y además han dicho: «Las mujeres—las cuales tienen ya una gran importancia en la transmisión de la fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la vida de la Iglesia— deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil» (193).

En el ámbito más específico de la evangelización y de la catequesis hay que promover con más fuerza la responsabilidad particular que tiene la mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia sino también en los más diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica.

Mientras lleve a cabo su compromiso de evangelizar, la mujer sentirá más vivamente la necesidad de ser evangelizada. Así, con los ojos iluminados por la fe (cf. Ef 1, 18), la mujer podrá distinguir lo que verdaderamente responde a su dignidad personal y a su vocación, de todo aquello que —quizás con el pretexto de esta «dignidad» y en nombre de la «libertad» y del «progreso»— hace que la mujer no sirva a la consolidación de los verdaderos valores, sino que, al contrario, se haga responsable de la degradación moral de las personas, de los ambientes y de la sociedad. Llevar a cabo un «discernimiento» semejante es una urgencia histórica impostergable; y, al mismo tiempo, es una posibilidad y una exigencia que derivan de la participación, por parte de la mujer cristiana, en el oficio profético de Cristo y de su Iglesia. El «discernimiento», del que habla muchas veces el apóstol Pablo, no consiste sólo en la ponderación de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe; es también decisión concreta y compromiso operativo, no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también en aquél otro de la sociedad humana.

Se puede decir que todos los problemas del mundo actual —de los que ya hablaba la segunda parte de la constitución conciliar Gaudium et spes, y que el tiempo no ha resuelto en absoluto, ni los ha atenuado— deben ver a las mujeres presentes y comprometidas, y precisamente con su aportación típica e insustituible.

En particular, dos grandes tareas confiadas a la mujer merecen ser propuestas a la atención de todos.

En primer lugar, la responsabilidad de dar plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas posibilidades se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más profunda y a una más rica realización de los valores humanos y cristianos implicados en la vida conyugal y en la experiencia de la maternidad. El mismo varón -el marido y el padre- puede superar formas de ausencia o presencia episódica y parcial, es más, puede involucrarse en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal, gracias precisamente al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer.

Después, la tarea de asegurar la dimensión moral de la cultura, esto es, de una cultura digna del hombre, de su vida personal y social. El concilio Vaticano II parece relacionar la dimensión moral de la cultura con la participación de los laicos en la misión real de Cristo. «Los laicos —dice—, también asociando fuerzas, purifiquen las instituciones y las condiciones de vida en el mundo, si se dieran aquéllas que empujan las costumbres al pecado, de modo que todas sean hechas conformes con las normas de la justicia y, en vez de obstaculizar, favorezcan el ejercicio de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y los trabajos del hombre» (194).

A medida que la mujer participa activa y responsablemente en la función de aquellas instituciones de las que depende la salvaguardia del primado que se ha de dar a los valores humanos en la vida de las comunidades políticas, las palabras recién citadas del Concilio señalan un importante campo de apostolado femenino. En todas las dimensiones de la vida de estas comunidades, desde la dimensión socioeconómica a la socio-política, deben ser respetadas y promovidas la dignidad personal de la mujer y su específica vocación: no sólo en el ámbito individual, sino también en el comunitario; no sólo en las formas dejadas a la libertad responsable de las personas, sino también en las formas garantizadas por las justas leyes civiles.

«No es bueno que el hombre esté solo; quiero hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). Dios creador ha confiado el hombre a la mujer. Es cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en modo particular a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener una específica sensibilidad —gracias a su especial experiencia de su maternidad— por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida. ¡Qué grandes son las posibilidades y las responsabilidades de la mujer en este campo!; especialmente en una época en la que el desarrollo de la ciencia y de la técnica no está siempre inspirado ni medido por la verdadera sabiduría, con el riesgo inevitable de «deshumanizar» la vida humana, sobre todo cuando ella está exigiendo un amor más intenso y una más generosa acogida.

La participación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad, mediante sus dones, constituye el camino necesario de su realización personal —sobre la que hoy tanto se insiste con justa razón— y, a la vez, la aportación original de la mujer al enriquecimiento de la comunión eclesial y al dinamismo apostólico del pueblo de Dios.

En esta perspectiva se debe considerar también la presencia del varón, junto con la mujer.

Copresencia y colaboración de los hombres y de las mujeres

52. En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado el temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición y el papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable olvido: el referente a los hombres. En realidad, diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las propias responsabilidades eclesiales, dejando que sean asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la participación en la oración litúrgica en la iglesia, la educación y concretamente la catequesis de los propios hijos y de otros niños, la presencia en encuentros religiosos y culturales, la colaboración en iniciativas caritativas y misioneras.

Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los hombres y de las mujeres para hacer más completa, armónica y rica la participación de los fieles laicos en la misión salvífica de la Iglesia.

La razón fundamental que exige y explica la simultánea presencia y la colaboración de los hombres y de las mujeres no es sólo, como se ha hecho notar, la mayor significatividad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia; ni mucho menos el simple dato sociológico de una convivencia humana, que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres. Es, más bien, el designio originario del creador que desde el «principio» ha querido al ser humano como «unidad de los dos»; ha querido al hombre y a la mujer como primera comunidad de personas, raíz de cualquier otra comunidad y, al mismo tiempo, como «signo» de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios uno y trino.

Precisamente por esto, el modo más común y capilar, y al mismo tiempo fundamental, para asegurar esta presencia coordinada y armónica de hombres y mujeres en la vida y en la misión de la Iglesia, es el ejercicio de los deberes y responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana, en el que se transparenta y comunica la variedad de las diversas formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y materna, filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris consortio: «Si la familia cristiana es esa comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria. Juntos, por tanto, los cónyuges en cuanto matrimonio, y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica además el reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que hacen relación y singularizan su condición de vida. Es entonces en el amor conyugal y familiar —vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad— donde se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia» (195).

Situándose en esta perspectiva, los padres sinodales han reafirmado el significado que el sacramento del matrimonio debe asumir en la Iglesia y en la sociedad, para iluminar e inspirar todas las relaciones entre el hombre y la mujer. En tal sentido, han afirmado «la urgente necesidad de que cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido en la relación entre hombre y mujer. El sacramento del matrimonio, que consagra esta relación en su forma conyugal y la revela como signo de la relación de Cristo con su Iglesia, contiene una enseñanza de gran importancia para la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre el hombre y la mujer han de inspirarse en este espíritu. La Iglesia debe utilizar esta riqueza todavía más plenamente»(196). Los mismos padres sinodales han hecho notar justamente que «han de ser recuperadas la estima de la virginidad y el respeto por la maternidad» (197): una vez más, para el desarrollo de vocaciones diversas y complementarias en el contexto vivo de la comunión eclesial y al servicio de su continuo crecimiento.

Los enfermos y los que sufren

53. El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor. En su mensaje final, los padres sinodales se han dirigido con estas palabras a los hombres y mujeres afectados de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor, con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados por nuestra sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos, pobres, hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros, desocupados, ancianos, niños abandonados y personas solas; vosotros, víctimas de la guerra y de toda violencia que emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia participa de vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os asocia a su pasión redentora y os hace vivir a la luz de su redención. Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero qué es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia» (198).

En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por la enfermedad en sus más diversas formas. Los enfermos, en efecto, son la expresión más frecuente y más común del sufrir humano.

A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol arribó a la alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros» (Col 1, 24). Del mismo modo, muchos enfermos pueden convertirse en portadores del «gozo del Espíritu santo en medio de muchas tribulaciones» (1 Tes 1, 6) y ser testigos de la resurrección de Jesús. Como ha manifestado un minusválido en su intervención en el aula sinodal, «es de gran importancia aclarar el hecho de que los cristianos que viven en situaciones de enfermedad, de dolor y de vejez, no están invitados por Dios solamente a unir su dolor a la pasión de Cristo, sino también a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo resucitado (cf. 2 Cor 4, 10-11; 1 Pe 4, 13; Rom 8, 18 s)» (199).

Por su parte —como se lee en la Carta apostólica Salvifici doloris— «la Iglesia que nace del misterio de la redención en la cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre "constituye el camino de la Iglesia", y es éste uno de los caminos más importantes» (200). El hombre que sufre es camino de la Iglesia porque, antes que nada, es camino del mismo Cristo, el buen samaritano que «no pasó de largo», sino que «tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas (...) y cuidó de él» (Lc 10, 32-34).

A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a copiar la parábola evangélica del buen samaritano en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenido lugar mediante el testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario. Además hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios católicos, se hace cada vez más numerosa, y quizá también total y exclusiva, la presencia de fieles laicos, hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos, enfermeros, otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor a los enfermos y los que sufren.

Acción pastoral renovada

54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha recibido de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu» (201), no sólo no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha de ser una acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía, presencia, escucha, diálogo, participación y ayuda concreta para con el hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento ponen a dura prueba, no sólo su confianza en la vida, sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre. Este relanzamiento pastoral tiene su expresión más significativa en la celebración sacramental con y para los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad, como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro y de fiesta.

Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada acción pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos los componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al minusválido, al que sufre, no simplemente como término del amor y del servicio de la Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación. Desde este punto de vista, la Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva está en el anuncio de que el sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia.

El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de vida, tanto de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos y los que sufren, como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.

Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente meditación de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que a los pies de la cruz del Calvario acudan espiritualmente todos los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador por la unidad de todos (cf. Jn 17, 11. 21-22). Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en la cruz está el "redentor del hombre", el varón de dolores, que ha asumido para sí los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes. Junto a María, madre de Cristo, que estaba al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a todos vosotros, los que sufrís, os pedimos que nos sostengáis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo contemporáneo nos ofrece de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo!» (202).

Estados de vida y vocaciones

55. Obreros de la viña son todos los miembros del pueblo de Dios: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y común viña del Señor con carismas y ministerios diversos y complementarios.

Ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu. En el plano del ser: no significa sólo mediante la vida de gracia y santidad, que es la primera y más lozana fuente de fecundidad apostólica y misionera de la santa madre Iglesia; sino que significa también el estado de vida que caracteriza a los sacerdotes y los diáconos, los religiosos y religiosas, los miembros de institutos seculares, los fieles laicos.

En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común —mejor dicho, único— su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisionomía, y al mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio.

Así el estado de vida laical tiene en la índole secular su especificidad y realiza un servicio eclesial testificando y volviendo a hacer presente, a su modo, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, el significado que tienen las realidades terrenas y temporales en el designio salvífico de Dios. A su vez, el sacerdocio ministerial representa la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo redentor en los diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica la índole escatológica de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el reino de Dios, que viene prefigurado y, de algún modo, anticipado y pregustado por los votos de castidad, pobreza y obediencia.

Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada uno de ellos en relación con los otros, están al servicio del crecimiento de la Iglesia; son modalidades distintas que se unifican profundamente en el «misterio de comunión» de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en su única misión.

De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y revive, en la diversidad de estados de vida y en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio de Jesucristo. Como gusta repetir a los padres, la Iglesia es como un campo de fascinante y maravillosa variedad de hierbas, plantas, flores y frutos. san Ambrosio escribe: «Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y en flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos»(203).

Las diversas vocaciones laicales


56. La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos. En el álveo de una vocación laical «común» florecen vocaciones laicales «particulares». En este campo podemos recordar también la experiencia espiritual que ha madurado recientemente en la Iglesia con el florecer de diversas formas de institutos seculares. A los fieles laicos, y también a los mismos sacerdotes, está abierta la posibilidad de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia a través de los votos o las promesas, conservando plenamente la propia condición laical o clerical (204). Como han puesto de manifiesto los padres sinodales, «el Espíritu santo promueve también otras formas de entrega de sí mismo a las que se dedican personas que permanecen plenamente en la vida laical» (205).

Podemos concluir releyendo una hermosa página de san Francisco de Sales, que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos (206). Hablando de la «devoción», es decir de la perfección cristiana o «vida según el Espíritu», presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con que cada cristiano la realiza: «En la Creación Dios mandó a las plantas producir sus frutos, cada una "según su especie" (Gén 1, 11). El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona (...). Es un error —mejor dicho, una herejía— pretender excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser vivida en estos estados, pero además de estos tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces de hacer perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso, en cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta» (207).

Colocándose en esa misma línea, el concilio Vaticano II escribe: «Este comportamiento espiritual de los laicos debe asumir una peculiar característica del estado de matrimonio y familia, de celibato o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen, por tanto, de cultivar constantemente las cualidades y las dotes otorgadas correspondientes a tales condiciones, y de servirse de los propios dones recibidos del Espíritu santo» (208).

Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también, y en cierto sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas modalidades según las cuales todos y cada uno de los miembros de la Iglesia son obreros que trabajan en la viña del Señor, edificando el cuerpo místico de Cristo. En verdad, cada uno es llamado por su nombre, en la unicidad e irrepetibilidad de su historia personal, a aportar su propia contribución al advenimiento del reino de Dios. Ningún talento, ni siquiera el más pequeño, puede ser escondido o quedar inutilizado (cf. Mt 25, 24-27).

El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10).

NOTICIAS:

167. San Gregorio Magno, Hom. in Evang. I, XIX, 2: PL 76, 1155.

168. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana Gravissimum educationis , 2.

169. Juan Pablo II, Carta Ap. a los jóvenes y a los jóvenes del mundo con ocasión del "Año Internacional de la Juventud", 15: AAS 77 (1985) 620-621.

170. Cf. Propositio 52.

171. Propositio 51.

172. Conc. Ecum. Vat. II, "Mensaje a los jóvenes" (8 diciembre 1965): AAS 58 (1966) 18.

173. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes , 48.

174. J. Gerson, De parvulis ad Christum trahendis, O e uvres completes , Desclée, Paris 1973, IX, 669.

175. Juan Pablo II, Discurso a grupos de la tercera edad de las diócesis italianas (23 Marzo 1984): Insegnamenti, VII, 1 (1984) 744.

176. Cf. Juan XXIII, Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 267-268.

177. Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 24: AAS 74 (1982) 109-110.

178. Propositio 46.

179. Propositio 47.

180. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 9.

181. Pablo VI, Discurso al Comité de organización del año internacional de la mujer (18 Abril 1975): AAS 67 (1975) 266.

182. Propositio 46. 1

183. Propositio 47.

184. Ibid.

185. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.

186. La encíclica Redemptoris Mater, después de haber recordado que la "dimensión mariana de la vida cristiana adquiere una peculiar acentuación, en relación con la mujer y su condición", escribe: "En efecto, la femineidad se encuentra en una relación singular con la Madre del redentor, tema que podrá ser profundizado en otro lugar. Aquí deseo solamente hacer notar que la figura de María de Nazaret proyecta su luz sobre la mujer en cuanto tal por el hecho mismo de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha confiado al ministerio, libre y activo, de una mujer. Por tanto, se puede afirmar que la mujer, mirando a María, encuentra en Ella el secreto para vivir dignamente su femineidad y llevar a cabo su propia promoción. A la luz de María, la Iglesia percibe en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza que es espejo de los más elevados sentimientos de que es capaz el corazón humano: la ofrenda total del amor; la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores; la fidelidad ilimitada y la laboriosidad infatigable; la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo" (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 46: AAS 79 [1987] 424-425).

187. Juan Pablo II, Carta Ap. Mulieris dignitatem, 16.

188. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976): AAS 69 (1977) 98-116.

189. Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 26.

190. Ibid., 27. "La Iglesia es un cuerpo diferenciado, en el que cada uno tiene su función; las tareas son distintas y no deben ser confundidas. Estas no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros; no suministran ningún pretexto a la envidia. El único carisma superior -que puede y debe ser deseado- es la caridad (cf. 1 Cor. 12-13). Los más grandes en el Reino de los cielos no son los ministros, sino los santos" (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976): AAS 69 (1977) 115.

191. Pablo VI, Discurso al Comité de organización del año internacional de la mujer (18 abril 1975): AAS 67 (1975) 266.

192. Propositio 47.

193. Ibid.

194. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36.

195. Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 50: AAS 74 (1982) 141-142.

196. Propositio 46.

197. Propositio 47.

198. VII Asam. gen. ord. Sinodo de los obispos (1987), Per Concili semitas ad Populum Dei Nuntius, 12.

199. Propositio 53.

200. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 3: AAS 76 (1984) 203.

201. san Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, VII, 2: S. Ch. 10, 64.

202. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 31: AAS 76 (1984) 249-250.

203. san Ambrosio, De Virginitate, VI, 34: PL 16, 288. Cf. san Agustín, Sermo CCCIV, III, 2: PL 38, 1396.

204. Cf. Pio XII, Const. Ap. Provida Mater (2 Febrero 1947): AAS 39 (1947) 114-124; C.I.C., can. 573.

205. 6.

206. Cf. Pablo VI, Carta Ap. Sabaudiae gemma (29 Enero 1967): AAS 59 (1967) 113-123.

207. san Francisco de Sales, Introduction a la vie devote, I, III: Oeuvres completes , Monastere de la Visitation, Annecy 1893, III, 19-21.

208. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.

209. Propositio 40.