ZABROZO volver al indice
 


     Fue durante unos Ejercicios a unas muchachas, a unas chamacas, ya que era en México.
     Les dije que entre todas tenían que hacer una buena fotografía de Dios. Para ello cada una apuntaría y aportaría tres adjetivos (atributos, según los antiguos teólogos), los que les pareciesen más significativos. Así como la palabra «mar» trae de la mano «azul», «inmenso», «peces», ¿qué nos sugiere la palabra «Dios»?
     Fue una letanía preciosa.
     Cada una decía sus tres palabras, lentamente. Íbamos apuntándolas, sopesándolas, saboreándolas. Porque las palabras son como las flores: hay que acariciarlas despacio con la mirada, con el corazón.
     (Las visiones nunca han sido mi fuerte. Pero estaba seguro, notaba que la sala estaba llena de ojos, de oídos invisibles. No sólo los ángeles de la guarda de las muchachas, sino montones de ángeles extra se habían colado allí. Y hasta sentía que Dios estaba espiando curioso aquel improvisado laboratorio fotográfico).

     —Increíble.
     Levanté la mirada:
     —Por favor, repita, señorita.
     —In-cre-í-ble, y abría las manos.
     —¿Que no se puede creer?
     —No, no es eso, y seguía con el gesto de las manos abriéndose en círculos.
     —Otra palabra.
     —Todo.
     —¿Y la tercera?
     —Zabrozo.

     (Zabrozo escribiste en vez de «Sabroso» porque te dejaste llevar por la ortografía del coraZón, que ya dijo Von Balthasar que «los que más aman a Dios son los que más saben de Él»).

     Niña que no sé cómo te llamas, gracias por tus tres atributos: increíble — todo — sabroso.
     Tú no sabías —no podías saberlo— que en la oración de la misa del día de Pentecostés, en aquellos tiempos en que rezábamos en latín, aparecía el verbo sapere (saborear).
     No lo sabías, pero acertaste: Dios es sabroso, o «zabrozo», con «z» de corazón.