ÓSCAR volver al indice
 

     Durante el viaje, mis desconocidos compañeros de departamento estuvieron hablando mucho rato de un óscar, de otro óscar, de muchos óscares. De Hollywood, claro.
     Me sorprendí sonriendo. Porque pensé inmediatamente en mi Óscar.

     De la casa de enfrente sólo conozco de visu, aparte las tejas y la antena del televisor, un gato que se pasea olímpicamente por el tejado. Color chocolate claro, con franjas blancas. Pero de auditu y ya «de corazón» está mi Óscar.
     Vive a unos once metros de mi ventana. Nunca le he visto. Sólo le oigo llorar a ratos, pocos, y sobre todo le siento presente a través de la voz caliente de su madre: «Óscar», «Óscar», «Óscar»... y así —no exagero— hasta diez, quince veces por minuto. Que a la hora, en los buenos días, alcanza la no despreciable cota de 900 óscares.
     Cuando rezo «laudes» o «vísperas» al llegar al final, junto al recuerdo por la paz del mundo, por la libertad de los hombres, por mi madre la Iglesia, introduzco —cuesta poco— el recuerdo del pequeño. Y le digo a Dios: «para que Óscar crezca», «para que cuando Óscar tire piedras nunca apunte a mi ventana», «para que Óscar no pesque ningún catarro»...
     Aparentemente estas invocaciones contrastan con las otras, aquéllas en latín, éstas mirando en frente. Pero quizá sólo aparentemente, porque en realidad el mundo, los hombres, la Iglesia sólo existan a través de los óscares, perdón, de mi Óscar y la voz infinita de su madre.