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     Teólogo de primera. De esos que la bondad de Dios regala a su Iglesia a cuentagotas.
     El día menos pensado —porque ya no es un niño— los periódicos se llenarán de ditirambos, citando sus obras monumentales que muchos periodistas seguro no habrán leído.
     Para que a mis amigos no les pille de sorpresa la noticia y conozcan algo de él, les recomiendo Paradojas y nuevas paradojas, un volumen relativamente breve, que consiste en una especie de antología de reflexiones y pensamientos.
     He aquí tres ejemplos bien sabrosos:

     1. Si tu alma está turbada, ve a la iglesia, prostérnate y reza.
     Si tu alma continúa aún turbada, busca a tu padre espiritual, siéntate a sus pies, y ábrele tu alma.
     Y si tu alma todavía permanece turbada, entonces, retírate a tu celda, acuéstate sobre tu estera, y duerme.

     2. Cada época ha sido siempre la peor. Y si hubo algunas verdaderamente peores, fueron las que dieron a luz las mayores cosas.

     San Agustín, aquella lumbrera que aún nos ilumina, era, al final de su vida, un pobre obispo sitiado por los bárbaros, que veía derrumbarse el gran imperio cuya historia parecía confundirse con la del mundo...
     Fue en el siglo VI, «época de perpetua amenaza y aflicción», estando Italia bajo el yugo de godos y lombardos, cuando la gran maravilla de la liturgia romana más se enriqueció...
     A mediados del siglo XIII, aquel gran siglo de la cristiandad, el mayor, el único, el que despierta tantas nostalgias, el que no volverá jamás, la cristiandad creyó llegado su último día. Ningún grito de peligro universal sea quizá comparable al discurso pronunciado por el papa Inocencio IV, el año 1245, en Lyon, en el refectorio de san justo: costumbres abominables de los prelados y de los fieles, insolencia de los sarracenos, cisma de los griegos, sevicias de los tártaros, persecuciones de un emperador impío...: tales son las cinco llagas por las que la Iglesia muere. Para salvar lo poco que puede ser salvado, que todos se pongan a abrir trincheras, único recurso contra los tártaros...
     «Este es un siglo de hierro», gemía Marsilio Ficino, en el siglo XV, en Florencia...
     ¿Habrá quien no se anime?

     3. Todo sufrimiento es único, y todo sufrimiento es común. Tengo que repetirme la segunda verdad cuando sufro yo, y la primera cuando veo sufrir a los otros.