CATORCE volver al indice
 

     Mi condiscípulo Felipe se profesa católico, apostólico, romano y co-republicano. ¡Nació el 14 de abril de 1928!
     En su día, este año, al andar por el otro lado del Atlántico, no pude llamarle por teléfono para cantarle más o menos afinadamente el «ad multos annos» de rigor.
     Pero le envié la siguiente carta posrepublicana.

     André Merlaud, voluntarioso joven cura de pueblo, allá por 1945 escribió a Paul Claudel (1868-1955) contándole sus tentaciones de soledad y aislamiento.
     Ésta es la respuesta del anciano poeta. Con tres latinajos que no me he atrevido a eliminar del texto y que traduzco por si algún lector los encuentra algo oscuros: «Abandonado entre los muertos» (Salmo 88, 6); «Como los traspasados que moran en el sepulcro» (Salmo 88, 6); «Dios es mi luz, ¿a quien temeré?» (Salmo 27, 1).

     Querido señor cura:
     Perdóneme conteste con tanto retraso a su carta del 12 de marzo. Pasé una temporada en París y acabo de regresar a casa.
     Yo también he experimentado durante mi vida largos años de completa soledad en medio de gentes cuya lengua desconocía y que hacían me sintiese como el personaje del salmo «inter mortuos liber» (el texto añade esta frase, cuyo sabor amargo bien conozco: «sicut vulnerati qui dormiunt in sepulcro»). Gracias a Dios, el estudio y la oración me permitieron atravesar esas zonas desoladas que conducen al Horeb, monte de Dios.
     Pero me parece que, sacerdote en su propio país, usted tiene a mano recursos con los que yo no contaba. La misa que celebra cada día derrama, no sólo sobre su aldea sino sobre la humanidad entera, sobre el purgatorio al que despuebla, un torrente de bendiciones inestimables e inconmensurables.
     Y cada mañana, al despertar, puede darse cuenta que Dios le ha confiado especialmente aquellos hombres, aquellas mujeres, aquellos niños. A otros, Dios les dio vacas o caballos, a usted le ha dado almas inmortales. Es usted su Cristo, capaz de darles la vida, investido plenamente de un poder vivificador, iluminador, resucitador. Usted se inmola cada día por ellos sobre el altar. Está unido con lo que hay en ellos de más profundo y permanece desconocido por ellos mismos, con lo que les hace ser. Es usted el delegado de sus ángeles de la guarda. Satisface su deuda por ellos.
     En este quehacer sublime, ¡qué importan los contratiempos y las contradicciones humanas! ¿Le prometieron a usted una cruz de cartón?, ¿o una buena, honesta, pesada cruz — y precisamente a su medida — porque es precisamente ella la que le parece aplastante? Frente a la inmensa alegría divina que le está reservada y de la que es usted dispensador, ¿cómo no descubrir lo simplemente ridículos que resultan los pequeños guijarros del camino?
     Le aseguro que la vocación de sacerdote, y me atrevo a añadir la de cura de pueblo —nuestro Señor era un cura de pueblo —, es la más sublime de todas. A su lado la vocación de escritor es bien poca cosa. «Deus illuminatio mea, quem timebo?».

     La carta a Felipe, cura de pueblo, le supo a gloria.
     A gloria tiene que saberles a no pocos lectores: es una invitación, una llamada directa, a ser cura de pueblo.
     Porque hay ya demasiada gente que escribe, habla, venera, defiende y evangeliza al pueblo, y a los de pueblo, a demasiada distancia.