CAMPANA volver al indice
 

     Desplazado oficialmente al Oriente Medio, en misión comercial, lejos y alejado de los suyos y de lo suyo, escribía cada vez menos.
     En una de sus últimas cartas me decía lacónicamente: «Aquí ni se oyen las campanas».
     Aquello me dejó anonadado, porque intuí que estaba pasando un mal momento.
     Lo comenté discretamente poco después con un ingeniero, colega suyo, que acababa de venir de vacaciones, y no le dio importancia. Además, ¿cómo iban a sonar las campanas en una ciudad árabe?
     Me callé. Pero al llegar a mi despacho busqué la obra teatral de Martín Descalzo en la que cuenta la vocación de Juana de Arco. La habíamos leído y comentado juntos en 1962.
     Cuando Juana, abrumada, desorientada, cede y claudica enmudecen las campanas.

     ¿Puede entonces tanto una criatura que una sola palabra suya ensucie todo el mundo?
     ¿Pueden los labios de una muchacha envenenar el aire, amordazar las campanas?
     ¿No podrían sonar al menos las campanas?
     Si ellas estuvieran conmigo, poco a poco
     se cerraría la herida de mi alma.
     Finalmente, arrepentida, entra en la hoguera y en este momento suena una campana limpia, purísima.
     Juana, al oírla, da un grito de gozo.
     Al derrumbarse exclama: ¡Jesús!
     Sigue sonando la campana. Cae el telón.

     Meses después, me enteré que había muerto. En pleno desierto.
     Estoy convencido que, pese a las apariencias, su Padre no le abandonó. Y que al cruzar la frontera empezó a oír el suave sonido de una campana.

     En mis tiempos de seminarista nos decían que la campana era la voz de Dios.
     Mira por donde, ¡a lo mejor tenían razón!