Los mecanógrafos y los taquígrafos de hoy presumen con razón de ilustres ascendientes, los amanuenses, que sin máquinas y sin prisa elaboraban manuscritos caligráficos, hermosos por la forma y por el contenido.
Cerca de mi habitación, iluminando la pared blanca, hay una página de un manuscrito medieval hallado en Salzburg.
Pocos son capaces de pasar sin detenerse a leerla y ninguno de los que la lee puede dejar de estremecerse ante la lacónica confesión del lejano amanuense.
Un sacerdote debe ser... muy grande
y a la vez muy pequeño,
de espíritu noble como si llevara sangre real
y sencillo como un labriego,
héroe, por haber triunfado de sí mismo,
y hombre que llegó a luchar contra Dios,
fuente inagotable de santidad
y pecador a quien Dios perdonó,
señor de sus propios deseos
y servidor de los débiles y vacilantes,
uno que jamás se doblegó ante los poderosos
y se inclina, no obstante, ante los más pequeños,
dócil discípulo de su maestro
y caudillo de valerosos combatientes,
pordiosero de manos suplicantes
y mensajero que distribuye oro a manos llenas,
animoso soldado en el campo de batalla y madre tierna a la cabecera del enfermo,
anciano por la prudencia de sus consejos y niño por su confianza en los demás,
alguien que aspira siempre a lo más alto
y amante de lo más humilde...
Hecho para la alegría,
acostumbrado al sufrimiento,
ajeno a la envidia,
transparente en sus pensamientos,
sincero en sus palabras,
amigo de la paz,
enemigo de la pereza,
seguro de sí mismo.
«Completamente distinto de mí», comenta humildemente el amanuense.