AFONÍA volver al indice
 

     Fue el sábado santo de 1977, en México.
     Durante toda la semana santa dirigí (e hice) ejercicios espirituales.
     Los ejercicios espirituales para el director son también ejercicios vocales.
     Terminaban con la vigilia pascual.
     Nunca me había pasado una cosa así: a lo largo del acto litúrgico de la noche fui perdiendo la voz, no a marchas forzadas sino en reactor.
     Y a la misma velocidad me vi obligado a delegar mis funciones litúrgicas a los presentes. Las delegables.
     Desde la presentación de las ofrendas, silencio. Silencio total de palabras. Sólo gestos.
     (Me acordé de aquello que cuenta M. Barlow: «De niño, creía que cada hombre sólo tenía a su disposición una cantidad de palabras. Y que cuando había dilapidado todo su capital, caía muerto»).
     Al salir comentaron algunos con emoción que había sido una misa muy elocuente.
     Tenían razón. La afonía me había convertido en un verdadero ministro de la Palabra: Dios, por primera vez en mi vida, pudo hablar tranquilamente a un grupo de cristianos.