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EL SACERDOCIO ES UN DON, NO UN DERECHO

 

         La parte esencial de la oración consagratoria nos recuerda como el Sacerdocio es esencialmente un don y, propio en la óptica del “don sobrenatural”, éste posee una dignidad que todos, fieles laicos y clero, deben reconocer. Se trata de una dignidad que no proviene de los hombres, sino que es puro don de la gracia, al cual uno ha sido llamado y que nadie puede exigir como un derecho. La dignidad del presbiterado, donada por el “Padre Todopoderoso”, debe aparecer en la vida de los sacerdotes, en su santidad, en su humanidad dispuesta a acoger, en su humildad y caridad pastoral, en la luminosidad a la fidelidad al Evangelio y a la doctrina de la Iglesia, en la sobriedad y solemnidad de las celebraciones de los divinos misterios, en el hábito eclesiástico. En el Sacerdote todo debe recordar – a él mismo y al mundo – que ha sido objeto de un don sin merecerlo y que no se puede merecer, que lo convierte en presencia eficaz del Absoluto en el mundo para la salvación de los hombres.

 

         El Espíritu de santidad, del que se renueva la implorada efusión, es la garantía para poder vivir “en santidad” la vocación recibida y, al mismo tiempo, la condición de la misma posibilidad en “cumplir fielmente el ministerio”. La fidelidad es el encuentro espléndido entre la libertad fiel de Dios y la libertad creada y herida del hombre, quien, sin embargo, por la potencia del Espíritu, llega a ser capaz sacramentalmente de “guiar a todos hacia una íntegra conducta de vida” No hay que reducir el ministerio presbiteral a categorías moralizantes; tal exhortación indica la “plenitud” de la vida, una vida que sea realmente tal y que sea íntegramente cristiana.

 

         El Sacerdote, revestido del Espíritu del Padre todopoderoso, ha sido llamado a “guiar” – con la enseñanza y la celebración de los sacramentos y, sobre todo, con la propia vida – el camino de santificación del pueblo que le ha sido encomendado, bajo la certeza que es éste el único fin por el cual el mismo presbiterado existe, el Paraíso.

 

         El don del Padre hace que “sus hijos-Sacerdotes” sean los predilectos; una portio electa populi Dei, que ha sido llamada a “ser elegida” y a brillar con la santidad de la vida y el testimonio de la fe.

 

         La memoria del don recibido, siempre renovado por el Espíritu, y la protección de la Bienaventurada Virgen María, Esclava del Señor y Tabernáculo del Espíritu Santo, hagan que cada uno de los Sacerdotes “cumplan fielmente” la propia misión en el mundo a la espera del premio eterno reservado a los hijos elegidos, que son también herederos.

        

 

 

 

         X Mauro Piacenza

          Arz. Titular de Vittoriana

          Secretario