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Una conversación con Agustín Altisent
 

 

 

Entrevista  por Juan Carrera

 

 

Bien asentado al fondo de esa verde hondonada que es la Conca de Barberà, el monasterio de Poblet ofrece, como primer impacto, una sensación de fuerza. Más que hermoso, Poblet es grande, vigoroso. No busca apoyaturas, no aprovecha ningún espacio sobrante. Diríase que está donde ha querido estar y que es su entorno el que nace de él. Quizá flote todavía, en esta pujanza, el rastro de algún viejo diablillo de ambiguas historias de dominación... Tal vez las líneas de su fachada desmesuradamente alargada, mezcla de templo y de castillo, merecerían la objeción de algún esteticista. En todo caso, Poblet cuenta con el exorcismo de su realidad, de su eficacia histórica, de su grandeza. Y de su actualidad religiosa. Porque Poblet no es hoy un museo sino el hogar, el desierto y el taller de una treintena de monjes... A no ser que consideremos como pieza de museo al mismo monaquismo...

 

            El monaquismo es una institución y, como toda institución, crea solamente posibilidades. Toca al individuo aprovecharlas... Las instituciones no son decisivas; lo son las personas que las viven. En la suma de sus individuos, las instituciones parecen ofrecer a menudo un contenido mediocre. Lo bueno es raro. El éxito es siempre escaso. Pero aparte de que el valor de una institución hay que buscarlo en sus casos de éxito, no en aquellos en que, a causa de las personas que la han encarnado, ha fracasado, las comunidades monásticas acostumbran a tener un promedio de éxito muy importante.

 

Alto y fornido, frisando la cincuentena, el padre Agustín Altisent trasluce en su mirada mucha más decisión y contundencia de la que muestran sus palabras, siempre frenadas por el juego dialéctico y, a veces, por un toque de escepticismo.

 

Y ¿en qué consiste, padre Agustín, el éxito del monje?

 

            Me parece que el campo de trabajo espiritual de los monjes es la propia alma. Esto suena hoy a individualismo y es, por tanto, cosa vitanda. Por eso algunos ponen hoy el acento del monacato en otras partes. Yo creo que se equivocan. Digo que el campo de trabajo del monje es el alma propia, no en el sentido de que el monje trabaje «para su propia salvación» (no me rasgaría por ello las vestiduras, aunque sería una postura de escasa calidad), sino para su propia perfección, su propia santidad. No a fin de adquirir méritos y virtudes para sí, como un enriquecimiento personal. Cuando digo santidad, me refiero a la entrega, día tras día, de todos los repliegues del corazón a Dios hasta que él sea, en efecto, su dueño. Y esto no porque sea precisamente mi corazón sino porque, considerándolo parte de una tierra que Dios ha de dominar, con su entrega le doy un trocito del mundo, el trozo que tengo más a mano, aquel que más fácilmente puedo evangelizar y cuya evangelización resulta, sin embargo, más costosa.

 

Cuando entró en el monasterio, Agustín Altisent tenía 23 años y había terminado, en su ciudad de Barcelona, el peritaje mercantil. Contra lo que podría hacer esperar la índole de tales estudios era ya entonces un gran lector de literatura. De aquellos tiempos conserva el recuerdo de Kafka.

 

            Si yo trato de luchar cada día contra mi egoísmo, de vencer mi orgullo, de aceptar mis limitaciones, de llevar como cruz de oprobio mis pecados, creo que hago reinar a Dios en un lugar del mundo (mi corazón, en este caso) y que, por tanto, contribuyo a que el reino avance, aunque sea solamente unos milímetros. Esta labor de purificación personal, de análisis sereno aunque implacable de uno mismo, de apertura a Dios en aquel doble fondo que mantenemos en nuestro corazón para que él no acabe nunca de penetrarlo, es, me parece, la tarea específica del monje. Una opinión personal (y tradicional) que muchos probablemente considerarán desfasada. Yo creo, en cambio, que mantiene toda su vigencia. Porque si los monjes pretendemos hacer aquello que es específico del clero secular o del laicado, ni aportaremos al conjunto nuestra contribución personal, ni servirá para gran cosa una aportación que otros pueden dar mejor que nosotros. Como si un pianista, para hacerse más «humano», abandonara sus arpegios y estudios y se entregara a otras tareas. No podría luego proporcionarnos el gozo de un concierto que únicamente él podía ofrecernos. En la Iglesia creo que la mentalidad ha de ser común a todos, pero las actividades, no: éstas hay que mantenerlas diferenciadas si buscamos el bien del conjunto. Cada cual sólo puede tocar su instrumento. Nadie es, él solo, la orquesta. Es preciso, eso sí, que cada uno sepa valorar la música de los demás y coordinar con ella.

 

Del «alma propia» hemos ido a parar, de todos modos, a una perspectiva en la que están presentes los demás...

 

            Es que luchando por purificar el alma propia, para ver claro en ella, para no hacer trampa, el monje puede ir elaborando, al mismo tiempo, un elixir, una como esencia muy simple y condensada que quizás será útil también a los demás. En este sentido, el monasterio puede convertirse en un laboratorio donde perdiendo el tiempo en apariencia, dedicándose a abstracciones inútiles, se elabora un minúsculo comprimido capaz de transformar muchos litros de agua...

 

Esta será su versión de la parábola de la levadura...

 

            No exactamente quizás. El evangelio ha sido confiado a la Iglesia y a veces lo han anunciado también los monjes. Suficientemente conocida es la tarea de evangelización de Europa por los hijos de san Benito. Pero yo me refiero ahora a la elaboración de unas esencias que incluyen, a la vez, evangelio y experiencia humana. Pienso en un verso de Dante, en el cual hace declarar a Ulises —un Ulises que no procede de Homero sino de Estacio— que él recorre el mundo para llenarse de «virtud y conocimiento».

 

Sin embargo los monjes, a la inversa de este Ulises, se niegan precisamente a recorrer el mundo. Vuestro aislamiento ¿no es, acaso, un peligro?

 

            Cierto que lo es. Pero no hay vida sin peligro y toda vida tiene sus peligros inmanentes. Nietzsche sostenía que la frase «vivir peligrosamente» es un pleonasmo. El peligro inmanente de la vida monástica es, entre otros, el de estupidización por falta de contactos excitantes del pensamiento y, en consecuencia, modificadores de las actitudes. Pero no nos engañemos. No nos engañemos hoy, sobre todo, con tanta reacción de inmadurez de los clérigos respecto al mundo secular: inmadurez que hoy se manifiesta con el más indiscriminado embobamiento hacia el laicado, y antes se expresaba con el «ordeno y mando» más absoluto y el pensamiento de superioridad más idiota. No nos llamemos a engaño, repito: en el «mundo» (es decir, en Barcelona, en Cornellà, en Madrid, Salou o la Costa Brava) ¡cuánta gente vive atascada, estupidizada! Porque no lo olvidemos: el aislamiento puede atontar, pero el barullo, el cambio continuo, también. Ya por fin algunos empiezan a darse cuenta del fracaso de las grandes aglomeraciones urbanas, deshumanizadoras: creo que éste sería el momento en que, sin mitificarlos, se empezara a vislumbrar lo que pueden ser los monasterios. Con frase gráfica, aunque sin duda exagerada, me lo dijo un amigo: «Está bien que haya monjes... En París hay un metro que sirve de base y patrón a todos los metros del mundo; asimismo, mientras haya monasterios, podremos todavía saber qué es un hombre». Repito: no creo en el valor general de esta frase, pero me parece evidente que, si por los contactos excitantes y por la libertad se puede madurar en el mundo, el monasterio ofrece otra posibilidad de maduración a base de una vida serena, honrada consigo mismo y reflexiva. Y esto en el terreno moral, entendiendo el término en un sentido refinado y amplio.

 

Sin embargo, no se niegan a un mínimo de intercambios con el exterior.

 

            Claro que no. De otro modo podríamos convertimos en Quijotes o ilusos, es decir, locos. «Los sueños de la razón engendran monstruos», dice aquello de Goya. La soledad puede ser el monólogo; y el monólogo es la demencia. Para mí, las salidas del monasterio, a las que con frecuencia me obliga mi quehacer, y los contactos que esto me proporciona, son un estimulante de primer orden para mi reflexión.

 

El padre Altisent es director de la imprenta del monasterio: una nave espaciosa, dotada con maquinaria moderna en la que unos cuantos monjes imprimen desde tarjetas de visita y recordatorios hasta libros con ilustraciones. Trabajan allí todos los días laborables de 9 a 12,45 de la mañana, y de 3 a 6 de la tarde, excepto en la época de la cosecha: entonces, dejando su propia especialidad, todos colaboran en las tareas del campo.

 

            Concretamente, regresé anoche a Poblet después de tres días de estancia en Barcelona. Allí, sin buscarlo, he tenido ocasión de hablar con personas de quince, de veinte, de cuarenta y de sesenta años. Pues bien, de algunas de estas conversaciones, ofrecidas por el azar, me he traído al monasterio un tesoro de elementos para mi reflexión. Cosas interesantísimas para elaborar y afinar, que me ayudarán a modificar algunos puntos de vista y a consolidar otros. Una profundización, en suma. Están luego las personas que, como ahora usted, vienen al monasterio. Todos estos contactos proporcionan elementos, materia prima para el trabajo de reflexión.

 

Salidas esporádicas, elementos para la reflexión... Bien, pero en la marginación fundamental del monje respecto a la vida colectiva, en su ausencia de la actividad humana general, ¿no percibe usted el sacrificio de una dimensión de la persona, demasiado importante para prescindir de ella?

 

            A mí me parece que el sacrificio de unas actividades en favor de otras es una ley general de la actividad humana. Las cualidades viven unas a expensas de otras y, aunque ciertamente hay que procurar mantener una personalidad armoniosa si no se quiere correr el riesgo de convertirse en algo deshumanizado y monstruoso, a toda actividad especializada los hombres sacrifican otras interesantes e incluso importantes. ¡Cuántas cosas sacrifica un deportista para mantenerse en forma! Un pianista ha de dedicar largas horas al estudio si quiere llegar a tocar con alguna calidad; tiene que sacrificar muchas cosas a su arte, pasarse horas y horas todos los días ejercitándose en arpegios y escalas sin ningún atractivo estético. Pero solamente así consigue «hacer dedos» y darnos una finísima versión, pongamos por caso, de la Sonatina de Ravel. Este hombre probablemente carecerá de tiempo para desarrollar otros aspectos de su sensibilidad y su cultura, pero sacrificándolos al ejercicio de su arte indudablemente aporta algo al bien de la humanidad que de otro modo no aportaría. Vivir, es vivir una determinada cosa, y vivir una cosa determinada es dejar de vivir una infinidad de otras posibles. Vivir es escoger, no hay más remedio, y escoger es abandonar y renunciar. Creo, pues, que no hay que plantearse el problema de si es lícito o razonable renunciar a las cosas a que impone la vida monástica renunciar —dado que la renuncia es ley universal en toda actividad—. Lo que hay que plantearse es si merece la pena renunciar a lo que renunciamos los monjes para ejercer lo que los monjes ejercemos o desarrollamos especializadamente, profesionalmente. En una palabra: si lo que logramos merece la renuncia que hacemos. Me parece a mí que la respuesta está más en los individuos que en las colectividades. Si un monje llega a alcanzar en un grado de cierta calidad otros valores que también son humanos y, al mismo tiempo, cristianos, su renuncia merece la pena, y no ha sido en menosprecio de ningún valor humano ni cristiano.

 

Permítame continuar todavía un momento en mi papel de abogado del diablo. Ayer, viendo a esta comunidad en el coro, salmodiando —hay que confesar que el espectáculo era hermoso— yo pensaba: bueno, ¿es acaso esta alabanza repetida y —perdón— algo convencional, lo que Dios espera de nosotros? ¿no preferirá, tal vez, vernos funcionar con autonomía, de acuerdo con las virtualidades que nos ha dado?

 

            La plegaria de alabanza, como toda plegaria, no la hacemos porque Dios la quiera para él o la necesite. Los que la necesitamos somos nosotros. Repetir unas plegarias modela nuestro espíritu, lo fija en una determinada actitud o lo vuelve a ella si se ha alejado. Cuando yo disfruto los bienes de la creación o del progreso, si luego tengo que ir a alabar a Dios, esto me ayuda a considerar los bienes de que disfruto como venidos de él y, aunque viviéndolos con la autonomía que les es propia y según sus leyes, a considerarlos dependientes en último término y recibidos de Dios. Y esto es un beneficio, creo, porque de otro modo yo sería como el que recibe dinero de su padre y no se lo agradece, o como el hijo que ha recibido de sus padres una serie de posibilidades de formación y disfrute, se aprovecha de ellas y, no obstante, olvida de dónde le han venido. Creo que Dios no nos quiere como «hijos enmadrados» pero sí que vivamos honradamente, adultamente, nuestro agradecimiento. La plegaria de alabanza me ayuda a ello. Pero me ayuda más todavía en otros momentos: cuando yo paso por las angustias de la vida y la condición humana, cuando estoy a punto de rebelarme contra Dios por el misterio del mal y por el estado de inacabamiento o, digamos, de incivilización en que le ha dejado la vida, en estos momentos, alabar a Dios en el oficio divino me ayuda a humillar mi razón y a reconocer que cuanto ocurre es, pese a su negativa apariencia, positivo y eficiente. Alabar entonces a Dios se asemeja al acto de fe que tuvo que hacer la madre de Jesús al pie de la cruz, cuando al parecer todo se hundía y, sin embargo, ella creyó contra toda apariencia que el reino avanzaba y la obra de Dios se cumplía. Que la oración de alabanza me ayude a fijar mi espíritu en esta actitud en momentos de oscuridad y cuando estoy tentado de rebelarme, me parece un bien y un caso de victoria de la fe sobre el «mundo».

 

Y ¿cuál le parece que pueda ser la aportación de un monasterio a la Iglesia y al mundo de hoy?

 

            La idea de monasterio es una idea muy sabia. Un lugar retirado, con ciertos contactos, pero retirado, donde unos hombres puedan madurar cristiana y humanamente, y en la medida que Dios se lo conceda, siempre será útil a los hombres mientras haya quien pase angustias, pierda la paz, etc. Siempre será bienhechor un lugar donde el laico o el sacerdote que vive en el mundo pueda hallar unas horas de serenidad, por el marco ambiental y, sobre todo, recibir de algún monje el resultado de su experiencia humana y espiritual. El monje que posee cierta experiencia no aprendida en los libros o aprendida en ellos y asimilada puede comunicar, a los que llaman a las puertas del monasterio, algo de su serenidad espiritual y de su discernimiento y, con eso, puede poner al servicio de los demás el resultado de lo que ha ido elaborando, a lo largo de los años, en el laboratorio que es el monasterio. Preciso es, sin embargo, que los monjes no vivamos totalmente al margen del contexto humano. Que por lecturas y contactos, seamos estimulados en nuestra reflexión. Aunque no me parecería conveniente una entrega pastoral completa del monje hacia fuera, excepto en casos aislados y de un modo temporal; esto nos haría perder nuestro carácter propio sin adquirir el que pertenece al clero secular y, por lo tanto, restaríamos sin adicionar nada al servicio común de la Iglesia.

 

Me gustaría ahora, padre Altisent, que me dijera cómo ve a la Iglesia en ese momento —no demasiado tranquilo— desde este lugar de retiro y maduración.

 

            Bien, yo diría que la Iglesia es siempre un gran hecho contradictorio. Una especie de humus en el cual es posible que se den algunas flores. Pero las flores, en él, son raras. Y es que el éxito, en la vida, es escaso en todos los órdenes del cosmos...

 

Nos hemos sentado en un poyo sombreado del jardín monacal y la comparación de mi amigo me lleva a mirar maquinalmente las flores, nada escasas, que tenemos a nuestro alcance. Es un lugar exquisito en el cual la grandeza del monasterio se convierte en intimidad, por la limitación del espacio y el cuidado humano de los árboles, los pequeños arriates, el surtidor. El padre Agustín habla sin pausas, casi de prisa, a menudo con un punto de excitación.

 

            Por otra parte, yo creo que, desde que Jesucristo dijo: «Bienaventurados los pobres, dichosos los perseguidos», condenó a clandestinidad, de un modo definitivo, a toda calidad espiritual elevada. No creo que la santidad pueda ser nunca un hecho público, oficial, estructural. Quiero decir que nunca, como organización — aunque la organización me parezca imprescindible— será santa la Iglesia. Los valores espirituales vendrán siempre de los francotiradores, en el sentido por ejemplo en que lo era un san Francisco de Asís. El genio no deriva nunca de la organización, aunque luego, ad usum Delphini, sea preciso —y esto también me parece una ley de la limitación del cosmos— organizar la obra del genio, a fin de hacerla asequible a muchos. Goethe decía aproximadamente: primero viene el genio, luego el profesor. Y san Pablo, una vez pasada la época de sus grandes epístolas creadoras —las cartas a los romanos, a los gálatas, las de la cautividad— entonces, hacia el fin de su vida, escribió las pastorales, en las que habla de guardar el depósito recibido y de conservar la forma de las antiguas palabras.

            Por una parte, se puede afirmar que la Iglesia nunca ha marchado bien y jamás marchará bien. Y eso será verdad. Pero, por otra, ¡qué hecho tan admirable es la Iglesia! A ver qué institución del mundo moderno ha dado el ejemplo de la Iglesia que (para poner un ejemplo reciente) se ha revisado ella misma públicamente, francamente, en el concilio. Y aunque las flores sean raras, como he dicho, hay que juzgar la tierra por sus flores; hay que juzgar las instituciones, no por sus fracasos, sino por sus éxitos; preciso es, pues, juzgar a la Iglesia, no por aquellos que la desacreditamos sino por aquellos que le han dado el tono más alto, por ejemplo, repito, un san Francisco. Porque, a fin de cuentas, ¿cuál es la finalidad de toda la organización eclesiástica? ¿cuál es la finalidad de la misma Iglesia? Mantener, llevar a cuestas, a través de los siglos, esta pequeña fórmula: el «creo en Dios». Una fórmula, pensémoslo, que cuesta mucho mantener intacta. Por esto la Iglesia nunca estará a la altura de su misión, no puede estarlo por definición. Lo cual no es nada raro, puesto que ha recibido la más temblé de las misiones: la de anunciar y vivir ante el mundo, para impregnarlo de ella, la Palabra que está por encima de todo. La Iglesia, pues, por su misma esencia, nunca estará a la altura de su mensaje, aquel mensaje que, humillada por sus propios pecados, no puede dejar de anunciar...

 

Ha hilvanado usted una visión madura y sugerente de la Iglesia de siempre. Ahora podría centrar la mirada en su momento actual.

 

            Veo el momento actual de la Iglesia lleno de posibilidades y de desviaciones. Empecemos por éstas. La Iglesia, antes, había mitificado la derecha, desde arriba, desde el medio y desde abajo. Y ahora diría yo que estamos asistiendo a una tremenda mitificación de la izquierda. Recuerdo una entrevista que «L'Express» hizo a Eugenio Ionescu, no hace mucho. Decía el dramaturgo: «Ahora se puede decir cuanto se quiera contra el Papa, contra Cristo. Y se puede hacer cualquier guarrada en las iglesias. Pero... ¡intentad decir algo contra Marx!». Exacto. Él, claro está, no se refería a la Iglesia, sino a todo el mundo occidental. Pero sus palabras le van que ni pintadas a la Iglesia, a una parte de la Iglesia. Antes, en tiempos del «piodocismo», no se podía ni siquiera arriesgar la afirmación de que no valía nada la música del himno pontificio. Ahora ya puede usted criticar al Papa y cuanto le rodea, pero ¡ay del que oponga alguna reserva a las últimas consignas progresistoides! Acto seguido quedará descalificado. Desde abajo parten ahora los mismos anatemas que antes partían de arriba. Nada hemos conseguido con desmitificar la derecha, porque hemos mitificado la izquierda. Se habla también, por ejemplo, contra el triunfalismo, pero no para combatir el fondo de la cuestión —el defecto espiritual que el triunfalismo contiene— sino solamente, ¡oh maravilla! aquel triunfalismo que nos abochorna: el de los abanicos papales cleopatrinos y la silla gestatoria. Hay, en cambio, un triunfalismo de izquierda que da miedo. ¿Y qué decir del dogmatismo de algunos liberales? Y por cierto que, muchas veces, son los mismos, antes muy adictos a la «estampita», quienes se han pasado al otro extremo. ¿Cómo puede ser esto un signo de progreso? Más bien lo creo señal de inmadurez. Sobre esto no se puede edificar nada verdaderamente serio. Cuando oigo, procedentes de según qué labios, las últimas palabras de moda del argot eclesiástico, me suenan lo mismo que antes me sonaban los silogismos o las citas de las encíclicas. ¡Qué monotonía! ¡Qué falta de verdadero pensamiento, de discernimiento! Pronunciadas, además, con la misma suficiencia, esgrimidas con la misma intolerancia, con el mismo gregarismo de antes. Porque da lo mismo ser borrego de santo Tomás que serlo de Marx o de Hans Küng. Siempre es borreguería.

            Y es que no hay palabras, no hay actividades, no hay partidos, no hay concilios... que conviertan en inteligentes a los que no lo son. Ortega decía: «El tonto es vitalicio». Es cierto. Digamos lo que digamos, hagamos lo que hagamos, los hombres ponemos en ello siempre lo mismo: nuestro propio espíritu. Es el espíritu, pues, lo que hay que modificar. Cierto, hay que modificar estructuras, pero si no hacemos más que esto, no habremos cambiado nada. A veces recuerdo aquello que Unamuno escribía a Maragall: «Ahora repiten —se refería a los que le rodeaban en la universidad— las últimas filosofías de moda en Europa, pero... son los mismos».

 

Goethe, san Pablo, Ionescu, Marx, Ortega, Unamuno, Shakespeare... La conversación de este monje —retirado, aunque no, evidentemente, desconectado— tiene, entre sus atractivos este continuo chispear de referencias amplísimas, de citas y de pequeñas síntesis maduradas, elaboradas poco a poco…

 

Hablaba usted también de posibilidades...

 

            Sí. Ahora, tras el deshielo de las estructuras, al tener las personas más posibilidades de libre expresión, las manifestaciones de inmadurez que he apuntado son aparatosas. Pero todo esto pasará. Andamos a tientas, sin saber a dónde vamos, pero probablemente somos más conducidos por el Espíritu que cuando, en tiempos del monolitismo eclesiástico, aplaudiendo todos tras el Papa, sabíamos demasiado a dónde íbamos. Si es verdad que no se sabe de dónde viene el Espíritu, ni a dónde va, quizá ahora somos más conducidos por él, precisamente porque no sabemos a dónde vamos. No quiere esto decir que la desorientación sea fruto del Espíritu. Lo es solamente el abandono que en estas circunstancias podemos adoptar. Quiero decir: abandonarnos a su soplo, que ignoramos a dónde nos conduce. Cuando algún integrista ha venido a comunicarme sus angustias, yo le he dicho que la Iglesia de Pío XII no era la Iglesia tout court. Que Cristo había prometido la asistencia a la Iglesia simplemente, sin precisar que la Iglesia tendría tal o cuál forma, siempre la misma. Y que —aparte de que Jesús no garantizó que la Iglesia gozara siempre de excelente salud— ahora tenemos ocasión de lograr que nuestra fe sea más fe; ahora que no tenemos las seguridades —humanas, no nos engañemos, que no sobrenaturales— que proporcionaba el monolitismo de la Iglesia de los papas anteriores a Juan XXIII. Y le recuerdo que, según nuestro pequeño catecismo, las virtudes propias del cristiano son fe, esperanza y caridad; y que éstas tienen por objeto a Dios mismo; y que hay que creer y esperar en Dios, no propiamente en la Iglesia. Por todo esto, pienso que avanzamos hacia una fe que será más fe, con menos soportes humanos. Una fe más responsable, más alejada del desfile militar de antes. Los creyentes, tal vez descubriremos que somos menos de los que nos figurábamos, pero nos sostendremos en Dios y sobre nuestros propios pies; ayudados, eso sí, por la futura configuración que, de un modo que ignoramos, irán tomando las cosas —porque alguna configuración es indispensable— pero no apoyados en las estructuras, sino en Dios y en Jesucristo. Creo que esto es lo que se está fermentando —y me excuso por dármelas de profeta—. Pero toda fermentación lleva aparejada una cierta ebullición. El vino no es bueno en tanto la fermentación no ha cesado, pero aunque necesaria, la fermentación supone un trance. Pienso también que antes estábamos demasiado satisfechos de nuestra Iglesia, bien organizada, perfecta. Que seguramente nos convenía este vapuleo, esta humillación que supone el que muchos vayan repitiendo aquello que oí atribuir a José Pla: «Antes, los curas hablaban latín y nadie les entendía, pero ellos se entendían. Ahora hablan español, todo el mundo los entiende, pero ellos no se entienden». Sin duda nos convenía pasar una temporada bien humillados. ¡Esto sí que es antitriunfalismo! Una Iglesia que nos dejara en buen lugar, quizá nos haría intratables. Si sabemos aceptar la humillación que esta situación trae consigo, estamos ahora mejor encaminados que cuando el Vaticano parecía una ópera italiana con arias de encíclicas brillantes.

 

Intentando un balance de cuanto acaba de decir, me parece que en su valoración pesan bastante más las posibilidades que las desviaciones.

 

            Mejor que intentar un balance, permítame apuntar una actitud: aunque sean muchos los defectos que veamos en la Iglesia, en nuestros hermanos... ¿cómo podríamos juzgarlos? ¿cómo podríamos juzgar a la Iglesia? ¿en nombre de qué la juzgaríamos? No podemos, como algunos pretenden, juzgarla en nombre del evangelio. Primero, porque el evangelio lo hemos aprendido de ella misma. Y en segundo lugar, porque el evangelio nos pide que no juzguemos a nadie. De sobra sabe la Iglesia que el evangelio la juzga, la interroga, la corroe. Podemos ciertamente anunciar, insinuar una palabra evangélica, incluso a los que están en las más altas esferas eclesiásticas. Pero no juzgarlos, no incriminarlos. Los santos, creo que lo dijo el padre Miguel de Esplugas, son aquellos que dirigieron toda su agresividad contra sí mismos. Sólo existe un modo de hacer bien a la Iglesia: ser santos. Naturalmente, santos absolutos no los hay. En cierto modo, se puede también afirmar que no hay cristianos absolutos. Sólo hay gente que intenta ser cristiana, que intenta ser santa. O, si se prefiere, no hay santos a un lado y pecadores en el otro. Hay pecadores que saben que lo son y pecadores que lo ignoran. Del mismo modo que no hay inteligentes y tontos sino tontos que saben que lo son, y tontos que lo ignoran. Le ocurre a la Iglesia como a las personas. Una persona, incluso aquella que consideramos inteligente, no siempre lo es. Tiene ráfagas de inteligencia, de vez en cuando. Luego cae en tinieblas y se mueve a tientas, hasta que, en un momento dado, la llama vuelve a levantarla. Pensemos en los fracasos de autores famosísimos por un solo éxito. Pensemos, por ejemplo, que Cervantes erró muchas veces pese a que el Quijote es una gran obra en la que siempre hallamos algo nuevo. Pero lo dicho: hay que juzgar a los hombres por sus éxitos. Hay que juzgar a Cervantes por el Quijote, no por el Persiles (y, sin embargo, el Persiles tiene cosas excelentes). Hay que juzgar a la Iglesia por sus santos, por sus doctores y, aún, por aquellas cosas que han hecho santa e inteligentemente; porque ni los santos han hecho todas las cosas con santidad, ni los doctores lo han hecho todo con inteligencia... Pero no deben irritarnos los yerros, las equivocaciones, los pecados, puesto que ni yo ni nadie podemos tirar la primera piedra... Por esto me parece que la Iglesia tendría que hablar, sobre todo, de Jesucristo, en vez de dar tantas y tantas vueltas a las estructuras y a las nuevas formas. Se habla poco de Jesucristo.

 

Estas palabras me recuerdan un momento de la vida monástica que me impresionó particularmente: el canto, al final de vísperas del domingo, del «Ave verum» ante la eucaristía. La profundidad del templo; las notas gregorianas, ya medio olvidadas; las voces de los monjes, afinadas aunque no excesivamente; el texto del poema, exquisito y sensual... conseguían crear una verdadera sensación de «presencia».

 

Podría, pues, hablarme algo de él...

 

            Jesucristo es nuestro hermano mayor. Es, podríamos decir, el chico mayor de la casa. Aquel del cual todos estamos orgullosos, aquel que ha hecho cosas grandes que nos entusiasman. Y que, sin anular nuestra personalidad, nos deja a todos en buen lugar. La Iglesia nunca nos dejará bien. Nosotros mismos nunca la dejaremos bien, ni a ella ni a Jesucristo. Es Cristo el que nos deja a todos en buen lugar. La encarnación y la redención significan, a mi entender, que Dios, viendo el mundo sumido en mediocridad y pecado, quiso darle una calidad relevante. Quiso que del mundo, de la humanidad, de la familia, de nuestra familia, surgiera, pese a todo, una voz limpia, profunda, auténtica. Por eso envió a Jesucristo. Para que desde el mundo, desde la humanidad, alguien, Alguien con mayúscula, hablara a Dios en nombre del mundo, en nombre del universo tal como Dios lo había soñado desde la eternidad. Y la redención no significa otra cosa sino que Dios ha decidido juzgar a la humanidad, juzgarnos a nosotros, no por nuestros actos, no por nuestros pecados ni virtudes, sino por las virtudes de Jesucristo. Creer, significa fiarse de que el Padre nos juzgará por los méritos de Cristo y no por nuestra carencia de méritos. Esto, naturalmente, no es afirmar que podemos echarnos a dormir o dejarnos llevar por el pecado. Significa que, después de constatar que dormimos y que pecamos, nos resta, a pesar de todo, la alegría de decir: Señor, no nos lo tomes en cuenta, toma en cuenta solamente los méritos de Jesucristo. La encamación significa que Dios se ha puesto de nuestra parte en Jesucristo y ahora ya no somos nosotros los que contamos, sino Cristo.

 

Durante estos días, padre Agustín, se me ha ocurrido con frecuencia esta idea: ¿qué pensarán los monjes, tan dados a la reflexión bíblica constante, detallada, de esto que ahora llamamos, algo genéricamente, la desmitologización del evangelio? A ustedes, que tan fuertemente han apostado contra el tiempo y a favor de la escatología, ¿qué impacto les producen las actuales tendencias como la de poner el acento en la resurrección dejando en la penumbra la supervivencia de un alma separada del cuerpo; la revalorización del mundo temporal, del compromiso, de la civilización...? Pienso que estas corrientes les tienen que impresionar más que al resto de los cristianos.

 

            En primer lugar, preciso es confesar que, como es obvio, un monje no tiene respuestas para todas las preguntas... Anda por la vida creyendo como puede, lo mismo que los demás cristianos. En cuanto a la desmitologización del evangelio, he sentido yo también, a veces, la tentación de pensar si ciertas cosas no serán metafóricas o responderán a no sé qué tabulación. Ahora bien, ante la postura desmitologizadora, tengo una objeción que me frena: que en cuanto uno ha eliminado algo (pongamos, por caso, la curación de los endemoniados, o aquellos demonios lanzados a los cerdos y los cerdos que se echan al mar...) en cuanto se ha empezado por un punto a hacer limpieza, ya no hay ninguna razón para que uno se detenga. Y, finalmente, se queda uno sin nada. Esta es una de las cosas que más me convencen —en la medida en que esto puede responder a una convicción y no a una fe— de la necesidad de un magisterio de la Iglesia, de alguien que decida en los momentos y en los puntos decisivos.

            Por lo que toca al tema de la resurrección, podríamos tal vez tener en cuenta que ignoramos si, en el momento de la muerte, salimos totalmente del tiempo, de modo que todo queda bloqueado y nos hallamos, de sopetón, en el juicio final y, por lo tanto, en la resurrección... Cabe la posibilidad, quién sabe. Es una vía de solución. Pero ¡mucho cuidado! Tales concordismos los considero siempre provisionales. Se trata solamente de una hipótesis. Pero, prescindiendo de las hipótesis, yo me sitúo, en esto como en todo, en el terreno de la fe. Del más allá no conocemos nada. Sólo sabemos que Dios lo ha hecho espléndido y que merecerá la pena haber creído.

Y con esto me basta. Recuerdo una anécdota que oí del abad Escarré. Estaba ya muy grave, casi en la agonía, cuando alguien junto a él, quizá con un exceso de celo, le dijo: «Ya tendrá ganas, padre, de llegar al cielo...». El gran abad, sin perder su paz de siempre, le contestó: «Bueno, ganas no; curiosidad, sí...».

 

El padre Altisent habla del abad Escarré con verdadera veneración. «En unos momentos especialmente difíciles para mí —dice— me ayudó con su manera de vivir en la Iglesia, con libertad de espíritu. Era en tiempos de Pío XII, cuando me agobiaban los cañonazos de encíclicas y discursos papales disparados sobre todos los lemas...». Recuerda, especialmente, una visita de este abad a Poblet: «Yo le decía que, en Roma, tenían no solamente el dogma, sino la psicosis de la infalibilidad...». Entonces el padre Escarré le contó una entrevista que había tenido con Pío XII («al cual —puntualiza el padre Altisent— hay que juzgar teniendo en cuenta su formación, con perspectiva...»). El Papa, recordando no sé qué antiguas normas, había preguntado al abad por qué no se daban en Montserrat los ejercicios de san Ignacio. La pregunta tenía un cierto tono agresivo... El padre Escarré, sin inmutarse había contestado: «Nosotros, en Montserrat, no damos los ejercicios de san Ignacio, sino los que dimos al mismo san Ignacio durante su estancia en Montserrat...». Pío XII exclamó, riendo: Lei è un furbo! y terminó diciendo que, mientras predicaran las verdades eternas, podían hacerlo como quisieran. Y el padre Escarré cerró la anécdota así: «Nunca me ha dado miedo la autoridad». Según el padre Altisent, fue el abad Escarré un ejemplo de «obediencia adulta en tiempos no liberales». Y continúa: «Por otra parte, es una manera específica monástica de atender la obediencia. La regla de san Benito —siglo VI— dispone que cuando al súbdito se le imponen cosas imposibles, léase ilógicas, éste ha de manifestar sus motivos de disconformidad al abad y solamente si, una vez hecho esto, el superior se formaliza en el precepto, tiene que obedecer». Sobre este tema de la obediencia publicó el padre Altisent, hace unos años, un artículo en el suplemento de «La vie spirituelle», que produjo cierto revuelo... Pero hay que cerrar esta divagación y coger de nuevo el hilo...

 

            En cuanto a la re valorización del mundo creado, del tiempo y de la civilización, hay que tener en cuenta que la tradición benedictina nunca coincidió con determinada espiritualidad del siglo XVII, contraria, en cierto modo, a algunas inclinaciones naturales.

            Dentro de la tradición benedictina, se ha tendido preferentemente, a encauzar las cualidades naturales de los individuos para hacerlas útiles a la comunidad. No es propio de la tradición benedictina negar los valores de la naturaleza, de la cultura, de la civilización, sino todo lo contrario, vivirlos. Con mesura, ciertamente, pero vivirlos como dones de Dios. La negación de los valores terrenales, si preciso fuera afiliarla a alguna tradición espiritual, habría que atribuirla a otra, por ejemplo a los monjes orientales primitivos quizás. El mismo san Juan de la Cruz tiende a una profunda negación de la criatura en favor, según él, de una más profunda unión con el Creador. Tal actitud puede dar un rendimiento ascético y místico muy notable, refiriéndose al ámbito subjetivo. Pero, teológicamente hablando, es quizá una postura excesiva. Quiero con esto decir que no puede ser sensato valorar al creador a base de devaluar a la criatura. También el Kempis forma parte de esta tradición... Insiste en que los grandes sabios de la antigüedad también murieron. Es decir, que no merece la pena ser sabio. Es ridículo. Sea corta o larga la vida, es preferible ser sabio a no serlo. El Kempis representa una actitud de contraposición entre este mundo y el otro que es, precisamente, lo que no se debe hacer.

 

La conversación —las conversaciones— con el padre Agustín Altisent no terminan fácilmente. Los temas se entrecruzan. Cada respuesta despierta nuevas cuestiones. Después de transcribir estas páginas, ya demasiado extensas, me doy cuenta de que me queda todavía una cinta magnetofónica intacta... Contiene opiniones sobre aspectos sociales y, en parte, políticos del mundo actual en relación con la fe: el país, la lucha de clases, el marxismo, la Iglesia y el poder... Y muchas cosas más. Tal vez habrá que volver a tomar el hilo de la conversación otro día. Quizá convendría tener otras semejantes con diversas personas, contra la incomunicación... Por hoy, me detengo aquí. Esto ha sido, simplemente, un ensayo de canalización de un fondo riquísimo de experiencia espiritual y humana, tal vez poco aprovechada comunitariamente.

 

 

A. Altisent, Reflexiones de un monje. Sígueme, Salamanca 19995, 19-40.