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ALAIN FINKIELKRAUT, filósofo que lucha con la complejidad del mundo, aborda las encrucijadas de nuestra época con su lucidez inquieta y al mismo tiempo apasionada. Gracias a su posición al margen de ideologías previas, Finkielkraut arroja luz sobre temas que se refieren a la cultura, la pertenencia, Europa, la libertad humana, el amor y la muerte.

En su último libro, L'identité malheureuse (Editions Stock), usted ha escrito: «La crítica actual… no quiere oír hablar de pertenencia. Pertenecer –sostiene– equivale a seleccionar. La afiliación conduce a la exclusión». ¿Cómo puede vivir el hombre sin pertenecer?
Hace falta ir a la historia del siglo XX, a la devastación del nazismo. Este enorme trauma ha inhibido el pensamiento. Europa tiene miedo de sí misma. Está preocupada al ver resurgir inexorablemente sus demonios, y huye de la pertenencia refugiándose en la indeterminación. Cuantos encarnan la idea de Europa en Bruselas o en otro lugar se jactan de reconocer solo unos valores universales y unos individuos. Vivimos el triunfo de una ontología nominalista. Si el nazismo absorbía a los individuos dentro de su comunidad de origen, la Europa post-hitleriana, para expiar la propia culpa y purificarse de los antiguos y mortíferos errores propios, no reconoce más que la existencia de individuos aislados. El antirracismo nos impide hablar del islam, nos pide solo reconocer sujetos individuales. En estas condiciones es muy difícil estar también solo frente a lo que vivimos.

¿Sin embargo, no hay en cada persona una exigencia de pertenecer?
La pertenencia es un elemento constitutivo de nuestra humanidad. Es lo que ha descubierto el Romanticismo, en su gran polémica contra la Ilustración. Nosotros somos herederos tanto de la Ilustración como del Romanticismo; tenemos que asumir esta doble herencia del desarraigo y de la pertenencia, y tenemos tanta dificultad para hacerlo por lo que el fascismo ha hecho del Romanticismo.

A pesar de este desarraigo cultural, político y nacional, ¿la pertenencia no podría ella misma constituir un elemento que permita hallar una identidad?
Sí, pero para que haya pertenencia hace falta que haya transmisión. No logramos ver cómo la nación puede sobrevivir al desastre educativo en que hemos caído. Nación significa una lengua, una memoria común, una cultura, unas obras. Hoy en los anti-herederos prevalece más bien la ignorancia. Ellos presentan la nación como una prisión y los que la defienden reducen la nación francesa al himno nacional. Me encanta la Marsellesa, pero Francia tiene otros nombres como patrimonio además del de Leconte de Lisle.

En una entrevista en Le Monde, acerca de la identidad nacional, usted afirma: «Esta identidad no la construimos nosotros, nos es donada».
Régis Debray lo ha dicho mejor que yo: «La particularidad nacional forma parte de aquellos accidentes providenciales que impiden a los seres humanos considerarse dioses». El hombre no puede crearse por sí mismo, no puede fundarse por sí mismo. Siempre viene después, nace en un mundo, no inventa por sí mismo la propia lengua. Hannah Arendt no tiene un amor particular por el pueblo hebreo, sino que tiene un sentimiento de gratitud por el hecho de ser hebrea. La modernidad ha favorecido un tipo de resentimiento hacia lo que es donado. Y este resentimiento lleva a un número considerable de individuos a quererse liberar de cualquier tipo de pertenencia.

Usted escribe en su última obra: «Los modernos ya no son “temerosos de Dios”, pero sin temor no hay cultura». ¿Como si hubiera una dimensión de piedad en la cultura?
Hace falta inclinarse antes de creer y para admirar hace falta tener confianza en los que dicen qué es cosa digna de admiración, es decir en los adultos. A los 15 años, cuando se nos pide leer Madame Bovary, generalmente, no se comprende y nos podemos aburrir. Se sabe que está bien incluso antes de poderlo decidir; sin esta piedad primordial, sin esta confianza, sin esta fe, la transmisión de la cultura simplemente no es posible. Hoy, un número considerable de adultos y profesores abdican de su responsabilidad respecto al mundo. La cultura es golpeada en lo más profundo. No puede sobrevivir si no existe esta lealtad y este fervor previamente adquirido respecto a las grandes obras de la humanidad.

Entonces, hoy, únicamente habría abstracciones universales, individuos desorientados y suplicantes. ¿Toda la “carne del tiempo” de la transmisión que indica una dirección estaría perdida?
La transmisión de las obras es cada vez más difícil porque se supone que todos los individuos son capaces de pensar, de juzgar solos desde la más tierna edad. Si a tal alumno no le gusta Flaubert o Platón, es su derecho. La lógica demócrata desemboca en el nihilismo. Todas las opiniones son equivalentes y las obras son ellas mismas reducidas a opiniones de modo subrepticio.

En su libro usted escribe: «Producimos novedad a partir de cuanto hemos recibido. Olvidar o incomunicar nuestro pasado no nos abre a la dimensión del futuro: significa más bien someterse, sin resistir, a la fuerza de las cosas». ¿Qué le preocupa en esta dinámica?
Hoy el presente es omnipresente. El único medio para huir de estas evidencias, de estas certezas, es ponerse a un lado. Y el pasado, precisamente, permite esta desorientación, esta “mirada distante”. Pero si nos desinteresamos del pasado, creyendo liberarnos de una tradición opresiva, caemos, nos encerramos definitivamente en la prisión de la actualidad.

Seguramente, se puede insistir sobre este peligro, pero ¿no hay una interioridad en el hombre que le permita resistir en el presente?
La apuesta de Occidente a partir del Renacimiento es que la interioridad se construye a través del diálogo con las obras. Si este diálogo se rompe, los individuos están desarmados: no pueden encontrar en ellos mismos los recursos para resistir al presente.

Habermas afirmaba que «solo en el encuentro con el otro podremos desarrollar juntos este proceso de argumentación sensible a la verdad». Y el Papa Francisco, casi replicando, dice en su Carta abierta a los no creyentes: «¡La verdad es una relación! De hecho, todos nosotros captamos la verdad y la expresamos a partir de nosotros mismos: desde nuestra historia y cultura, desde la situación en que vivimos». Mientras usted se interroga escribiendo: «¿Pero nosotros mismos no somos el otro del Otro?». ¿No ve una posible articulación entre su pregunta y el “otro” como realización de nuestro yo?
Como bien decía Julien Freund, «nosotros podemos decidir no tener enemigos. ¿Pero si el otro nos identifica como su enemigo, qué podemos hacer?». Hoy también existe una forma de alteridad extremadamente amenazadora. Cuando vemos qué ocurre por ejemplo en Birmingham, donde en las escuelas públicas se han infiltrado islamistas radicales, y cuando vemos la situación en Francia, podemos decir que Europa tiene delante de sí un desafío inquietante, al que no sabe cómo hacer frente absolutamente. Ciertamente ha sido un bien, en cierto momento histórico, rehabilitar la alteridad y todo el pensamiento de los años cincuenta, sesenta y setenta se ha aplicado a eso. Todas las figuras del otro, desde el loco al salvaje, han sido valorizadas. ¡Muy bien! Pero hemos olvidado al enemigo y éste de repente nos reaparece delante.

Usted sostiene que hay valores no negociables porque en ellos se basa la sociedad occidental. ¿Qué hace que su posición defensiva se haga al contrario positiva, y que “el otro”, el yihadista, pueda ver en eso un bien para sí mismo antes que declarar la guerra santa a Europa?
Es muy difícil convencer a un islamista de que la libertad de las mujeres es mejor que su sometimiento y su marginación. Pero, de verdad, hay un momento, cuando no se le logra convencer, en que eso debe ser impuesto en nombre de la ley de la hospitalidad: quien es acogido tiene que respetar las costumbres de quien lo acoge.

¿Usted no piensa que nuestra capacidad “de imponer” nace de una conciencia de la verdad de lo que somos? Se puede apelar al derecho, pero entonces es una carrera contra el tiempo…
El derecho sin la fuerza es pura invocación abstracta. Hay integración posible solo si la cultura de quien acoge es mayoritaria. Cuando ella se hace minoritaria sobre una parte siempre mayor del territorio, la sociedad se desintegra.

Uno de los factores de disolución de estos valores, ¿no depende del hecho de que han sido separados de sus raíces cristianas?
Europa, decía Lévinas, es la Biblia y los griegos. También es el Renacimiento, la Ilustración, el Romanticismo. Me ha impactado mucho ver al presidente Jacques Chirac y al primer ministro de la época, Lionel Jospin, negarse a insertar cualquier referencia a las raíces cristianas en la constitución para no ofender a los nuevos europeos y dejar todo el espacio posible al islam –porque de eso se trataba–. Europa no tiene ningún interés en privarse de sus raíces, ella tiene que reconocer la propia historia si quiere acordarse de que es una civilización. Pero la Unión Europea no se ha fundado sobre la preocupación de perpetuar la civilización europea sino sobre la memoria del holocausto y sobre la necesidad de hacer tabula rasa de un pasado marcado por el mal para establecer una paz perpetua.
(…)

Antes de concluir nuestra entrevista, querría leerle una cita de Benedicto XVI…
Prefiero a Benedicto XVI que a su sucesor. No era un buen comunicador. No hablaba a la época el lenguaje compasivo que la gente quería escuchar, pero su conferencia de Ratisbona y su discurso al Colegio de los Bernardinos son obras maestras de la inteligencia.

Él afirma: «Un progreso acumulativo solo es posible en lo material. […] En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. […] La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio».
Es magnífico, nada que decir. Lo confirmo. Hannah Arendt citaba a san Agustín: «El hombre fue creado para que hubiese un inicio, la facultad de iniciar algo nuevo en el mundo» (Cfr. La Ciudad de Dios). Usted tiene razón. No se puede encerrar completamente el futuro dentro de una visión, sea optimista o pesimista. Me adhiero a todo lo que dice Benedicto XVI.

¿Por su parte, personalmente, cree en esta libertad y en este inicio? ¿Ve señales de esto?
Un inicio siempre es posible. Arendt decía que «el milagro es una facultad del hombre»; la posibilidad de interrumpir procesos, eso define la humanidad del hombre. Quizás haga falta volver a Hölderlin: «Allá donde crece el peligro crece lo que también salva». Frente al peligro habrá una reacción, una toma de conciencia. Es posible. Pero no veo señales de ello.

Traducción: María Eugenia Flores Luna por Kaire

Alain Finkielkraut
La identidad desdichada
Alianza, septiembre 2014