En la ponencia dirigida al congreso el padre Timothy Radcliffe presentó algunos ejemplos, entre tantos posibles, de una vida consagrada “signo” diverso en un mundo lacerado por los conflictos. “La vida religiosa – ha dicho – tiene una vocación urgente de ser signo de la gran familia de Dios, de la gran amplitud del Reino, al que todos pertenecen y donde se sienten seguros. Si estamos a gusto en este espacio con Dios, entonces estaremos a gusto entre nosotros. Podemos hacer esto de muchas formas. Miles de religiosos, hermanas y hermanos, han dejado sus casas para sentirse en casa con gente que no conocen. Pequeñas comunidades de hermanos/as viven en pueblos musulmanes, desde Marruecos hasta Indonesia, aprendiendo lenguas extranjeras, comiendo comida extranjera, encarnándose y entrelazándose en el tejido de otras formas de ser humanas.
“También nosotros – prosiguió diciendo – abrazamos diferencias étnicas y culturales dentro de nuestras comunidades. Conduje el coche a través de Burundi cuando todo el país ardía, para visitar a unas monjas contemplativas en el norte. La mitad eran tutsis y la otra mitad eran hutus. Todas habían perdido a sus familias, excepto una novicia. Y mientras estaba allí con ellas, el párroco llamó a la novicia para decirle que sus padres acababan de ser asesinados. Y pese a todo esto viven en paz entre ellas. Esto sólo es posible por llevar una vida de oración muy profunda y por el tremendo esfuerzo de todas de vivir en comunión. Crucial para ellas es escuchar la radio juntas y así compartir el dolor. En un país donde todo estaba quemado y seco y nadie podía sembrar nada, su montaña estaba verde y allí cualquier persona podía venir y sembrar, y ver crecer su cosecha en un sitio seguro: una colina verde en una tierra seca es señal de esperanza”.