XLI JORNADA DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES volver al menú
 

2 mayo 2004

Venerados Hermanos en el Episcopado, queridos Hermanos y Hermanas:

1.- "Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies"(Lc 10,2).

De estas palabras de Jesús dirigidas a los Apóstoles brota la urgencia que el Buen Pastor manifiesta siempre por sus ovejas. Él expresa todo para que ellas "tengan vida y la tengan en abundancia"(Jn 10,10). Después de su resurrección el Señor confiará a los discípulos la responsabilidad de seguir su misma misión, para que el Evangelio sea anunciado a los hombres de cada época. Y son tantos los que con generosidad han respondido y continúan respondiendo a su permanente invitación: "Tú sígueme" (Jn 21,22). Son hombres y mujeres que aceptan poner su existencia total al servicio de su Reino.

Con ocasión de la próxima 41 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, tradicionalmente fijada para el IV Domingo de Pascua, todos los fieles se unirán en una ferviente oración por las vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y al servicio misionero. Es también nuestro primer deber el rezar al "Dueño de la mies" para que cuantos ya siguen más de cerca a Cristo en la vida sacerdotal y religiosa y por los que Él, en su misericordia, no cesa de llamar para tan importantes tareas eclesiales.

2.- ¡Recemos por las vocaciones!

En la Carta apostólica Novo Millennio ineunte he observado cómo "se registra hoy, en el mundo, no obstante los amplios procesos de secularización, una dilatada exigencia de espiritualidad, que en gran parte se expresa en una renovada necesidad de oración (n. 33). En esta "necesidad de oración" se inserta nuestra común petición al Señor para que "mande obreros a su mies"

Con gran gozo constato que en muchas Iglesias particulares se forman cenáculos de oración por las vocaciones. En los Seminarios mayores y en la Casas de formación de los Institutos religiosos y misioneros, se organizan encuentros a este fin. Numerosas familias llegar a ser pequeños "cenáculos" de oración, ayudando a los jóvenes a responder con coraje y generosidad a la llamada del divino Maestro.

¡Sí!. La vocación al servicio exclusivo de Cristo en su Iglesia es un don inestimable de la bondad divina, gracia que hay que solicitar con insistencia y con confiada humildad. Por ello el cristiano cada vez más debe abrirse, vigilando para no desperdiciar el "tiempo de la gracia" y el "tiempo de la visita" (cfr. Lc 19,44)

Reviste particular valor la oración ligada al sacrificio y al sufrimiento. El sufrimiento, visto como complemento de lo que falta en la propia carne "a las tribulaciones de Cristo en favor de la Iglesia" (Col 1, 24), llega a ser una forma de intercesión mucho más eficaz. ¡Tantos enfermos en todas las partes del mundo unen sus penas a la cruz de Jesús, para implorar santas vocaciones! Ellos me acompañan espiritualmente también en el ministerio petrino que Dios me ha confiado, y rinden a la causa del Evangelio una contribución inestimable, también y frecuentemente del todo oculto.

3.- ¡Recemos por los llamados al Sacerdocio y a la vida consagrada!

Deseo de corazón que se intensifique siempre más la oración por las vocaciones. Oración que sea adoración del misterio de Dios y agradecimiento por las "grandes cosas" que Él ha hecho y no cesa de realizar, no obstante la debilidad de los hombres. Oración contemplativa penetrada de estupor y de gratitud por el don de las vocaciones.

En el centro de todas las iniciativas de oración se encuentra la Eucaristía. El Sacramento del Altar reviste un valor decisivo para el nacimiento de las vocaciones y para su perseverancia, para que del sacrificio redentor de Cristo los llamados puedan alcanzar la fuerza para dedicarse totalmente al anuncio del Evangelio. A la celebración eucarística está bien que se una la adoración del Santísimo Sacramento, prolongando así, en cierto modo, el misterio de la Santa Misa. Contemplar a Cristo, presente y substancialmente bajo las especies del pan y del vino, puede suscitar en el corazón de quien es llamado al sacerdocio o a una particular misión en la Iglesia el mismo entusiasmo que llevó a exclamar a Pedro sobre el monte de la Transfiguración: "Señor bueno es estarnos aquí" (Mt 17, 4; Cfr. Mc 9,5; Lc 9,33). Esto es un modo privilegiado de contemplar el rostro de Cristo con María y en la escuela de María, que por su testimonio interno, bien puede calificarse como "mujer eucarística" (Lect. enc. Ecclesia de Eucharistia, 53).

Puedan todas las comunidades cristianas llegar a ser "auténticas escuelas de oración" donde se rece para que no falten obreros en el vasto campo del trabajo apostólico. Es, pues, necesario que la Iglesia acompañe con constante urgencia espiritual, a quien Dios ha llamado y que "siguen al Cordero por doquiera que va" (Ap 14, 4). Me refiero a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos, a los ermitaños, a las vírgenes consagradas, a los miembros de los Institutos seculares, en una palabra, a todos los que han recibido el don de la vocación y llevan "este tesoro en vasos de barro" (2 Cor 4, 7). En el Cuerpo místico de Cristo existe una gran variedad de ministerios y carismas (Cfr. 1 Cor 12, 12) dirigidos todos a la santificación del pueblo cristiano. En la recíproca urgencia por la santidad que debe animar a cada miembro de la Iglesia, es indispensable orar para que los "llamados" permanezcan fieles a su vocación y alcancen la meta más alta posible de perfección evangélica.

4.- La oración de los llamados

En la Exhortación apostólica post-sinodal
Pastores dabo vobis he subrayado que "una exigencia indispensable de la caridad pastoral hacia la Iglesia particular y su futuro ministerial es la solicitud que el sacerdote debe tener, por así decir, alguien que lo sustituya en el sacerdocio"(n. 74). Sabiendo que Dios llama a quienes quiere (cfr. Mc 3, 13) en consecuencia, cada ministro de Cristo debe estar al tanto y orar con perseverancia por las vocaciones. Nadie mejor que él está en grado de comprender la urgencia de un cambio generacional que asegure generosa y santamente el anuncio del Evangelio y la administración de los Sacramentos. En esta misma perspectiva es tanto más necesaria " la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión"(Vida consecrata, n. 63). De la santidad de los llamados depende la fuerza de su testimonio, capaz de comprometer a otras personas impulsándolas a entregar su propia vida a Cristo. Es esta la manera de contrastar la disminución de las vocaciones a la vida consagrada que amenaza la existencia de muchas obras apostólicas sobre todo en los Países de misión.

Además, la oración de los llamados, sacerdotes y personas consagradas, reviste un especial valor porque se inserta en la oración sacerdotal de Cristo. Èl ruega por ellos al Padre para que santifique y mantenga en su amor a aquellos que aún estando en este mundo no le pertenecen (Cfr. Jn 17, 14-16)

El Espíritu Santo haga de la Iglesia entera un pueblo de orantes que eleven su voz al Padre celeste para implorar santas vocaciones para el sacerdocio y la vida consagrada. Recemos para que aquellos que el Señor ha elegido y llamado sean fieles y alegres testigos del Evangelio, al que han consagrado la existencia.

5.- ¡A Ti, Señor con confianza nos dirigimos! Hijo de Dios,
mandado por el Padre a los hombres de todos los tiempos
y de todas las partes de la tierra!
Te invocamos por medio de María,
Madre tuya y Madre nuestra:
haz que en la Iglesia no falten las vocaciones,
en particular las de especial dedicación a tu Reino.
¡Jesús, único Salvador del hombre!
Te rogamos por nuestros hermanos y hermanas
que han dicho "sí" a tu llamada
al sacerdocio, a la vida consagrada y a la misión.
Haz que sus existencias se renueven de día en día
lleguen a ser Evangelio viviente.
¡Señor misericordioso y santo,
sigue enviando nuevos obreros
a la mies de tu Reino!
Ayuda a quienes llamas a seguirte
en este nuestro tiempo:
haz que contemplando tu rostro,
respondan con gozo a la magnífica misión
que les confías para el bien de tu Pueblo y de todos los hombres.
Tú que eres Dios y vives y reinas
con el Padre y el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos. Amén

En el Vaticano, 23 de noviembre de 2003

Juan Pablo II